A partir del día en que el viejo corrector dipsómano disparó el atinado y corrosivo mote, nadie jamás volvió a llamar a El Chanel por el nombre con el cual había sido registrado. Lástima por su padre (un anquilosado lombardista que militaba en las filas del Partido Popular Socialista, un apéndice del priísmo en los tiempos del partido único), quien se quemó las pestañas registrando a cada uno de sus hijos con revolucionarios apelativos: Kim y Ho-Chi-Min, eran sus hermanos; Vietnam, su hermana. Él, mientras tanto, llevaba el nombre del temible Stalin, quien en sus desplantes de poder se llevó a la tumba a 20 millones de soviéticos.
Pintoresco personaje, El Chanel, quien laboraba en El Día (un periódico de la CDMX que en los 80 se caracterizaba por apoyar al socialismo real), se encontraba aún más perdido que su padre. Su rebuscado lenguaje parecía salido de Los conceptos elementales del materialismo histórico, un libro de la psicóloga comunista chilena Martha Harnecker, que era considerado el catecismo de gran parte de la izquierda latinoamericana. Toda la tarde-noche, Stalin se la pasaba hablando de fuerza de trabajo, plusvalía, lucha de clases.
Como personaje de Los días terrenales, de José Revueltas, tenía siempre a la mano su arsenal de muletillas retóricas con las cuales trataba de avasallar a quien no estuviera de acuerdo con él y su presunta pureza revolucionaria. Su extremismo era tal que todo aquel que fuera de clase media para arriba era considerado “enemigo de clase”.
Más aún, El Chanel aseguraba a propios y extraños que bañarse era una costumbre pequeño-burguesa. Por ello, una de sus características más particulares era el tufo que emanaba de su menuda humanidad, que apenas se alzaba por encima del metro y medio. De ahí, el sarcástico apodo hecho a la medida.
Convencido de que la vía armada era la única opción de cambio, consideraba que los procesos electorales eran una farsa. Por eso, el subcomandante Marcos lo sedujo hasta el día en que se sentó a dialogar con el gobierno federal. “No es de extrañar que el sub sea un traidor. El problema estriba en su origen de clase”, decía con gran seguridad mientras liaba un porro de mariguana en el minúsculo cuarto de servicio donde vivía con Ximena, su entonces mujer, y dos pequeños hijos por los rumbos del Metro Villa de Cortés. Para seguir con la costumbre paterna, los chicos respondían a los nombres de Pol Pot y Sandina.
Años después, sin embargo, se supo que detrás de su “vocación revolucionaria”, su máxima aspiración era llegar a convertirse en lo que aborrecía: un pequeño burgués. Su móvil, pues, no era lograr una sociedad más igualitaria, como él decía, sino simplemente el rencor social. También se descubrió que en realidad no se bañaba porque en el edificio donde vivía no había agua cuatro días a la semana.
Esto salió a la luz cuando la buena fortuna laboral (en términos económicos) tocó a su puerta. La directora del periódico del gobierno de Carlos Salinas le ofreció una plaza como jefe de edición. Pese a su supuesta aversión al priísmo, El Chanel ni lo pensó. A partir del día en que cruzó las puertas de Ignacio Mariscal, Stalin comenzó a usar traje y corbata (adquiridos en Milano del Metro Nativitas), se cortó el cabello y comenzó a ducharse en los baños públicos de la Portales.
Poco le duró el gusto, pues a los seis meses de su ingreso, tras fracasar todos los intentos por venderlo, el gobierno decidió cerrar el rotativo. Sin embargo, la ex directora del diario consiguió hueso muy pronto. Al mes ya despachaba como cabeza de comunicación social de una inoperante secretaría de Estado que en un tiempo se encargó de repartir la tierra a los campesinos. En menos de dos meses, El Chanel, cada vez más aburguesado, comenzó a fungir como su subdirector.
El ex izquierdista hizo cuentas entusiasmado. Por lo menos eran dos años de un excelente salario como burócrata de lujo. Comenzó, entonces, a comprarse sus trajes, ya no en Milano, sino en Suburbia, pudo dejar su cuarto de servicio y cambiarse a un departamento por la misma zona, e incluso comprarse un viejo Tsuru. Fue en esa época cuando comenzó a arrepentirse de su “ideología revolucionaria”. Fue también cuando empezó la pérdida de piso. Luego de maratónicas borracheras con Passport (había dejado el brandy Presidente), le dio por telefonear a algunos de sus ex compañeros de ruta durante la madrugada.
En sus delirios etílicos, se pretendía justificar ante los cuestionamientos sobre sus inconsistencias ideológicas (“con la caída del socialismo real me quedé sin asideros… no me quedó de otra más que aceptar esto”), pero acto seguido hablaba de su asistencia a conciertos de Mercedes Sosa y Silvio Rodríguez (“uno nunca pierde por completo la esencia revolucionaria”, decía) en asientos preferentes; de la futura compra de terrenos en Valle de Bravo a donde iría a descansar los fines de semana; de autos de lujo que pronto adquiriría… A menudo, le brotaba el llanto y, émulo de López Portillo, decía llorar por los desposeídos de la Tierra.
Para su mala fortuna, los dos años se convirtieron en sólo cinco meses. El secretario de aquella dependencia gubernamental, quien había durado en el puesto los primeros cuatros años del sexenio priísta, cometió un error imperdonable y fue despedido en el acto (se habló, por supuesto, de una renuncia “por motivos de salud”). El Chanel y su protectora volvieron a la banca. Sin embargo –nadie sabe cómo– a los pocos meses logró convertirse en asesor del oficial mayor de la PGR. Cuando Stalin comenzó a soñar en trajes hechos a la medida, Suburbans, whisky de una sola malta y terrenos en el Caribe, el funcionario decidió quitarse la vida en un oscuro incidente jamás aclarado. El sucesor llegó con su equipo y prescindió de los servicios de El Chanel. Por más que tocó puertas, nunca más logró conseguir un buen hueso. Ni su antigua madrina se las abrió, pese a que a inicios del siguiente sexenio comenzó a despachar en el área de comunicación social de otra dependencia.
Ximena, quien ya comenzaba a acostumbrarse a una mejor vida, lo abandonó cuando el dinero ahorrado se terminó. Es decir, ocho meses después de que perdió su trabajo en la PGR. Ella acabó liada con un cantante folclórico de Coyoacán. De El Chanel, sin embargo, hace años que nadie sabe algo. Se esfumó. Su vida es un misterio, al igual que los motivos que llevaron al suicidio al oficial mayor.