1
De regreso de Tabasco, luego de ofrecer un taller de literatura, digo a la azafata que, por favor, me traiga un delicioso plato de cereales con su correspondiente complemento, y René Avilés Fabila, a mi lado, confirma para sí un similar platillo, si bien me precisa que habría que eliminar de la frase ese “delicioso plato” porque los platos son bellos, hondos o de diseño funcional, pero no deliciosos pues no se comen, argumento sin duda razonable. El vuelo es casi de madrugada. El Sol aún no salía cuando ya estábamos acomodándonos en los asientos, yo en la ventanilla que daba justo en el ala izquierda del avión.
―Un desayuno clásico ―nos dice la señorita con una encantadora sonrisa.
Estas cosas ya no suceden hoy. Ahora hasta te muestran el menú para que pidas lo que hay en el servicio, siempre que lo pagues, como en los restaurantes. Antes no. A veces incluso se comía bien mientras las nubes pasaban a tu alrededor; o, mejor dicho, mientras el avión pasaba en medio de ellas.
Nos trajo el plato, casi rebosado de leche.
Le dije que no con la cabeza. Igual hizo Avilés Fabila. Se nos quedó mirando de manera extraña.
―Lo quiero clásico, señorita ―le dije, con amabilidad―; es decir, cerveza con corn flakes, por favor ―y le devolví el plato hondo, casi rebosado de leche.
También René se lo devolvió, incomodado por el mal servicio.
No nos trajo ni cereal, ni leche, ni plato, ni cerveza, y no nos volvió a dirigir la palabra durante todo el vuelo.
A veces, sí, también se pasaba hambre en los aviones.
2
Ella era de Coahuila; él, de Durango. Se enamoraron, pero un día él, dando un solo paso hacia atrás, retornando a su ciudad natal, la dejó abandonada en Torreón, y ella lloró su partida, mirándolo cómo se difuminaba de a poco.
Se llama Olga, y desde entonces cree en las fronteras geográficas, aunque sólo las separe un semáforo. Yo le digo que no es para tanto, que no exagere. Porque a partir de aquel día desprecia a los duranguenses, si bien, desde mi perspectiva, no se diferencian en nada de los coahuilenses. Es como si un campechano dijera que es yucateco, o un yucateco afirmara haber nacido en Campeche. Nadie, o casi nadie, notaría la diferencia.
Pero Olga dice que los duranguenses son más feos que los coahuilenses, y me temo que lo dice por ardores de la pasión, no por circunstancias realmente físicas.
―Si fuera de Durango ―me dice, con su bonita sonrisa―, yo no te gustaría ―porque da como un hecho que a mí ella me gusta, y está en lo cierto.
No obstante, no creo en lo que dice.
Tuviera las mismas piernas, por lo menos. Y creo que lee mi pensamiento, porque aduce, con prontitud:
―No, no tuviera estas caderas, que a ti te gustan ―pero no sé cómo esta mujer sabe que también me gusta esa parte muy suya, anteriormente también del infortunado duranguense, supongo.
No lo creo, pero Olga me asegura que está en lo cierto. Mas la comprobación de su teoría es harto compleja. Porque necesitaría, simultáneamente, a dos Olgas para corroborar tal premisa: una duranguense y una coahuilense, que no tengo a la mano.
Y Olga se va, dejándome en medio de estas dos ciudades norteñas, en una calle que no sé si es coahuilense o de Durango, mirando a las muchachas que pasan, con la risa como fuente en la boca, ignorando si son de Coahuila o duranguenses, tratando de no mirar más allá de sus ojos para no meterme en enredos corporales geográficos.
3
En Oaxaca luego ocurren cosas muy extrañas.
Acaso 1993. Voy a una Guelaguetza. Después se suceden las copas con distintos periodistas, y la charla se agolpa a medianoche.
Entonces me retiro al hotel. En el cuarto, a solas, me tomo otro ron mientras miro, no viéndolas, las imágenes televisivas. Quizás a las dos de la mañana, o un poco menos, tocan a la puerta. Me levanto, extrañado.
Abro, sin preguntar.
Es una mujer hermosa, con vestido ceñido a su rebosado cuerpo. La miro, queriéndola mejor ver a bocajarro, sin saber qué decir. Ni yo ni ella decimos nada. Sólo nos miramos.
―¿Puedo pasar? ―pregunta.
Dejo que se introduzca lentamente, la mujer. Y se sienta en la cama.
―Soy parte de su viaje ―dice, de pronto.
No entiendo.
―Soy suya, estoy a su disposición, soy su Guelaguetza ―dice sin turbación, pero sin poesía.
La veo, y la miro mirando otras cosas, cruza las piernas, suspiro, irradia de sensualidad, o de procacidad, no sé exactamente qué.
―¿Me desnudo? ―pregunta.
Digo no con la cabeza. Le ofrezco un trago. Acepta. Y platicamos hasta las cuatro o cinco, y le digo que ya cumplió con su trabajo, que puede irse satisfecha, que su charla me ha reanimado.
―Pero si dice que no hice nada me voy a meter en problemas ―indica, mirándome ya en confianza.
―Diré que el suyo es el más hermoso cuerpo de todos cuantos han mirado jamás mis ojos ―le digo para no afligirla.
Se va y yo me duermo, con prontitud.
En el desayuno, los reporteros cuentan sus experiencias respectivas con las prostitutas que les han caído de un desmesurado cielo. Todos se ven agradecidos y beneficiados.
―Ha de haber sido bella la que te enviaron, maestro ―me dice un periodista.
Afirmo con la cabeza.
―Hablaba como un ángel, lo de más era lo de menos ―contesto, y pido al mesero un ron con urgencia.
4
En Aguascalientes, en torno al maestro Sergio Cárdenas, entonces titular de la Orquesta Sinfónica Nacional, los periodistas charlábamos sobre numerosas cuestiones de la cultura y temas afines. Las bebidas empezaron a subir de tono. Y una reportera, a la que no habíamos visto beber nunca antes en la vida, pedía un trago tras otro, callada, sin decir nada, en absoluto silencio. Sólo acercaba su vaso al centro y, solícitos, cualesquiera de nosotros procedía a llenarlo.
Así, una y otra vez.
El mesero se acercó para servir un delicioso plato (habría que eliminar de la frase ese “delicioso plato”, ya me había advertido el narrador Avilés Fabila con justificada razón, porque los platos son bellos, hondos o de diseño funcional, pero no deliciosos pues no se comen)… un hondo plato de botanas, que ya hacían falta.
Y la reportera, de súbito, cambió su rostro. Era notoria su hambre, pero el platillo le quedaba lejos.
Y vino la catástrofe.
Habló, por fin, arrastrando su tenebrosa voz:
―Meee passan un shissssharrron, por favorrr…
Manuel Blanco, presente en aquella grata reunión, tomó un fragmento grande del bendito alimento y se lo dio a la ansiosa reportera, no sin antes dar una lección a los ebrios no experimentados en los tormentosos vericuetos de la bebida, y nadie como él, un veterano de estas aficiones, para airear en ese momento las palabras justas:
―Cuando estás bebido suple, siempre, la ch por la t para que no se deslicen tus decires y simular tus estragos…
Entonces yo le pedí al buen Manuel Blanco el favor de alcanzarme un rico titarrón, si no lo incomodaba.
Y todos, ignoro la razón, se echaron a reír, ebrios que ya estaban.
5
Los organizadores estaban tranquilos. Servían el ron como si las horas no transcurrieran. Apenas el Sol se abría camino en la mañana gris. Mi avión salía a las once. Y viajaba con una reportera. La noche anterior había cerrado el encuentro literario. En Tuxtla Gutiérrez la llovizna parecía no tener fin.
Yo miraba la hora, un poco nervioso. Pero los organizadores me llamaban a la cordura. “Bebe en paz”, me decían. Y la reportera también se animó. “Nunca había desayunado ron”, dijo, “pero no está mal, mientras no se me haga costumbre”, dijo, y todos reímos. Eran los albores de los años noventa. Yo tenía que estar en el periódico en la noche para apuntar las órdenes de trabajo del día siguiente. Los reporteros se comunicaban antes de las nueve de la mañana para saber qué tenían qué hacer, de modo que no podía estar yo ausente. Y así se los hice ver a los bonachones organizadores, que por cada minuto alteraban sus tonalidades vocales.
Y me servían otra copa. Y también a la reportera, que empezamos a mirarnos de una manera extraña.
Cuando sonaron las diez en el reloj del centro de la casa, por fin el anfitrión dijo al chofer que por favor nos llevara al aeropuerto. “Están a tiempo, vaya sin prisa”, ordenó, y el chofer, que no había tomado una sola copa, nos condujo al auto. Nos despedimos entre abrazos y risas.
―¿Llegaremos a tiempo? ―preguntó la reportera, con los ojos adormilados por la bebida, y puso su mano en la mía, como si fuéramos dos amigos de toda la vida.
El chofer dijo que no nos preocupáramos.
―Aquí en Tuxtla los aviones jamás salen a tiempo ―dijo, y calló durante el resto del viaje.
Como nos habían llenado los vasos, la reportera y yo jugábamos con nuestras manos en silencio.
Antes de llegar al aeropuerto vimos con nuestros asombrados ojos cómo un avión tomaba vuelo rumbo a quién sabe qué destino.
Que era la Ciudad de México, según fuimos informados cuando nos presentamos en el mostrador con nuestros boletos.
―El avión ya partió ―nos dijo la señorita con una indolencia que me partió el corazón.
¡Pero yo tenía que estar a más tardar a las nueve de la mañana en la redacción y no había otro vuelo sino hasta veinticuatro horas después!
Le dije a la reportera que lo sentía mucho pero yo tenía que regresar en autobús, y ella, sonriente, dijo que no me abandonaría.
El chofer nos llevó entonces a la terminal y tomamos el primer camión hacia la capital, no sin antes comprar medio litro de ron para el camino (porque las cosas eran distintas en aquellos tiempos, no como ahora que no se puede pasar ni una cerveza).
Llegué justo a tiempo para redactar las órdenes de trabajo, profesional que es uno.
René fue mi maestro en un Taller de Literatura hasta allá en CU !!!!! Y mira donde me lo re-encuentro. Porque ahora que estoy cambiando mis libros, me lo acabo de encontrar.
Mi querido Josué: te dejo este texto de René para egoteca:
José Antonio Gurrea Colín, ¿periodista, literato o ambas cosas?, de René Avilés Fabila
Hasta hace algunos años, el periodismo y la literatura parecían, a los ojos de las mayorías, distantes entre sí. Cuando un literato publicaba una crónica o un reportaje, los editores procedían a separarlo de sus novelas y relatos. Es el caso de Hemingway. A la inversa también sucedía. Muchos excelentes periodistas que pasaron a la literatura, fueron vistos como advenedizos o figuras menores de las letras. Por fortuna hoy las cosas han sufrido profundas modificaciones y todas las nuevas teorías que el Nuevo Periodismo de Tome Wolfe ha permitido, nos dejan ver que ya el periodismo y la literatura no son como nuestros mayores lo pensaban. Con frecuencia insospechada la literatura y el periodismo han ido de la mano. El periodismo debe ser (es) posibilidad de creación, de una prosa aguda y trabajada. De este modo escribieron Renato Leduc y Salvador Novo y dejaron en sus crónicas materiales perennes a pesar de haber sido escritas con la rapidez del caso. Y aquí está un problema grave: el tiempo, la necesidad de entregar la nota, el reportaje o la columna, de inmediato para evitar que envejezcan en un mundo de alta tecnología informativa. A diferencia del periodismo, la literatura tiene al tiempo como un aliado. La novela o el poema pueden ser pulidos una y otra vez, hasta que el autor considere que alcanzaron brillantez o calidad. Pero si el periodista es un buen escritor, culto, está familiarizado con los géneros literarios y periodísticos y es capaz de fusionarlos inteligentemente, entonces aparece un periodismo distinto y superior que derrotará al tiempo.
Las barreras tradicionales son derribadas. Pasamos del nosotros al yo. Nadie tenía por qué utilizar el plural, ni siquiera cuando el mal periodista grita ganamos, luego de concluir un juego de futbol. Yo no gané, ni siquiera me importa este deporte. Cuando José Luis Cuevas hizo periodismo cultural no pluralizó, nunca recurrió a la tercera persona, sus historias, crónicas y sueños eran su visión del arte, de un suceso social, de la pugna con un crítico, es decir, algo singular, la primera persona, el yo. De tal forma está hecho el periodismo cultural, allí es donde la subjetividad crece y a veces se hace insoportable, pero son los riesgos a correr. El filme, la obra dramática, la novela o la ópera, están en la manera de mirar y sentir del periodista cultural, no en el conjunto de los espectadores. Sabemos que la objetividad en los medios es algo inexistente; en el periodismo cultural el problema se agudiza y ello lo hace más atractivo y lo acerca más a la creación. Hay que eliminar las fronteras que se interponen entre el arte y el periodismo.
Es en las secciones y suplementos culturales y en las revistas literarias, es donde con mayor entusiasmo puede llevarse a cabo el nuevo periodismo. Ante el convencionalismo que suelen asumir los directores y jefes de redacción, quedan las páginas donde el arte permite libertades insospechadas. Es, pues, un mundo para los audaces, aquellos que han logrado unir los valores del periodismo y la literatura y desean ir más allá de lo conocido en el diarismo. El problema es que la mayoría de los suplementos y secciones culturales mantienen una solemnidad trasnochada y un respeto servil a los conceptos establecidos, como si no fueran susceptibles de modificaciones.
Si bien las reflexiones son siempre optimistas, en los hechos concretos, diarios y revistas no parecen proclives a dejarse llevar por el arrebato del cambio periodístico y a veces ni por el periodismo cultural. Muchos diarios carecen de suplemento y de sección cultural, guardan silencio sobre este tema; no produce ganancias, dicen, lo que es falso. Es entonces cuando vemos aparecer la propuesta juvenil en forma de revista literaria marginal. Son muchos los ejemplos y poca su duración. En estas publicaciones, ahora en Internet, los jóvenes experimentan, juegan con la literatura y el periodismo; sin embargo, no siempre cuajan en obras más consistentes. Las generaciones siguen intentando agruparse y expresarse a través de este tipo de materiales. La tarea no es sencilla, faltan apoyos y los costos de impresión no son fáciles de cubrir. Sobresale la vocación, desde luego, sólo que cuando aparece ante los ojos del gran público lector, llega en forma de libro, de obra de ficción, aunque a veces pueda tomar la forma de novela histórica o de algún género periodístico como la crónica y el reportaje. O va a Internet, donde existen mil posibilidades insospechadas.
Pienso en todo esto cuando tengo ante mí un libro fascinante: Periplos, crónicas de viaje, de José Antonio Gurrea Colín. Las crónicas de viajes fueron en el pasado un género popular, exitoso y entretenido, que dejó extraordinarios testimonios para enriquecer el trabajo de los historiadores. Cito un caso al azar: Un viaje a México en 1864, de Paula Kolonitz, una dama de alcurnia que acompañaba a la pareja imperial, a Maximiliano y Carlota en su trágica aventura en México. Sin proponérselo, la mujer culta e inteligente dejó un buen memorial de aquellos años aciagos. Como éste, hay cientos de crónicas de viajes, que suelen tener como característica esencial la amenidad y el interés por lugares ajenos y personas que jamás veremos. José Antonio, quien (como notaremos adelante, también escribe cuentos) ha ejercido el periodismo, un diarismo agudo y talentoso, en multitud de medios, sobre todo en El Financiero, relata sus andanzas por Berlín, Belice, Tulum, La Habana, Sarajevo, Ámsterdam y otras ciudades y países. Nos da una información rica utilizando un lenguaje que atrae y nos permite ver a través de los ojos del narrador. Allí está devastado Sarajevo o sus intensas observaciones sobre la desaparición de la utopía en la que muchos creímos. De La Habana a Berlín, una distancia enorme que permite comprobar el estado real del socialismo soviético, del modelo que trataron de imponer a su imagen y semejanza y que a la larga fue un total desastre. José Antonio me recordó lugares y escenas que pude ver en viajes y a través de lecturas y que revitalicé a través de sus observaciones y reflexiones. Los símbolos del arrogante imperio creado por Stalin se hicieron suvenires, han dejado paso a la venta de recuerdos, las medallas a los héroes de la atroz guerra para derrotar a los nazis, las insignias, eso y más José Antonio Gurrea lo vio y como tal lo cuenta y nos sobresalta. No es fácil escribir sobre un imperio recién desaparecido, una utopía imaginada por pensadores de notable brillantez, pero puesta sobre débiles pies de barro y aparentemente consolidado de manera brutal. El cronista mexicano, nuestro cronista recorre ciudades, calles, recuerdos, toma nota de grandes o pequeños sucesos, aquí habla de la prostitución, allá de los recuerdos de una guerra, en otro lado de las bellezas de una ciudad. José Antonio nos transmite puntualmente lo que sus ojos bien abiertos observaron y al hacerlo con un bello lenguaje, ameno, ágil, nos enriquece.
Cómo no recordar Ámsterdam, donde como bien precisa el cronista, “la prostitución es un asunto añejo”. Las putas en las vitrinas, los espectáculos de sexo en vivo. Estamos ante un periodismo que cautiva y nos pone en el mismo sitio que Gurrea visitó. Como bien dice el talentoso Víctor Roura en la cuarta de forros del libro: “No se trata sólo de mirar, sino de saber mirar.” Kapuscinski podría añadir y de saber escribir lo que se mira. Y en esto está el secreto de ese periodismo nuevo que se equipara a la arrogante literatura. Estoy seguro que quien lea las crónicas de viaje de José Antonio, dentro de más años, podrá ver las cosas como él las vio, a causa de su enorme capacidad de narrador. Aunque el periodista tiene una postura política clara, no ofende, no irrita a quienes no la comparten, absortos como están en la crónica de viaje. Su trabajo es atractivo, quizá subyugante.
Pero hay otro José Antonio Gurrea Colín, el que se adentra en la literatura y sabe aprovechar su capacidad para relatar, para contar historias, como lo prueba en Atisbos, una atractiva selección de cuentos. El periodista, sin dejar de serlo, dueño de las palabras, acepta el papel de la imaginación y lo usa. El libro de cuentos de José Antonio aparece en un país de cuentistas notables: Rafael F. Muñoz, Juan de la Cabada, José Revueltas, Rafael Solana, Juan Rulfo, Juan José Arreola, Guillermo Samperio, etcétera. Sin embargo, tiene un toque especial, que tal vez, no soy crítico literario, esté en su modo de relatar la historia, en los recursos técnicos por él utilizados… “El cuento moderno -dice Menéndez Pidal- es un arte absolutamente personal. Es un género literario lo mismo que otro cualquiera. Cada cuento pertenece exclusivamente a su autor, como le pertenece la novela, el drama o el soneto que haya escrito. Estas producciones individuales reniegan del pasado; no quieren tener más antecedentes que su único inventor, quieren que en él comience su historia y en él acabe: ‘mi ingenio las engendró y las parió mi pluma’”, concluye citando a Cervantes. Y dentro de esta tesitura es que el cuentista José Antonio Gurrea se mueve, con un gran dominio sobre los personajes y las situaciones, sobre el idioma, su idioma. Parece una perogrullada, tal vez lo sea, pero sus cuentos son sus cuentos y eso es lo que llamamos estilo literario, algo difícil de obtener y que es posible equiparar a las huellas digitales. ConAtisbos, Gurrea deja claras esas huellas, su estilo. Cada escritor es diferente de otro. José Antonio, en consecuencia, es distinto, es peculiar, novedoso y es un excelente narrador, muy personal, con lecturas bien asimiladas.
Hay una definición francesa de cuento que me gusta: es un trozo de vida, un fragmento, una rebanada de vida muy intensa. Es detenerse en un punto del rostro de una mujer que llora, como en “Talpa” de Rulfo, en un gesto de dolor del gaucho que agoniza en la literatura de Borges, mientras que en la novela, la novela-río, en especial, cabe toda la vida, como pedían H. G. Wells y Virginia Wolf. Los cuentos son miniaturas chinas, valses de Chopin, música de cámara, la novela son las óperas de Wagner, los frescos de Diego Rivera de Palacio Nacional. Si uno debe leer con atención opiniones y definiciones de grandes novelistas, hay en ellos nostalgia por el cuento, por el género perdido o poco cultivado, porque el prestigio de la novela abruma y aterroriza.
Cuando Eusebio Ruvalcaba precisa, con otras palabras, en la cuarta de forros que José Antonio es un verdadero escritor, no exagera. Lo es. Y en cada relato hay pruebas de su talento. La manera en que narra: sus personajes cobran vida y saltan de las páginas para rodearnos, la habilidad de los diálogos, las descripciones que sólo pueden conseguir aquellos que tienen muchas lecturas y una experiencia intensa de observar el entorno.
Ahora, que me correspondió hablar de dos propuestas de un mismo autor, no sé por cuál sentir más aprecio. La periodística es poderosa, me puso en cada sitio visitado por José Antonio, la otra me dejó imaginar personajes tomados de la realidad tal vez o inventos de su propia imaginación, pero que en el papel están vivos y nos conducen por situaciones intensas. Pienso en los dos escritores, el periodista y el literato, se fusionan en ambos casos por una sola y simple razón: domina las palabras, sabe siempre abreviar, ahorrar las farragosas descripciones e ir a donde quiere llegar: al lector y enriquecer su vida. En Atisbos aparecen ocho relatos, como es normal, cada lector tendrá sus preferencias. Puedo decir que me gustaron todos, pero que, claro, es natural, unos más que otros. Entre mis favoritos están “La vela perpetua” y “Camaleones”. Pero, insisto, ninguno me dejó indiferente. Unos por la historia, el tema, otros por el tratamiento y sus personajes memorables como Pepe y Luisa. Uno más por el humor. En fin…
Gracias, José Antonio, felicidades por estos dos magníficos libros.