Fiel a su costumbre, el subdirector del semanario de política y cultura pretendió ligarse a la nueva editora de reportajes especiales. La chica era una rubia con facha de anoréxica, sin curvas y que casi siempre vestía jeans dos tallas más grandes, playeras con logos de grupos de rock y tenis Converse. Al periodista venido a más eso parecía importarle poco.
Quizá por su origen de barrio bravo, padecía un grave complejo de inferioridad y una dosis elevada de rencor social que trataba de contrarrestar llevándose a la cama a la mayor cantidad de mujeres posible. Incontinente verbal, tal vez otro de sus mecanismos de defensa, a veces envolvía a sus presas con su verborrea y tenía éxito en sus lides de conquistador. Pero, también, a menudo las mujeres lo ignoraban y lo bateaban. Así sucedió con la editora quien siempre dio un rotundo no a sus múltiples invitaciones a salir. Simplemente, para ella no sólo se trataba de un tipo poco atractivo fisicamente, sino también de un sujeto sin imaginación, sin sensibilidad, de esos “que dan hueva”.
Después del enésimo desaire, el subdirector enfocó todas sus grillas contra su compañera. Aprovechaba cualquier entrevista o reunión con el dueño-director de la revista para hablar mal de la editora (“no sabe escribir”, “tiene una visión demasiado light de las cosas”, “es estrecha de miras”, “sus temas son sólo ocurrencias”). Al principio, al director le extrañó que el hombre que hasta poco se la pasaba magnificando el supuesto talento de la editora y apoyando todas sus propuestas de trabajo, ahora se expresara así de ella. Por supuesto se lo hizo saber. El subdirector pretendió dar una explicación nada convincente, llena de lugares comunes, sobre que “las apariencias engañan”, “me fui con la finta” “creí en ella, pero me decepcionó” y cosas por el estilo.
El director, un académico con gran renombre, se imaginó lo que había pasado. Conocía bien las apetencias sexuales de su adlátere, y también los rencores y complejos que éste cargaba, por lo que puso oídos sordos a la grilla. Por el contrario, comenzó a encargarle más trabajos a la chica. Pero, cometió un error: no le puso un alto a su subalterno. Éste continuó su embate en contra de la editora. Le ponía zancadillas, la involucraba en chismes baratos e infundios, vetaba a sus colaboradores, hablaba mal de ella con todos los trabajadores. Con el tiempo, la periodista se cansó del acoso laboral, encontró pronto acomodo en otra publicación y hasta editó un par de libros de cuentos.
Al poco tiempo, ante las malas ventas y los escasos anuncios publicitarios, el director convirtió el semanario en un mensuario especializado en medios. Se trataba de un esfuerzo por hacer sobrevivir el proyecto. La lectoría subió, no así los anuncios, por lo que dos años después puso a la venta la revista. Sin embargo, ante la falta de ofertas convincentes se hartó y se la acabó vendiendo al subdirector en cómodas mensualidades.
Al tomar posesión como nuevo director, al tiempo que se incrementó su neurosis y también sus afanes de conquistador, el nuevo propietario empezó a cambiar la línea editorial y dio prioridad al golpeteo y al periodismo escandaloso, en lugar del análisis y la academia. También comenzó a llamar a nuevos colaboradores y a prescindir de otros. Su intención era elevar las ventas y tomar distancia con el proyecto anterior.
Una tarde se acercó a uno de los editores. Traía en sus manos una famosa publicación gubernamental que se especializa en dar consejos a los consumidores.
—Lee este texto. Qué buena prosa, qué fluidez, qué chingonería. Ponte en contacto con la autora. La quiero con nosotros desde ya.
El editor marcó el número telefónico de la redacción de la revista gubernamental. Una voz permeada por la corrección política le informó que la mujer en cuestión era sólo colaboradora, por lo que no iba a la publicación con regularidad. Cuando el periodista le pidió el contacto de la chica, la respuesta lo dejó pasmado, le hizo sentir pena ajena.
Horas más tarde, el obsesivo director buscó a su editor: “¿Qué pasó? ¿Ya reclutaste a la columnista? ¿Cuándo comienza?” Lo que escuchó le hizo sonrojarse y cambiar rápidamente de tema. Por supuesto, nunca más se volvió a hablar del asunto.
La dueña de la “buena prosa y la fluidez” era la ex editora de reportajes especiales, quien en la publicación dedicada a los consumidores escribía con seudónimo.