En septiembre de 2017, John Ackerman, hoy miembro del relevante consejo de selección de los nuevos consejeros del INE, posteaba su pronóstico sobre el proceso electoral de 2018 y la importancia de “derrotar al PRIANRD y al INE”. Iba más allá, decía que la lección más importante que había que aprender era que las instituciones electorales eran sus peores adversarios y llamaba a desconfiar del árbitro. Argumentaba que las instituciones y los partidos, a excepción de Morena, eran un estorbo para la democracia y que en materia de justicia electoral nos encontrábamos tan extraviados como aquel 1988.
En resumen, Ackerman promovía la visión de una democracia singular: monopartidista y sin instituciones electorales. Una “democracia” a modo que fortaleciera a unos en detrimento del derecho de otros. Una democracia donde el gobierno, y no los ciudadanos, contaran los votos.
Esa visión parcial promovida por el académico miembro de Morena ya ha causado estragos en la elección actual de los cuatro nuevos consejeros del INE, dañando la credibilidad de este proceso, aumentando la especulación y las consignas, y creando una espiral de desconfianza sobre varios perfiles propuestos que, de ser seleccionados, restarán fiabilidad y verosimilitud al órgano electoral y a sus determinaciones sobre las elecciones próximas y futuras.
Para aumentar dicha especulación, Ackerman no llegó al consejo técnico de selección como lo hicieran los otros miembros que fueron designados tanto por la Cámara de Diputados como por el INAI, sino que surgió a propuesta de la Comisión Nacional de Derechos Humanos; la misma Comisión que se vio fuertemente cuestionada meses atrás por la designación de un perfil también partidista (Rosario Piedra Ibarra de Morena) en una labor tan sensible como lo es la de señalar las violaciones a derechos humanos del actual gobierno.
Si bien el problema público radica parcialmente en la designación de perfiles partidistas en cargos que exigen independencia, el punto sensible en el fondo es que, para el caso del INE, la narrativa del fraude y/o las irregularidades queda inserta desde ahora, y seguramente será esgrimido por el bando que se inconforme con algún resultado electoral en las más de 21 elecciones que se hagan por un cargo de elección popular el próximo año.
Lo anterior es en sí una fuerte afrenta a la cultura democrática que ha costado 30 años normalizar y que genera un claro perdedor: el mismo organismo autónomo.
Si la corriente ideológica con la que empatiza Ackerman considera que sus recientes triunfos electorales se fundan en su capacidad para apoderarse de la narrativa del fraude y si los grupos contrarios a éste argumentan lo mismo, pues se sienten desde hoy afectados ante el desafortunado anuncio de López Obrador de que habrá de “vigilar” (¿intervenir?) en los próximos procesos, la capacidad del INE se tiende a nulificar por mutua exclusión y se crea un futuro incierto para la institución que puede terminar por cuestionar su valía y viabilidad.
Por esto, para defender al INE no basta con adherirse a una campaña que cuestione los perfiles evaluadores o los designados como nuevos consejeros. Tampoco basta con estar vigilantes del proceso que este 16 de julio tomará forma cuando el Comité Técnico de Evaluación envíe por fin a la Junta de Coordinación Política de la Cámara de Diputados los últimos 20 perfiles seleccionados.
Lo que se requiere es que como ciudadanos promovamos y abracemos la cultura democrática que reconoce y respeta un resultado electoral favorable o desfavorable. Lo que el INE requiere es una cultura democrática fuerte que lo impulse y fortalezca. El INE requiere de tu confianza, porque sólo de esa manera podremos detener el círculo vicioso de la narrativa del fraude y la retórica de quienes quieren desfondar al organismo para impulsar una democracia “a modo”.
#YoDefiendoAlINE