Las fotos que ilustran esta columna son del mexicano Romualdo García, reconocido fotógrafo post mortem de finales del siglo XIX y principios del XX.
En la casa de la prima Esperanza, en un lugar especial de la habitación que funciona como comedor y sala para recibir a las visitas, hay una fotografía de la tía Guadalupe, junto a otras fotos importantes de la familia. Nunca me pareció extraño el retrato, se le ve un rostro sereno y tiene los ojos cerrados, como si estuviera dormida, pero no lo está, ni en la foto ni ahora.
Esa fotografía la tomaron durante su velorio, mientras estaba en el ataúd. Su hija, la prima Esperanza, fue quien le mandó tomar la fotografía. Alguien le contó que si se velaba el rollo (todavía era época de cámara de rollos), es porque el difunto no quería ser retratado. Días después que enterraron a la tía, enviaron a revelar el rollo. La foto salió perfecta, señal de que la tía Guadalupe, ya muerta, aceptó que la retrataran. Ahora la foto está ahí, en el lugar donde reciben a todas las visitas.
La foto post mortem es una antigua costumbre. Era común hacer un retrato familiar con el difunto, para tener una imagen de recuerdo. Mandaban por el fotógrafo, arreglaban al difunto con sus mejores galas y reunían a la familia. O hacían fotos individuales del muerto. Las fotos de los niños difuntos son las que más asombran, sobre todo los retratos de bebés, porque en sí parecen estar dormidos, como angelitos.
Hoy en día esas fotos ya pasaron de moda. Al menos no se ven anuncios promocionando ofertas para ir a retratar a los muertos. ¿O sí? Lo que sí hay son compradores, en los bazares de antigüedad los vendedores saben bien que hay coleccionistas e investigadores de la foto post mortem.
La historia de la foto post mortem de la tía Guadalupe, forma parte de una serie de poemas sobre mi álbum familiar. En ese libro, todavía en formación, también incluí un poema sobre el día en murió mi abuelo materno, esa fue la primera vez que me enfrenté a la muerte.
Aquí un fragmento del poema:
FOTOGRAFÍA ENTRE CANTOS
Yo no sabía nada de la fotografía ni de la muerte,
era una niña cuando el padre de mi mamá falleció.
Mi abuelo murió mientras se rasuraba. Paro cardiaco.
Pero tengo en mi memoria su rostro quieto.
El humo de las velas en las cuatro esquinas del féretro,
que subían en espiral, como anunciando a lo que nos ve
desde arriba, que era verdad: ¡El hombre está muerto!
También recuerdo el canto abrumado de mujeres extrañas
que llegaron a arrinconarse en la sombra de la noche,
para rezar cosas incomprensibles y cantar entre llantos.
Por toda una noche dejaron que la gente entrara a mirar su cuerpo,
para constatar que sus ojos se habían cerrado para siempre.
Dejaron que vieran cómo su piel se volvió amarilla
y se empezó a adelgazar hasta volverse transparente,
una hoja de papel donde no es posible escribir más.
Todos vieron que con hilo del que usan para zurcir las heridas,
cerraron sus labios. La boca de mi abuelo era una herida.
La mía también. Y esa herida todavía no cierra.
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Los niños muertos, eran llamados “angelitos”. ¿A dónde fue la costumbre de fotografías de familia con sus difuntos? No lo sé, aunque no la extraño.