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En su libro El universo de los aztecas, Jaques Soustelle (Francia, 1912-1990) dice que el rasgo dominante del ritual en los primeros mexicanos, “desde los tiempos toltecas, fue el sacrificio humano. Las víctimas eran o prisioneros de guerra o esclavos comprados con ese fin. En ciertos casos eran escogidos en una categoría particular (mujeres, jóvenes)”.
Se cuenta que uno de los hijos de Gonzalo Guerrero, el primer español avecindado voluntariamente en América y que combatiera contra Hernán Cortés para defender a los suyos, que no eran por supuesto los europeos, sufrió —resignado, adolorido, enamorado como estaba de Zazhil, su esposa indígena— la muerte de uno de sus hijos en estas inmolaciones colectivas, consideradas entonces “una manera segura de alcanzar una vida eterna feliz”.
Por lo mismo, esa torturante muerte era aceptada con estoicismo, o aun buscada por convicción. La víctima, dice Soustelle, “llevaba la vestimenta y los adornos del dios y era llamada ixiptla, la imagen del dios. Los sacerdotes colocaban a la víctima sobre la piedra de los sacrificios; uno de ellos le abría el pecho de un golpe con el cuchillo de pedernal y le arrancaba el corazón, que luego se quemaba en una urna de piedra (cuauhxicalli). En ciertas ceremonias las víctimas eran decapitadas, ahogadas o quemadas. Asimismo, por el ritual, se comía una parte de su carne”.
Al fin de cada ciclo de 52 años se celebraba una ceremonia de “ligadura de los años” en la cumbre de la montaña Huixachtécatl. Los sacerdotes encendían el “fuego nuevo” sobre el pecho de su víctima. La última renovación de ese fuego ocurrió en 1507.
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Christian Duverger (Francia, 1948) recuerda, a su vez, en El origen de los aztecas, que el ritual funerario consistía en depositar a los fallecidos en Mictlan, que los cronistas españoles tradujeron como “Infierno” pero significa “Lugar de los Muertos”, un sitio subterráneo en donde reinan Mictlantecutli, “Señor del Lugar de los Muertos”, y su mujer Mictecacíuatl.
Mictlan, dice Duverger, “es indudablemente el destino post mortem más corriente. A Mictlan van todos los que mueren de muerte natural, de vejez, de enfermedad, sin importar su origen social, su edad o su sexo. Al contrario de lo que sucede con el nacimiento, en el que el signo del día determina definitivamente el destino del recién nacido, la fecha de la muerte carece de toda importancia”.
Sin distinciones, los funerales se realizaban siempre de la misma manera: los parientes dedicaban palabras a su muerto; dichos “actos dilatorios ante el cadáver se alargaban cierto tiempo y luego llegaban los mamtlamatque ueuetque, los ancianos encargados de preparar la momia mortuoria para los funerales: el muerto, envuelto en bandas apretadas, es colocado en un asiento en la posición tradicional, sentado, con las piernas plegadas delante del pecho. De esta manera, a imagen y semejanza de un bulto funerario, aparecen los muertos representados en los manuscritos figurativos indígenas”.
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Sin embargo, no era sencillo llegar a Mictlan. Se pensaba incluso que el viaje podía durar hasta cuatro años. “Y después de pasados cuatro años, el difunto se sale y se va a los nueve infiernos, donde está —se apunta en el Códice Florentino—, y pasa un río, por donde pasan los difuntos nadando, encima de los perritos. Dicen que el difunto que llega a la ribera del río, arriba dicho, luego mira al perro a ver si conoce a su amo, luego se echa nadando al río, hacia la otra parte donde está su amo, y le pasa a cuestas; por esta causa los naturales solían tener y criar los perritos para este efecto. Porque evidentemente dentro del mito azteca el hombre no podía llegar solo al más allá. Necesitaba del perro”.
“Previendo este último obstáculo —dice Duverger— se sacrificaba ante los restos mortales a un pequeño perro amarillo (céntetl chichiton in coci). El texto insiste en el color: no se trata de un perro blanco, ni de uno negro, ni de un perro pinto”. El Códice Florentino es muy claro en su crónica: “Sólo el perro de pelo bermejo podía bien pasar a cuestas a los difuntos”.
Alcanzada por fin la otra ribera del río, el fallecido desaparecía para siempre. “I ansí en este lugar del infierno que se llama Chicunamictla se acabavan y fenescían los defuntos”, se lee en el referido códice.
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La supervivencia subterránea, añade Duverger, “conduce a la desintegración total, a la nada, negra y fría. Al cabo de estos cuatro años simbólicos, al llegar a su término el proceso de telurización, el tonalli residual, liberado por la muerte, acaba por disiparse”.
Lo extraordinario del “peregrinaje” mortuorio estriba en que tanto el cadáver del muerto como el del perro “eran incinerados juntos, en las afueras de la ciudad, por unos ancianos encargados de este empleo; las cenizas las recogían y las ponían dentro de una urna junto con una piedra verde, una esmeralda o un chalchiuitl. Después entregaban la urna a los parientes, quienes la enterraban en sus casas. Le rendían honores durante cuatro años, al cabo de los cuales cesaba todo gesto ritual”.
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Dice Miguel León-Portilla (Ciudad de México, 1926-2019) que “la práctica de sacrificios humanos (en el antiguo México) ha despertado muchas veces reacciones de horror y condenación”. No obstante, la teología humana se basa principalmente en uno de ellos. La creencia asevera que un sacrificio humano y divino ha sido el origen de la redención de todos los hombres y mujeres en la Tierra, dice León-Portilla. En el Concilio de Trento se debatió además el significado último de las siguientes palabras de Jesús en la Última Cena: “Tomad y comed, éste es mi cuerpo” (aplicado al pan y asimismo en el caso del vino), “ésta es mi sangre que será derramada por vosotros. Haced esto en memoria mía”.
Es cierto, agrega León-Portilla, “que algunos se inclinaron por dar un sentido simbólico a estas palabras. En el Concilio, sin embargo, se les adjudicó significación literal y plena. Según esto, la institución de la Eucaristía, renovada en la misa, constituía verdaderamente la reactualización del sacrifico de la cruz. En consecuencia, para los católicos no sólo el sacrificio humano y divino de Cristo es fundamento de su fe, sino que la eucaristía, en el ritual de la misa, es reactualización del sacrifico primordial bajo las especies de pan y vino. Los que no creen esto son los herejes en términos de lo definido en Trento”.
En el caso de Mesoamérica, concluye León-Portilla en el prólogo del número 63 de la revista Arqueología Mexicana, “como en el del cristianismo, el sacrificio humano es elemento esencial de su realidad cultural. Por ello importa entender su significación más plena: en Mesoamérica, ofrecimiento que redime a los humanos de su destrucción cósmica; en el cristianismo, fundamento de la redención del género humano”.
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Dice Woody Allen (Estados Unidos, 1935) que no le teme a la Muerte, pero no quiere estar allí cuando ocurra.
Nadie quisiera estar allí, en efecto.
Sino sólo ocurre.
AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE #OFICIOBONITO DE VÍCTOR ROURA PARA LALUPA.MX
https://lalupa.mx/category/las-plumas-de-la-lupa/victor-roura-oficio-bonito/
Fascinante paseo por lo escrito en los códices… y el acercamiento entre cosmovisiones.
Oportuna e ilustrativa la contribución del poeta Roura.