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El 23 de junio de 1950, en el aula José Martí del edificio de Mascarones, entonces sede de la Facultad de Filosofía y Letras, una muchacha presentaba ante los sinodales su tesis, intitulada “Sobre cultura femenina”, que hizo inundar de risa al salón, según apunta Gabriela Cano en la introducción de dicho estudio (editado por el Fondo de Cultura Económica en 2005). “Si la conclusión filosófica perdió vigencia —dice Cano—, no ocurrió lo mismo con las imágenes literarias que fueron perdurables en la escritora y hoy mantienen su fuerza. La metáfora de las mujeres intelectuales como lagartos o reptiles, ‘monstruo en su laberinto’, seres raros que provocan rechazo y suelen estar excluidos de toda sociabilidad, especialmente de las relaciones sociales masculinas, tiene su raíz en la imagen de las serpientes marinas con las que Rosario Castellanos equipara a las mujeres intelectuales en Sobre cultura femenina”.
Si algunos visionarios reconocen la existencia de ese raro ejemplar zoológico que son las serpientes marinas, también hay “un coro de hombres cuerdos que permanecen en las playas y que desde ahí sentencian la imposibilidad absoluta de que las mujeres cultas o creadoras de cultura sean algo más que una alucinación, un espejismo o una morbosa pesadilla”.
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En efecto, la tesis de Rosario Castellanos (1925-1974), además de abordar puntos que la alejan del tema central, pareciera un alegato demasiado enardecido de una joven que apenas asomaba su debilitada mirada a la realidad. Hay que recordar, nada más, que durante ese periodo la cultura, por lo menos en México, empezaba a ser dominada por el núcleo “amafiado” de Fernando Benítez, que no permitiría la entrada a su club de personas ajenas a sus simpatías. La propia Gabriela Cano, en el prólogo, dice que en aquellos tiempos hablar sobre los asuntos femeninos era inapropiado e intrascendente. El editor cultural del diario Novedades, por ejemplo, se negó a publicar una entrevista sobre feminismo que Elena Poniatowska le hizo a Rosario Castellanos y recomendó a la joven periodista evitar esos temas.
—¡Ay, no, angelito! —dijo Fernando Benítez a Poniatowska—. Deja a las sufragistas por la paz. Aburren.
Pese a estas contrariedades, Rosario Castellanos se empeñó, cinco años antes de que en Estados Unidos una negra, Rosa Parks (1913-2005, con una estatua en el Capitolio desde febrero de 2013), se rebelara a ceder el asiento en el camión a un blanco —que marcó el inicio (no el hombre blanco, sino la acción de Parks) de la cultura contra la discriminación racial—… Rosario Castellanos, digo, se empeñó, cinco años antes del heroico acto de Parks, en escribir acerca de la anulación de las mujeres en las sociedades de mediados del siglo XX.
“Su debilidad y su tontería —dice la autora sobre el género femenino—están compensadas por cualidades de otro orden que los hedonistas saben apreciar. Expulsadas del mundo de la cultura, como Eva del Paraíso, no tienen más recurso que portarse bien; es decir, ser insignificantes y pacientes, esconder las uñas como los gatos. Con esto probablemente no vayan al cielo, y además no importa, pero irán al matrimonio que es un cielo más efectivo e inmediato”.
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Cada mujer es, antes del matrimonio, “una Circe en potencia —escribió Rosario Castellanos—. Y después de casada una Circe en plenitud. Y cada hombre soltero es un candidato a víctima de Circe. Y casado, un candidato metamorfoseado en… víctima”. Ya viviendo con su pareja, en el hogar “se utilizarán aparatos que inventaron hombres con inquietudes deleznables y peligrosas, leerán libros que escribieron hombres que fueron inhábiles para los negocios; oirán música compuesta por hombres que no acertaron nunca con la clave de las relaciones humanas y que desdeñaron los lazos familiares. En suma, la confortabilidad y los seguros y fáciles placeres de este pequeño mundo, que es un hogar, estarán en gran parte condicionados y garantizados por ese otro mundo ‘lleno de varones solos’, que dijera el poeta”, refiriéndose a José Moreno Villa.
“Si ser un hombre común y corriente —dice Rosario Castellanos— ya requiere una actitud ascética de renunciamiento, aunque no sea más que para lograr otras satisfacciones tan egoístas y mezquinas como las que se rechazan, pero más duraderas que ellas (porque elegir algo es sobre todo renunciar a lo que no es ese algo), ser un genio, esto es tener la necesidad más intensa de perdurabilidad, exige un sacrificio de todos los demás bienes a éste que se considera supremo. El genio no es sólo el que intuye desde un punto de vista más comprensivo, sino el que además pone su voluntad al servicio de sus intuiciones”.
El hombre común y corriente no se echa a cuestas la dura tarea de la sublimación de los instintos: “Sus expediciones apenas si se alejan de la tierra firme y no le es difícil, para hacerlas, encontrar compañera. Pero el genio, en cambio, es un solitario. Parece que se situara a tal altura que los débiles pulmones femeninos no pudieran respirar ese aire enrarecido. Algunas han querido escalar las cimas y nos han dejado el testimonio de su jadeo y de su asfixia. No es el clima propicio para ellas. Por eso siempre resulta un ligero desequilibrio de la comparación establecida entre un Beethoven, por ejemplo, y una Cecilia Chaminade, un Miguel Ángel y una madame Isabel Vigee-Lebrún, un Shakespeare y un Jorge Sand”.
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Pero, se pregunta la escritora, “¿de dónde nace esta desproporción? ¿Es que las mujeres carecen de espíritu, que su cuerpo no está dotado de los instrumentos indispensables a través de los cuales puede efectuarse el conocimiento y la acción específicos de los humanos? ¿No hay en ella ninguna manifestación espiritual? ¿Es correcto considerarla como el eslabón perdido entre el mono y el hombre, que se levanta sobre el primero y que sólo prepara al segundo pero no lo iguala? ¿No sufre esa necesidad de eternidad que atormenta a los hombres y los impulsa a crear?”
No basta con aceptar la incapacidad cultural de la mujer, si no habría que buscarle una explicación. Es más, Rosario Castellanos acepta todo lo que se ha dicho bárbaramente sobre la mujer (desde ese “naturalmente animal enfermo” de San Pablo hasta la definición de “varón mutilado” de Santo Tomás, desde las frases lapidarias d Schopenhauer hasta los desprecios verbales de Balzac) siempre y cuando haya una explicación razonable de tales improperios: “¿Por qué la mujer no había de advertir su limitación ni, una vez advertida, había de sentirse afectada por ella ni a tratar de ensancharla, cuando está dotada, para el conocimiento y la conducta, de un sistema nervioso tan complejo y completo como el del hombre, de un cerebro tan desarrollado como el del hombre? Nada hay en ella que se oponga a la aparición y al florecimiento de la conciencia de la muerte y nada puede inducirnos a creer que la vida no le parece digna de conservarse. Al contrario, las mujeres se apegan a la vida muchísimo más que cualquier hombre”.
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En su tesis, la poeta [“Amor, de ti saldrá mi arquitectura. / Tú, forma. Yo, materia. Ya la espera / me traspasa los tuétanos. Opera / y dale fundamento a la estructura. // Todo irradia de un centro: el de la pura / confluencia de tu sello con mi cera. / Márcame para siempre. La ternera / con dueño se ennoblece y transfigura. // Tatúame. Que en cada pezón mío / un mordisco equilibre tu albedrío / con mi deseo. Y graba en la hondonada // de mi vientre esa v que te proclama / varón de la constancia y a mí llama / de la virginidad siempre estrenada”] transcribe largamente tratados infames contra la mujer que han perdurado en la historia.
Arthur Schopenhauer (1788-1860), por ejemplo, dice que sólo con mirar el aspecto de la mujer se sabe que “no está destinada ni a los grandes trabajos de la inteligencia ni a los grandes trabajos materiales. Paga su deuda a la vida no con la acción sino con el sufrimiento: los dolores del parto, los inquietos cuidados de la infancia: tiene que obedecer al hombre, ser una compañera paciente que le serene”.
Según el filósofo alemán, “la razón y la inteligencia del hombre no llegan a su auge hasta la edad de 28 años; por el contrario, en la mujer la madurez de espíritu llega a la de 18. Por eso tiene siempre un juicio de esta edad, medido muy estrictamente, y por eso las mujeres son toda la vida verdaderos niños. No ven más que lo que tienen delante de los ojos, se fijan sólo en lo presente, toman la apariencia por lo real y prefieren las fruslerías a las cosas más importantes”.
También incluye los pensamientos del austriaco Otto Weininger (1880-1903), “el filósofo precoz y suicida”, para quien la mujer “no es otra cosa que sexualidad: el hombre es sexual, pero también es algo más. El hombre se preocupa por muchas otras cosas: la lucha, el juego, la sociabilidad y la buena mesa, la discusión y la ciencia, los negocios y la política, la religión y el arte. En las mujeres, pensar y sentir son dos actos inseparables. El hombre tiene los mismos contenidos psíquicos que la mujer pero en forma articulada y mientras ésta piensa más o menos en hénide (es decir, en nebulosa) aquél piensa ya en representaciones claras y distintas que se ligan con sentimientos determinados que le permiten separarlos de todo el resto”.
Para Weininger, “la capacidad de poder dar forma a un caos es propia precisamente de aquellos individuos que poseen la memoria más extensa gracias a su apercepción más general; es decir, la característica del genio masculino”. En cambio, dice el filósofo, “la mujer conserva únicamente una clase de recuerdos: los que se refieren al impulso sexual y a la procreación. Recordará vivamente al hombre que ha amado y al que la ha pretendido, su noche de bodas, sus hijos, así como sus muñecas, las flores que le han sido ofrecidas en los bailes a los que ha asistido, el número, tamaño y precio de los ramos, las serenatas que le fueron dedicadas, las poesías que ella imagina han sido compuestas para ella, las palabras del hombre que la ha impresionado y, sobre todo, sabrá reproducir con una exactitud tan ridícula como necesaria todos los cumplimientos que ha recibido durante su vida”.
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“En la mujer además no existe, en modo alguno —dice Weininger—, el problema de la soledad y de la sociabilidad. Precisamente por eso sirve especialmente para prestar una compañía (lectora, enfermera) porque jamás pasa de la soledad a la sociabilidad. Para el hombre la elección entre la soledad y la sociabilidad es siempre un problema, aunque algunas veces sólo le sea posible una de ellas. La mujer vive siempre, aun cuando esté sola, en un estado de amalgama con todas las personas que conoce y esto prueba que no es una mónada pues todas las mónadas tienen límites. La mujer es ilimitada por naturaleza, pero no como el genio cuyos límites coinciden con los del mundo, sino que jamás está separada de la naturaleza o de los restantes individuos por algo real. Esta amalgama es enteramente sexual y por ello la compasión femenina se manifiesta siempre por un acercamiento corporal al ser que la inspira; es una ternura animal que debe acariciar y confortar”.
Moebius (1790-1868), con “paciencia germánica”, a decir de Rosario Castellanos, “acumuló datos para probar científica, irrefutablemente”, que la mujer es “una débil mental fisiológica. No es tarea fácil explicar en qué consiste la deficiencia mental. Puede decirse que es lo que se encuentra entre la imbecilidad y el estado normal”.
Desde el punto de vista total, dice Moebius,“haciendo abstracción de las características del sexo, la mujer está colocada entre el niño y el hombre y lo mismo sucede, por muchos conceptos, desde el punto de vista psíquico”.
Muchos quisiéramos, concluye Rosario Castellanos, “como las inconfundibles feministas [con las cuales ella niega formar parte de su coalición], protestar airadamente contra un destino tan monótono, tan arbitrariamente asignado y tan modesto. Pero la fidelidad a la convicción íntima nos lo impide. En efecto. Atentas observaciones de nuestras semejantes presentes y pasadas, de próximas o ajenas latitudes, despiadada introspección, nos convencen de que las teorías que hemos expuesto [las de Schopenhauer, de Weininger, de Moebius] son verdaderas, que las aseveraciones, por ofensivas que parezcan, son justas”.
Pero, advierte, “no confiemos ciegamente en ellas”.
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En el breve apartado de sus conclusiones, Rosario Castellanos asegura que no existe la cultura femenina: “La no intervención de la mujer en los procesos culturales puede interpretarse como una indiferencia hacia los valores, pero esta indiferencia tiene su origen no en una incapacidad específica femenina para apreciarlos (lo que tornaría inexplicable la conducta, aunque no sea más que excepcional y escasamente relevante, de algunas mujeres que sí han intervenido en los procesos culturales, que no han sido indiferentes para los valores), sino en una falta de interés hacia ellos, emanada, no de la inexistencia de una necesidad (la de eternizarse) sino de la posibilidad de satisfacer en otra forma dicha necesidad”. Que cuatro mujeres, a partir del año 2000 hasta hoy, hayan estado al frente de la cultura mexicana no necesariamente significa, pues —siguiendo las cavilaciones de Rosario Castellanos—, que ellas la hubieran producido, o establecido, o fundamentado.
Su tesis la escribió cuando contaba con 23 años de edad. A los 46 aceptó ser embajadora de México en Israel en el gabinete del presidente Luis Echeverría Álvarez, muriendo trágicamente en ese país en 1974 en un accidente casero. Curiosamente, Rosario Castellanos, ya grande (que es un decir, ya que incluso la escritora falleció antes de arribar al medio siglo), negó su propia tesis. “Es un libro viejo que ya no me atrevería a sostener”, dijo a Poniatowska, quizás convencida de la pesarosa realidad femenina.
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Una feminista sin querer serlo, sin arroparse por completo en esa vestidura. El feminismo orgulloso de Rosario Castellanos se permitía, con educación, discrepar de numerosos puntos de vista masculinos, mas no descartando ciertas cargas, o tradiciones, que la mujer llevaba encima asumiendo, de paso, una cortedad inofensiva. Pero la inteligencia de Rosario Castellanos era, sin duda, radiante.
Enumero varios botones de muestra, tomados de su segundo libro póstumo El mar y sus pescaditos, de 1975, su tercer volumen de ensayos.
- “Es preciso inventar otros temas, otras maneras narrativas, otras actitudes ante el mundo y ante el quehacer literario. Es preciso inventar, otra vez, al hombre”.
- “No es fácil descubrir al hombre si contemplamos el mundo con una mirada que se despoja, propositiva y voluntariamente, de prejuicios morales, psicológicos y estéticos, de compromisos políticos, de anhelos redentores, de proyectos de acción. No es fácil descubrirlo porque se confunde entre los inagotables objetos: ese mundo en el que el hombre carece de una estatura y de una ubicación específica”.
- “El espíritu: el reino entero de lo imaginario”.
- “Una chimenea apagada en literatura es una chimenea apagada, pero también –y quizá más que eso– es la melancolía de Ana de Ozores”.
- “El universo, dice Robbe-Grillet, es superficie. Y detrás de la máscara no se oculta ningún rostro”.
- “El uso del verbo describir invalida el de otros que durante siglos pretendieron suplantarlo: penetrar, desentrañar, revelar, interpretar, dotar de sentido, componer, modificar”.
- “¿Acaso en nuestra experiencia cotidiana no encontramos, en cualquier parte, a una persona de la que ignoramos el pasado, de la que no nos interesa el porvenir, en cuyo apelativo no paramos mientes y con la cual charlamos una tarde entera?”
- “A este rey destronado que es el hombre sólo pueden ocurrirle anécdotas triviales y, lo que es más, ambiguas. Su memoria es turbia, sus proyectos vacilantes, sus desplazamientos siempre sujetos a rectificación”.
- “El único compromiso que, de manera lícita, es capaz de asumir un escritor es su compromiso con la literatura”.
- “La única declaración —sobre el hombre, sobre el mundo—de la que el autor se hace responsable es su propia obra. Lo que dice es como lo dice. Y nada más”.
- “Han expuesto sus doctrinas con tal brío y lucidez, con tal constancia polémica, que la crítica se lamenta de que gasten la pólvora de su talento en los infiernillos de la argumentación”.
- “El balbuceo se extingue en el silencio”.
- “Reconstruir no es ofrecer una impresión del mundo sino fabricar un simulacro, otro mundo que se asemeje al primero sólo que más accesible a la inteligencia”.
- “No existe ninguna diferencia entre la actividad científica y la artística. Ambas proceden de una mímesis fundada no en la analogía de las sustancias sino en la de las funciones”.
- “Tocar el lenguaje es desatar una reacción en cadena. Ninguna palabra puede ser escrita a la ligera”.
- “El arte es largo y, contrariamente a lo que pensaba Machado, sí importa”.
- “¡Qué delicia dejarse arrastrar por un torrente impetuoso para que ya no sea la libertad propia la que nos gobierna, sino la arbitrariedad ajena! ¡Qué alivio permitir al estruendo que nos rodee y que nos invada para que así no se escuche la voz de la reflexión! ¡Cuántos silencios, cuántas hipocresías nuestras, cuántas concesiones a la opinión pública se reivindican en las páginas demoledoras de los ídolos de la multitud, en las cóleras magníficas, en la desafiante desnudez de quien ha osado arrostrar todos los riesgos de ser él mismo y de mostrarse tal cual ha querido ser!”
- “La vida que no nos atrevemos a vivir queremos que nos la cuenten los que la vivieron”.
- “En el inconsciente colectivo de México todavía se yerguen deidades antropófagas, todavía se estremece el ulular de víctimas desolladas, todavía no se entierran los cuchillos de obsidiana”.
- “¿La obra no está alumbrada por el sol de la soberbia?”
- “¿Por dónde empezar a romper el círculo vicioso de la familia? ¿Por exigir padres responsables? Está muy verde. Pensemos mejor en madres que no aprovechen el trance de su agonía para cargar a sus hijos con el fardo del rencor bajo el que se doblegaron siempre dándoles el nombre de abnegación”.
- “Pureza es el poder de contemplar la mancha”.
- “Literatura: verbo que ha encarnado bajo la especie de la belleza”.
- “¿Qué nos falta para alcanzar la plenitud, para tener acceso al mundo de lo propiamente humano? Aparentemente voluntad, tesón, constancia. Pero, en verdad, de lo que carecemos es de memoria”.
- “El escritor es cómplice. Así que, en vez de revelar, encubre”.