A principios de 2018, tuve que hacer un viaje de trabajo a Guadalajara. En paralelo con el equipo y materiales de trabajo, preparé mi sesión de observación de aves. Un día tenía junta a las 12:00 pm, así que tenía disponibles las primeras horas de la mañana para hacer una salida eficiente y estar de regreso a tiempo. Incluso planeé almorzar a las 11:00 en el hotel, cambiarme la playera, cambiar la cámara y binoculares por la laptop y mi equipo de demostración y llegar a tiempo a la cita, cuya locación estaba a cinco minutos a pie desde el hotel. Normalmente me programo así, con una comida como “colchón de tiempo” ya que si se me hace tarde en la pajareada, lo peor que puede pasar es que me quede sin comer, pero no pierdo mis citas.
Habiendo alistado el equipo, faltaba el sitio para pajarear. Consulté la página web de Aver aves/e-bird, donde pueden verse las especies que se han registrado históricamente en sitios de interés (llamados Hotspots) de una cierta región y temporada. Vi que en Guadalajara y sus cercanías había tres sitios que me interesaron: Bosque la Primavera, Bosque de Colomos y Barranca de Huentitán. Descarté la Primavera, puesto que estaba lejos y era importante para mí no desperdiciar mucho tiempo en los trayectos. Bosque de Colomos es un parque urbano y no ofrecía muchas especies interesantes, así que me decidí por el lugar más silvestre, que fue Barranca de Huentitán. Busqué la ubicación y la ruta desde mi hotel, verifiqué la carga de batería de la cámara y la tarjeta de memoria, así como la limpieza del lente. Coloqué la cámara en la maleta de mano, junto con mis binoculares, una gorra para el sol y mi botella de agua. Todo listo para salir temprano y poder llegar a la Barranca cerca de las 7 AM.
La Barranca de Huentitán es un espacio enorme que se conecta con la Barranca de Oblatos. En el fondo de la misma corre el Río Santiago, que nace en el Lago de Chapala y va a desembocar al mar a 562 kilómetros, cerca de San Blas, recorriendo áreas de los Estados de Jalisco y Nayarit. Incluso, marca la frontera entre ambos Estados a lo largo de 30 kilómetros. Sí, es uno de los ríos más largos de México y sin duda, uno de los más contaminados: Recibe residuos tóxicos de corredores industriales en Jalisco y aguas grises, cuando no francamente negras, de la Zona urbana de Guadalajara, de la que pasa demasiado cerca.
Huentitán es un lugar que los tapatíos usan para hacer ejercicio. Años atrás, algún gobierno municipal “hizo el favor” de instalar un empedrado muy irregular y aunque seguramente es algo bueno para evitar que en época de lluvias se haga un lodazal tremendo, en realidad sería mucho más cómodo bajar por un camino de tierra, que por ese camino de piedra desigual, en el que hay que ir mirando hacia el piso de cuando en cuando para no tropezar o torcerse un tobillo… La bajada parecía no tener fin y para mí, que tenía una reunión de trabajo posterior, era imposible pensar en llegar al Río. Me comentaron que bajar hasta el fondo y subir, puede tomar 5 o 6 horas. Muchas veces busco la cercanía del agua, porque es bastante probable que ésta atraiga a varias especies de aves. Desafortunadamente, me ha pasado en varias ocasiones que hago un esfuerzo por llegar a la orilla del río o laguna, sólo para encontrar que está contaminado, con tiraderos de basura y condiciones totalmente desfavorables para la flora y fauna… No lo había indagado previamente, pero por lo que leí y reseñé más arriba, parece que no me iba a a encontrar algo agradable después de bajar la barranca por dos horas.
En mi descenso alcancé a ver varias especies, entre las que me llamó la atención encontrar muy cerca entre sí a tres especies de calandrias: la de Baltimore, la de dorso negro menor o encapuchada y la de dorso rayado.
La temporada desde mediados del otoño hasta mediados de la primavera ofrece más variedad que el resto del año para las pajareadas, ya que además de las especies residentes, se encuentran en nuestro país las migratorias. Entre ellas me gustan mucho por su variedad y belleza los chipes, aves pequeñas e inquietas, en su mayoría insectívoras y arborícolas. Al seguir bajando por la barranca pude ver varios de ellos. La Perlita azul-gris y el chipe rabadilla amarilla, llegan a ser tan abundantes, que ya no es tan divertido encontrarlos, sobre todo porque a veces nos distrae su movimiento y nos apresuramos para verlos, sólo para descubrir que es “¡Osh, otra perlita!”, pero hay más especies de chipes: Pude ver al Chipe corona negra, al que llaman “el judío” porque su corona negra recuerda a un solideo, al Chipe cabeza gris y uno de mis favoritos: el Chipe trepador, que tiene un hermoso plumaje a rayas en blanco y negro y que muchas veces puede verse de cabeza, recorriendo los troncos de árboles en busca de su alimento.
En una barranca semiárida, no podían faltar los zopilotes, patrullando desde el cielo. En este caso, se trataba de Zopilotes aura, o cabeza roja, que son unos maestros para aprovechar las corrientes ascendentes de aire, por lo que casi siempre van planeando y sólo aletean ocasionalmente.
Sin embargo, la mayoría de las aves no estaban sobre el camino principal, sino que había que aventurarse por pequeñas veredas laterales, un poco más alejadas del paso de la gente, donde se empezaban a escuchar más cantos y a verse más movimiento entre las ramas de los árboles.
Había un parche de flores (aún en febrero) que una chica que me vio con los binoculares me señaló, donde pude ver varias especies de colibríes, como el corona violeta y el pico ancho.
Este parche de flores estaba a un costado de la vía férrea, que es algo así como una “Vía Express”, ya que discurre en un ángulo muy empinado y la utilizan actualmente sólo los deportistas más audaces. Unos cuantos metros a lo largo de ella y se siente el esfuerzo en las rodillas y tobillos, en la bajada y en una respiración agitada, en la subida.
En esta zona encontré especies más interesantes, como las Passerina versicolor y caerulea, Colorín morado y Picogrueso azul, respectivamente. El género Passerina consta de siete especies, hermosas todas y que siempre es agradable ver. Estas aves están en la misma familia que los cardenales, teniendo algún parecido físico con ellas.
Pasó volando un cucú ardilla, que es un ave grande y magnífica, color canela y con una enorme cola, así que me preparé para ver dónde perchaba e intentar fotografiarla ¡Y así como pasó, desapareció! A veces no puedo creer, cuando un animal semejante, grande y vistoso, de repente se vuelve invisible para mí… Tengo mi propia broma personal, en la que pienso o digo en voz alta “saltó a un universo paralelo”, puesto que muchas veces esa ave se esfuma y no vuelve a aparecer, en varias horas más de pajareada.
A mi lista se agregaron el Papamoscas Hui, el Carpintero Mexicano y e Cabezón Degollado, lo cuál mejoró mi lista de especies para la salida y también para mi registro histórico personal para el Estado de Jalisco.
También pude ver el Vireo amarillo, un ave muy llamativa, que había visto muy pocas veces y siempre, en el Estado de Morelos, que es prácticamente el límite de su distribución, porque en realidad se distribuye por el oeste tropical de México, incluyendo las Islas Marías. Es una especie endémica de México, que se distingue por su color de la mayoría de los vireos, de plumajes más bien grises y ocres. El hábitat en que prospera es el bosque seco, las sabanas y los matorrales secos, tropicales y subtropicales.
En esta parte de la barranca, el terreno estaba todavía más accidentado que el camino de piedra que mencioné antes: Era rocoso y entre este relieve sobresalían las nudosas raíces de los árboles. Estaba pensando en que había que andar con cuidado, cuando de pronto en una fronda, vi un ave saltando de una rama a otra. Estaba a a contraluz y no alcancé a identificarla, pero no parecía ser un chipe. Queriendo buscar un mejor ángulo, rodeé el árbol, para tener la luz a favor. El pájaro se me perdió por algunos segundos, hasta que volvió a mostrarse, pero no estaba a descubierto, sino entre las ramas. Ahí pude ver que se trataba de un vireo, pero ¿Cuál de ellos? Así que seguí esforzándome para tenerlo a la vista sin obstáculos y finalmente saltó a un claro. Era mi oportunidad y les disparé en los breves segundos que me lo permitió, volviendo a cubrirse después. Era solamente una pequeña rama la que me estorbaba, pero le cubría el ojo y el pico (Eso es bastante frecuente y molesto). Si me movía un poco más hacia la derecha parecía que podría librar la rama y eso intenté, porque el pájaro se había quedado quieto. Sin quitar la vista del vireo, con la cámara lista y con mucho sigilo me puse en movimiento…
Pero en vez de vigilar al ave, hubiera sido prudente mirar dónde pisaba, porque mi sigilo de ninja se vino abajo estrepitosamente, cuando mi pie tropezó con una de las raíces del árbol. Hay caídas que transcurren como en cámara lenta y que dan oportunidad a reaccionar… Ésta no. En una fracción de segundo estaba en el suelo, el reflejo me alcanzó para tratar de meter la mano izquierda y levantar la cámara en la derecha, pero la inercia del golpe me extendió el codo y latigueó mi muñeca y pude escuchar el crujido cuando el lente chocó contra el piso pedregoso.
El lente era (Todavía es, por suerte) un zoom 18-400mm, muy compacto y versátil, que me permite captar desde paisaje hasta vida silvestre y que tengo específicamente para los viajes de trabajo. Por supuesto que no espero de él la misma calidad y desempeño que el zoom 200-500mm que uso sólo para naturaleza, pero que en peso y volumen es más del triple que el 18-400. Si llevo el grande, necesito una maleta adicional y otro lente para temas como paisaje, insectos, flores y foto callejera, o bien resignarme a usar la cámara del celular para dichos temas.
Después del golpe, me levanté e hice rápidamente varios disparos de prueba, apuntando a objetos cercanos y lejanos, verificando que el binomio cámara-lente enfocara bien y que las fotos resultantes fueran normales. Por lo menos a la vista de la pantalla de la cámara, parecía que todo funcionaba bien. Al mirar un poco más a detalle, el parasol se había estrellado y había como un polvo atrapado dentro del lente, pero no vi que esto afectara las imágenes. Aproveché el momento para regresar a ver las pocas fotos que había captado del vireo “incógnito”, antes de mi caricaturesca caída. Bueno, por lo menos había logrado unas tomas. Sin mucho detenimiento pensé “es Vireo cassini o solitarius, ya lo checaré luego”.
Fue hasta entonces, que me percaté de un líquido tibio que sentí fluir despacio por mi espinilla, acompañado de un dolor que subía de intensidad. Instintivamente supe que no era una lesión grave y lo que más me preocupaba era que la sangre no traspasara la tela del pantalón, puesto que tendría una junta más tarde y había previsto cambiarme la playera pajarera por una camisa, pero no el pantalón, que se había empolvado, pero felizmente no se rasgó ni se manchó.
Subí con cuidado la tela y llegué a la herida. Era un raspón fuerte, pero no profundo. Traía un poco de alcohol en gel en mi mochila y afortunadamente tenía un par de servilletas, de las cuáles una me sirvió para limpiar la herida con alcohol y arranqué una hoja de la otra, para dejarla pegada sobre el corte, a manera de gasa, para que se adhiriese y favoreciera la coagulación.
Me dije a mi mismo “Es tu señal, para empezar el regreso” y así lo hice. Pero la subida me cobró la afrenta que hice a la gravedad durante la bajada y se hizo más pesada aún, porque empezaba a hacer calor y me dolía la pierna, aparte de la descarga de adrenalina causada por el susto con la cámara, por lo que me pareció eterno el trayecto de subida. Con una mezcla de envidia y admiración veía subir trotando a los deportistas que con toda probabilidad hacen su rutina de ejercicio ahí a diario y van por la pendiente, ligeros y seguros como cabras.
Eventualmente llegué a la salida, emprendí el regreso al hotel y según mi plan, alcancé a asearme y a cambiar la playera, para almorzar y llegar a mi junta sin sobresaltos. Ahora pienso que sin el percance, tal vez me hubiera ganado la tentación de seguir pajareando un largo rato más, con las consecuentes prisas y perdiéndome el almuerzo, como ya me ha pasado en otras ocasiones.
“Pajarear” en solitario tiene la ventaja de ir al paso que uno desee, elegir el recorrido y ser libre de decidir en todos sentidos, pero hacerlo en compañía de un pequeño grupo, además de ser agradable, permite que varios pares de ojos busquen en diversas direcciones y en su caso alerten a los demás de las aves, que a veces solamente pasan fugazmente y pueden quedar desapercibidas si uno no está mirando precisamente en esa dirección. También en comité, se puede discutir y revisar un avistamiento en particular, aportando elementos entre los observadores y llegando frecuentemente a una identificación correcta…
Cuando uno va solo y encuentra una especie no muy común, o difícil de distinguir entre varias del mismo género o familia, uno se apoya en las guías de campo y busca las marcas de identificación, determinando la especie, a su mejor entender. Una vez que uno publica sus fotos en redes sociales, a veces recibe uno correcciones, por haber interpretado e identificado mal. Afortunadamente, en los grupos hay gente experta, que señala el error y evita que éste se propague. Pero no todo es dulce y suave: Estando en campo, a veces el avistamiento es muy breve, o en condiciones desfavorables para la visibilidad, también puede faltar una buena foto, o el individuo puede presentar características ambiguas y entonces puede desatarse la polémica de identificación entre los observadores, ya sea en la misma pajareada, o posteriormente, cuando los pajareros publican sus fotografías.
Ya de regreso en la Ciudad de México, al procesar las fotos y revisar mis listas de especies, me encontré nuevamente con las fotos del Vireo y sin mucha reflexión, lo etiqueté como Vireo de Cassin y publiqué la foto en los grupos especializados de Facebook en los que normalmente participo. Por cierto que solamente UNA imagen había salido bien, las demás eran inservibles: una había salido con la cabeza volteada, dos mal enfocadas y una en la que casi toda la cara estaba tapada por una rama .
A los pocos minutos de haber publicado, recibí un comentario de uno de los pajareros más intensos de la comunidad (y más locos también), que me dijo “ ¿Estás seguro que es cassini? ¡Mira los lentesotes y la gorra negra!” ¡Gorra negra! Sin decírmelo directamente, él me estaba dando el tip para la identificación… Yo estaba equivocado: en realidad era un Vireo gorra negra
A veces resulta penoso reconocer un error de identificación, pero finalmente es parte de un aprendizaje… Sin embargo, en este caso, ha sido una de las ocasiones en las que más gusto me ha dado estar errado y que me hayan corregido, puesto que el pájaro que vi, además de ser un LIFER era una especie muy valiosa.
Se trata del Vireo gorra negra (Vireo atricapilla) que lamentablemente, se encuentra en peligro de extinción y así aparece en la clasificación de la NOM-059. Como tantas otras especies, la causa principal es la destrucción de su hábitat.
En época no reproductiva la especie se distribuye exclusivamente en el oeste de México, con los registros más recientes en los estados de Durango, Sinaloa, Nayarit y Jalisco, y algunos registros en el sur de Sonora, Guerrero y Oaxaca. En la etapa reproductiva, se encuentra en Estados Unidos, en Oklahoma y Texas, habiéndose extinguido una población que había en Kansas.
Cada vez que vemos el anuncio de un nuevo fraccionamiento, que hace crecer las zonas urbanas, tristemente es en detrimento de áreas verdes y del hábitat de las especies silvestres que viven en ellas. Y en este proceso silencioso y aparentemente no violento, llevamos a muchas formas de vida al límite de su supervivencia y finalmente a su desaparición.
Este LIFER fue una victoria agridulce, porque el hecho de que sea un hallazgo raro, se debe a su vulnerabilidad y en ese sentido, preferiría que fuera una especie más común. Por otro lado, aunque fue una emoción “diferida”, ya que me enteré de que era una especie nueva para mí días después del avistamiento, de cualquier forma fue un logro importante, que compensó con creces mi percance y pasó a ser parte de mis “tesoros pajareros” , por lo que quise compartirlo en esta narración.
Por cierto: el avezado y alocado pajarero es Alberto Lobato, muy joven y muy dedicado (intenso, como se dice en el medio), que además de sus listados y logros personales, hace un trabajo de difusión muy interesante y ameno a través de crónicas en video, llamadas “Las Crónicas del Chivizcoyo”, mismas que recomiendo muy ampliamente.