Autoría de 2:45 am #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito • 3 Comments

De burocracias y corruptelas autónomas – Víctor Roura

En efecto, el gobierno encabezado por Andrés Manuel López Obrador, acaso sin querer, o a sabiendas de ello, ha desnudado enteramente a la prensa y a sus periodistas en el sentido de exhibirlos tal cual son de manera que no sólo han brotado sus carencias e ineptitudes sino, en la mayoría de los casos, han sido desenmascarados o despojados de sus caretas simuladoras a tales grados que ahora varios supuestos críticos del sistema se han revelado impensados reaccionarios o inasertivos palabreros, todo en función del dinero que han dejado de percibir por las políticas de austeridad económica que han mermado, a su modo, las finanzas tanto de la prensa como de los periodistas acostumbrados a sueldos monumentales.

      De ahí la ira o la molestia visibles por cada una de las acciones presidenciales o cada uno de los discursos empleados por el régimen morenista, como la opinión vertida por el presidente acerca de la probable derechización de la Máxima Casa de Estudios, que ha indignado a la intolerancia opositora porque, vamos, los críticos sí pueden hablar de todo, de meter su nariz hasta en donde no son llamados, pero no así el presidente de la República: ¿cómo se ha atrevido a airear una opinión sobre la autonomía universitaria, que es, o debiera ser, intocada?, ¿cómo insinuar reciclajes de poder en dicha academia superior, cómo sugerir actos de corruptela en recinto tan benigno, cómo pensar en cotos de privilegio en las facultades de la ponderada intelectualidad?

      El texto a continuación lo publiqué en el periódico La Jornada ─antes de ser yo definitivamente censurado y  borrado mi nombre de esa empresa editorial─  a mediados del año 1988 al que le siguió un escalofriante silencio a pesar de la evidencia corruptora en los altos mandos de la UNAM. Escabroso silencio. Silencio descalificador. Silencio silenciado. Ruidoso silencio. Ominoso silencio. Silencio autónomo.

1

Déjenme contarles que hace unos cuantos días, durante una de las reuniones de los así llamados seminarios de diagnóstico rumbo al Congreso Universitario, mi nombre fue sacado al balcón en un recinto de la [entonces] ENEP [Escuela Nacional de Estudios Profesionales] Iztacala [a partir de 1993 cambiaron estas academias su nombre a FES: Facultad de Estudios Superiores, siempre anexas a la UNAM].

      Ya no pensaba tocar ese tema porque lo tenía en el olvido, aunque es justo decir que después de mi renuncia a ese plantel, efectuada el 10 de febrero de 1988, me rondó por la cabeza escribir mis experiencias vividas en esa ENEP. Quería narrar cómo la inextinguible burocracia, aunada a la pereza y desidia laborales de algunos profesionistas con ínfulas de funcionarios, protege a, y busca los ascensos de, los mediocres. El propósito, como ha de apreciarse, no es nuevo e incluso, no bien tratado, puede caer en un infinito aburrimiento. Por eso se lo comenté en su oportunidad al buen Andrés Ruiz para que, a su vez, dado que él lo ve casi a diario, se lo comentara a Paco Ignacio Taibo II y me dieran un amplio espacio en las páginas culturales de la revista Siempre! Mi idea era contar las cosas tal como sucedieron, de modo que quien me leyera se percatara de cuán absurdo resultan los intentos por convertir a alguien que no es burócrata en precisamente un burócrata. 

      Iba a divertirme mucho. 

      Andrés Ruiz me dijo que sí, que adelante, que Paco estaba totalmente de acuerdo, que lo hiciera como me viniera en gana, pero que me sentara, ya, a escribirlo de una vez. Pero luego vino la alterada sentencia, inexplicable exabrupto, de Pagés Llergo, director de Siempre!, y acabó con el suplemento guiado por Taibo II. 

      Yo me olvidé de la narración. Ni siquiera la empecé.

      Pero ahora que mi nombre ha vuelto a salir al balcón, y no de muy buena manera que digamos, me gustaría que supieran cómo renuncié a ser un vil burócrata [además de un común corrupto].

2

A mediados del año pasado [1987], Javier Flores me llamó por teléfono para decirme que se necesitaba a alguien que se encargara del departamento editorial y él me había propuesto, ya que sabían mi interés por la confección de los libros. Que fuera a verlo. Pronto. Javier era el coordinador general de Investigación de la ENEP Iztacala, plantel que vivía, por así decirlo, días distintos, frescos, porque apenas a principios de 1987 había tomado la dirección de la escuela la maestra Arlette López Trujillo. Era la primera mujer al frente de una ENEP. Quizá se vislumbraban días más democráticos. Quizá. Eso, quién sabe por qué, pensé. Burdos pensamientos que luego a uno se le cuelan en el cerebro.  

      Cuando me enteré que para ese puesto, el del departamento editorial, estaban consideradas otras dos personas y estas otras dos personas eran los escritores Arturo Paredes y Arturo Trejo Villafuerte, ambos amigos míos, me despreocupé del asunto. Cualquiera pudo haber hecho un papel. Qué chiquito es el mundo, me dije; pero lo que entonces ignoraba es que adentro de la ENEP el jefe destituido, Enrique Lugo Peña, hombre de confianza de la administración anterior, vivía en la angustia y en la zozobra constantes porque sus días de poder, en unión de quienes trabajaban alrededor suyo, estaban por terminarse… 

3

Pasaron varios días sin tener noticias de la ENEP. Casi me olvido de ello.  Hasta que fui llamado de nuevo una tarde inesperada. 

      ─Decidimos que tú seas el jefe ─me dijo, sonriente, la bióloga Martha Castilla, quien ocupa la Secretaría de Relaciones y Comunicación─, y yo voy a ser tu jefa… 

      La bienvenida fue maravillosa. Me presentó de inmediato con el jefe depuesto y con la gente que iba a trabajar conmigo. Ahí comenzaron, como diría Rigo Tovar, las malas vibras. Porque era una gente, y se notaba a los dos días de convivir ahí, acostumbrada a no hacer nada y a extender cada 15 días la mano para recibir con puntualidad el salario correspondiente. 

      Enrique Lugo Peña, con lentes oscuros de manera que no alcanzaba a ver si cuando me hablaba me estaba mirando o simplemente veía hacia otros lados, me entregó muchos papeles en los cuales, según él, me mostraba que todo estaba en perfecto orden.  

      ─Este departamento ─dijo, mirando no sé hacia dónde─ fue invención nuestra. Porque a la escuela no le interesa. No tenemos apoyo de nadie. El presupuesto es muy pequeño. Si esto existe es gracias a nuestro esfuerzo… 

      ─Ajá ─dije, tratando de ver si me estaba mirando o no… 

      ─Espero que a ti sí te apoyen porque a mí nadie lo hizo. El departamento fue debido a nosotros. A nadie más. 

      Me dijo que estaba para servirme y que iba a estar en permanente contacto conmigo para decirme qué libro se iba a editar y cuál no, y que a cada autor, tal como él le hacía, le tenía yo que cobrar un porcentaje de sus ganancias como autores. 

      ─Cómo, eso no se hace ─le dije mirando sus lentes negros… 

      ─Aquí sí ─dijo, secamente. 

      Paso, pensé para mí. En fin, me dediqué a oírlo y cuando terminó su charla le di la mano y le dije que las cosas, de ahora en adelante, iban a ser modificadas por completo, desde el trato con la gente, con los autores. No supe cuál fue su respuesta, porque no pude ver sus ojos. 

4

En la primera reunión que tuve con la gente que ya laboraba en ese departamento, gente que no tenía tiempo completo asignado a la tarea editorial, pues también dependía del área médica, dije mis planes. Editaríamos libros baratos y sacaríamos todo el trabajo por un lustro rezagado. En más de cinco años sólo se habían editado, formalmente, dos libros. 

      ─Eso no puede ser ─dije.  

      Los médicos, a mi alrededor, rieron.  

      Las risas, por ejemplo, de Alejandra Terán y de Jaime Ávila Valdivieso, miembros del recientemente creado Sindicato Independiente de Profesores de la UNAM, me dejaron frío… 

      ─Perdón ─dije─, ¿puedo saber de qué se ríen? 

      Alejandra, menudita, simpática, llenita, fue al grano: 

      ─Es que hablas de trabajar y de hacer varias cosas y en esta escuela no te dejan. Eso nos demuestra que nunca has trabajado en la Universidad. Se ve que no la conoces. 

      Y su risa, de plano, fue ya abierta, desparpajada, franca, abrupta, insolente.  

5

Lo que me habían querido decir los trabajadores asignados al departamento editorial era sencillo: si no se podían hacer libros por el escaso apoyo presupuestal lo conveniente, entonces, adhiriéndose a la clásica premisa burocrática, era fingir que se laboraba, tal como lo habían estado haciendo ellos, con indiscutible éxito por espacio de cinco años, para no quedarse fuera de la nómina oficial. 

      Pero me di cuenta que, además de no estar casi nunca en sus sitios de trabajo, los trabajadores que decían ser editores desconocían el asunto de las ediciones. La correctora de estilo distaba de corregir con estilo los manuscritos. El que se decía ilustrador requería meses para acabar con una ilustración que un estudiante de dibujo terminaría en un día. 

      —Con razón los originarles están archivados —les dije un día, pero creyeron que bromeaba y, tal su costumbre, sólo rieron y se perdieron por los largos pasillos del edificio de gobierno de la ENEP Iztacala.  


6

Aunque usted no lo crea, cuando llegué al departamento editorial de ese plantel universitario sus trabajadores se regían por un “índice de productividad” que fue establecido por el anterior jefe. A saber: la correctora de estilo tenía que corregir de 5 a 6 mil cuartillas por año, es decir con que se corrigiera, según el “índice”, cien a la semana (¡20 diarias!) estaba perfecto; el ilustrador, continuando con ese pasmoso “índice”, podía dormir sin pesadillas si terminaba dos ilustraciones por día. Por eso no me extrañó cuando la secretaria, con uno de esos gestos prodigiosos de fastidio y altanería que poseen algunas secretarias, me dijo con firmeza que lo sentía mucho pero que le era imposible escribir más de trece cuartillas diarias… 

      —Haz un pequeño esfuerzo, María Elena —le dije, no sé, quizá queriendo encontrar con mi sonrisa su oculta sonrisa… 

      —No, licenciado —dijo, terminante, oscureciendo, perdón por la voluntaria cursilería, la luz de mi sonrisa—, yo sólo he escrito siempre trece cuartillas, no más… 

7

Dije de inmediato a quien dijo ser mi jefa, Martha Castilla, que de esa manera no podía yo trabajar. O se ponían realmente a chambear o les devolvía sus horas en el área médica para que regresaran a dar clases. A lo mejor ahí sí la hacían. Quién sabe. Me dijo, la bióloga Castilla, que sí, que ella lo iba a arreglar, que tuviera paciencia. 

      En pocas palabras le indiqué que presentía que esos señores, alentados por el depuesto jefe, cuya sombra merodeaba aún por ahí, no se iban a quedar inmovilizados sino que tratarían de obstaculizar mis proyectos. Martha Castilla lo iba a consultar con el secretario general académico, Roberto Alvarado Tenorio, y solucionaría el problema. Porque ellos sabían que esas personas no sabían trabajar. Así me lo dijo. Que tuviera paciencia. 

      Sin embargo, como más tarde pude comprobar, el papel de los altos funcionarios es consultar, antes de cualquier decisión, el anemógrafo para saber por dónde sopla el viento. 

8

Yo tenía pensado cambiar el orden de los espacios en la zona editorial. Se los comenté a los trabajadores. Y lo hice precisamente en el tiempo en que, por fin, se me aceptó la designación como corrector de estilo de Manuel Gutiérrez Oropeza, veterano periodista, quien vino a solucionar el problema del rezago de manuscritos. En menos de dos meses, Gutiérrez Oropeza casi volvió a redactar más de tres mil cuartillas y a dar ideas para ediciones diversas. Lo hice cuando dos de los trabajadores del depuesto jefe, porque realmente conmigo no hacían nada (era raro verlos en sus cubículos), no se hallaban en la Ciudad de México. Se encontraban, estímulos que otorga la vida, en Oaxaca ofreciendo un curso a los docentes de la Universidad Autónoma Benito Juárez sobre cómo publicar escritos científicos. Esta incongruencia, la de dar un curso sobre cómo editar sin antes haber editado una sola cosa decente, sólo me la explico en el sentido de que hoy en día ya cualquiera, aprovechando las jerarquías y las amistades y las grillas, puede revestirse de autoridad en el momento que lo desee. O que las autoridades lo permitan, como los altos funcionarios de la ENEP Iztacala. 

      Ahí se me vino todo encima. Este reajuste de zona fue tomado como un acto vandálico y represor por parte mía. Y en defensa de los más elementales derechos universitarios, el 27 de agosto de 1987 en un documento firmado por, escuche usted bien, 260 personas entre enfermeros, médicos, psicólogos y alumnos, se le exigía a la directora de la ENEP Iztacala, Arlette López Trujillo, mi renuncia. Por supuesto, como todo mensaje burocratil, el documento fue enviado con copia al rector Jorge Carpizo. Que se sepa de una vez por todas cómo se las juega el arbitrario Víctor Roura. Ah, y va también una carta alterada a don Jorge Barrera Graf, el defensor de los Derechos Universitarios. 

      ¡Hágame el lector el favor, carajo!

      No sé todavía bien a bien qué defendían. Porque los señores nunca fueron desalojados de ningún sitio puesto que no eran dueños de nada. Después de eso se ausentaron por más de dos meses de sus lugares de trabajo. Por dos meses. Y cuando hablaban conmigo llevaban testigos. 

      —¿Qué sucede? —le dije a quien decía ser mi jefa, la bióloga Castilla. Ella sabía todo lo que pasaba en el departamento y exactamente por qué lo hice, pues para todas mis acciones tuve su aval. 

      —No te preocupes, pronto lo vamos a solucionar; mientras no hagas nada, si los ves no les hables, no les digas nada. 

      Lo consultaría con el secretario general académico, Alvarado Tenorio. Pero no pasaba nada. Como los buenos funcionarios, insisto en mi pensamiento, tienen antes que consultar el anemógrafo para saber por dónde sopla el viento. 

      Los que exigían mi despido eran personas contrarias a la administración de la directora López Trujillo. [Y lidercillos sindicales. Incluso estuvieron al frente del CAU de esa ENEP. Yo los oí muchas veces arengar a varios maesros y no daba crédito de los discursos. ¿Pero cómo los pueden escuchar  —me decía— sin refutarles nada? Nada más que los escucharan Adolfo Gilly o Daniel Cazés. Ellos bien saben, creo, el abuso que hacen, para intereses personales, muchos lidercillos vividores de la UNAM]

      Y usaban un arma más para mostrarle a ese sector universitario, según ellos, que todo marchaba mal en la escuela. 

      —¿Pero cómo pueden solapar a tipos así? —pregunté a quien era mi jefa—, no trabajan, no hacen nada. ¿Cómo pueden permitir tales medianías?

      La bióloga Castilla me vio, por primera vez, con rencor: 

      —Aquí no se solapa a nadie. 

      —¿Entonces cómo decirle a lo que están permitiendo? —pregunté. 

      —Lo vamos a solucionar. Ten paciencia… 

      Lo iba, sí, a consultar con el secretario general académico. 

9

En noviembre [de 1987] se agudizaron más las cosas. Del 23 al 27 se efectuaría el VII Coloquio de Investigación.  

      —De modo paralelo a las conferencias quiero que haya exposiciones plásticas y música que rebase la solemnidad con la que comúnmente se comprende a la ciencia —me dijo Javier Flores, entonces jefe de la División de esa área─. Así como la comunidad va a escuchar una charla de Drucker, quiero que después oiga las piezas de la Camerata Rupestre y luego vaya a ver las fotografías de Pedro Valtierra. Que haya una vinculación en el quehacer científico. Buscar lazos, nexos, aproximaciones entre esas artes… 

      Me parecía magnífico. 

      Pero cuando en la dirección vieron el cartel que anunciaba la exposición del arte erótico del pintor Salvador López, las cosas se vinieron abajo. El cartel exhibía el cuerpo de una mujer desnuda. El sexo lucía resplandeciente pero discreto, de una belleza desmesurada. La técnica de Salvador López envolvía al receptor de un aura indecible… 

      No. Eso no podía exhibirse en la ENEP Iztacala.

      En su momento algunas personas alzaron su voz, como la de Paco Ignacio Taibo I, para mostrar su desacuerdo por esa desafortunada censura en un plantel universitario. Javier Flores, distanciado con fortuna del ropaje sumiso con que acostumbra vestirse el funcionario en México, renunció a su puesto, mismo que dejó del todo en enero de este año [1988], por no coincidir con las opiniones emanadas de la dirección de la escuela en el sentido de que el cartel no debería circular en el plantel ni la exposición exhibirse… 

      —Creo que no se está procediendo de manera justa —dijo Javier Flores—. No hay nada ya qué hacer… 

      Renunció, también, el jefe del departamento de Investigación, Rogelio López, quien, aunque se apellide igual que el pintor y es asimismo una persona buenísima onda, no es su pariente ni nada por el estilo. 

10

Cuando fue aceptada la renuncia de Javier Flores, la que era mi jefa, la bióloga Castilla, me dijo con seriedad:  

      —Quiero saber si tú también te vas. Pues Javier fue el que nos presentó.  

      Miré las decenas de oficios que tenía en su escritorio. 

      —No estoy de acuerdo con los sucesos —le dije—, pero yo todavía tengo algo que hacer por aquí. No entiendo cómo permiten que gente como Javier Flores se vaya y dejen en puestos inútiles a gente mediocre. 

      Me dijo que yo no entendía qué pasaba en realidad. Que un día iba a quedarme claro todo. Que la política de Javier no convenía a la escuela y que lo entendiera así. Algún día hablaría de todas esas minucias. 

      Después las cosas tornáronse peor: los trabajadores seguían sin trabajar en el departamento editorial ocupados sólo en escribir oficios sin sentido. No hacían nada por removerlos, como se me había dicho, a otra área, al de Extensión Universitaria, para que ahí dieran sus cursitos de quién sabe qué. Yo seguía sin tener resoluciones de nada. 

11

Un día la bióloga Castilla fue al grano: 

     —─Hay cosas que escribes en La Jornada que incomodan a alguna gente del plantel. Y hay personas con las que no deberías platicar, porque no están bien con nosotros. Piensa que eres un funcionario… 

      —¿Yo, funcionario? —pregunté, a punto de la risa—, ¿pero qué tipo de funcionario quieren que yo sea?

     —Hay cosas que no entiendes, Víctor. A ver si después platicamos. 

12

No sé si para estos días ya habrá salido de la imprenta o no, lo cual no me extrañaría, pero lo que sí quiero contarles es que para septiembre de 1986 la ENEP Iztacala encargó a Offset Comercial Policromo la edición del libro Urogenital, para cuya manufactura se comprometió a pagar nada menos que la exorbitante y desproporcionada cantidad de 10 mil millones de pesos [entonces los tres ceros apabullaban aún más al pobre peso mexicano]. Un dineral. Con la anuencia de las autoridades. 

      Eso era lo que precisamente no quería hacer. Antes de que finalizara 1987 hubiésemos podido terminar los libros Dentaduras funcionales,del doctor Takane, e Identificación de peces, del biólogo Antonio Martínez, cada uno con un costo respectivo de 5 millones 618 mil 900 pesos y 3 millones 80 mil 850 pesos, cantidades que ya estaban finiquitadas para diciembre de 1987. Esos dos libros, juntos, sumaban menos de 9 millones [9 mil pesos ahora]. Y vaya que uno tendría más de 400 páginas. Pero, como siempre, la oportuna intervención de Jaime Ávila, el ilustrador que no ilustra, y de Alejandra Terán, la correctora que no corrige, impidieron que los cartones del libro del respetable doctor Takane llegaran a los talleres. Aducían que el tamaño de las fotos era ridículo y que un libro no podía ser tamaño media carta. Fueron, después de convencer al autor en varias sesiones grillosas, a hablar con la directora López Trujillo, quien dijo que se harían las cosas tal y como ellos querían.  

      —¿Puedo saber entonces para qué solicitan a un jefe del departamento editorial si van a hacerle caso a dos personas ignorantes de la edición? ¿Qué quieren entonces que yo haga? 

      Lo que quieren hacer en ese plantel son ediciones caras. Total, la UNAM paga. 

      —La directora dijo que tiene que hacerse todo de nuevo. Y así se hará —respondió la bióloga Castilla.

      La cosa era clara: no había que contrariar a los lidercillos porque de lo contrario arremetían contra la administración de la directora. 

      Supe, entonces, lo que tenía que hacer.

      Renuncié a mi cargo el 10 de febrero de 1988. En un párrafo le expliqué a la directora López Trujillo: “Personas con intereses extrauniversitarios han causado un tal deterioro en mi trabajo cotidiano que, luego de meditadas reflexiones, me han obligado a buscar en otros lugares el estímulo de la creación diaria”. 

13

Parodiando a Carlos Monsiváis, me regocija admitir mi nulo porvenir burocrático porque, entre otras innumerables cosas, no me podría resignar a que algún día alguien me preguntara: “Oiga, licenciado Roura, ¿por qué no le entra usted a la tanda de la Señorita Concha?” 

14 

Y de una vez lo digo: conociendo los métodos del funcionariato nacional, estoy seguro de que no faltará el oficio, disfrazado de carta, en el cual se me contestará una a una cada cosa que diga para pretender desmentirme. No haré caso de ninguna, porque de antemano sé de qué argucias se basan los burócratas para tratar de librarse de sus vicios y penurias. Afortunadamente yo no necesito, como dice Bob Dylan, de meteorólogos para saber por dónde soplan los vientos.

       Se me quedaron muchísimas más anécdotas en el tintero, pero creo que es demasiado. Están pasando en otros lados cosas que realmente valen más la pena… 

oOo

No apunté, por ejemplo,  el ofrecimiento que me hizo la gerencia de dicha academia de quedarme con el 50 por ciento del sobrante de mi presupuesto anual al final de cada periodo administrativo.

     —Mientras menos libros haga usted  —me advirtió el encargado de las finanzas—, más dinero estará usted ahorrando en su cuenta…

     El burócrata arreglaría, me explicó, todos los papeles de manera que pasara inadvertida la maniobra. (En mi despedida, por supuesto, me negué a firmar la documentación que me obligaba a declarar que el presupuesto  editorial se había evaporado durante mi corta gestión al frente del departamento a mi cargo, cosa inverídica al sobrar una cantidad equivalente actual a los 300 mil pesos, aproximadamente, de los cuales, según el docto gerente me tocaban alrededor de 150 mil, cantidad corruptora que evidentemente no acepté al rechazarle el infundio que tramaba con mi respectiva supuesta aprobación. Ignoro cómo solucionaron aquel trámite sin mi presencia.)

      Y entendí, entonces, la razón por la cual en el departamento de libros lo que menos se quería hacer era precisamente libros para recaudar personalmente la mayor asignatura económica posible. ¡Por eso todos me consideraban desquiciado, demente, irracional, estúpido al haber hecho, en menos de medio año, una veintena de libros que a nadie importó!

      ¡Por eso cuando asistió a la ENEP Iztacala, llevada por mí, la Camerata Rupestre de Armando Rosas sólo la escuchamos, con placer, una decena de personas en verdad interesadas en la música creadora!

       Por eso me retiré con prontitud del funcionariato académico, tal como posteriormente me distancié del profesorado de la ENEP Acatlán cuando vislumbré que era más importante para el estudiantado mirar una película en el plantel (con un costo bajísimo, a mitad de precio, de lo que pagaría en la Cineteca Nacional) que asistir a clases donde impartiría una charla el jefe de redacción de un periódico nacional que iría exclusivamente a platicar con los alumnos de un determinado salón que de pronto se hallaba casi vacío por la indiferencia de los educandos, clases por cierto que jamás me fueron redituadas ni con los pasajes porque, ¡ay!, ni un solo cheque llegó a mi nombre durante los dos años que impartí la materia de géneros periodísticos en esa respetada  facultad universitaria, desaseado destino financiero el mío. Pero me fui de la UNAM no por la ausencia de pago, sino por la desigual correspondencia estudiantil con los periodistas invitados a su salón de clases.

      Porque, pues, ¿para qué dar clases si no se libra con moderación , o refinado equilibrio, la correspondiente, o deseada, fluidez dual retroalimentaria?

AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “OFICIO BONITO”, DE VÍCTOR ROURA, PARA LALUPA.MX

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Last modified: 17 noviembre, 2021
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