Hoy se cumplen tres años desde que Andrés Manuel López Obrador tomó posesión como presidente de México. En medio de muchas críticas y muchos aplausos, el originario de Tabasco ha llegado a la mitad de su mandato. ¿Qué reflexiones se pueden presentar a la mitad de la actual administración presidencial?
Con un apoyo no visto hace mucho tiempo, López Obrador se convirtió en presidente en un momento insostenible para la política mexicana. Tras la esperanza resurgida en la democracia que significó la transición política en el año 2000, el derrumbe de la confianza hacia el partido blanquiazul, luego de dos sexenios en el poder, el regreso del partido hegemónico del país en la etapa contemporánea y sus redes inmensas de corrupción e impunidad, López Obrador parecía la opción más congruente para un México con urgencia de reparación.
El discurso del tabasqueño era imponente. Su facilidad para conectar con la gente era –y sigue siendo– poderosa. En los mítines, en las entrevistas, en los paneles, todo lo que emanaba de él parecía verdad. Su narrativa de ese momento permitía embalar las piezas de la realidad de un México desquebrajado, asegurándonos que él era la mejor opción para restaurar al país y empezar a eliminar la corrupción, la impunidad y los malos manejos que los pasados líderes habían permitido y alentado.
Un júbilo como el que hace mucho tiempo no se había visto apareció en las calles de todo el país con el triunfo de López Obrador en las urnas en 2018. “Un México salvado”, se pensó en muchas mentes. Y así, el 1 de diciembre de ese año el primer presidente de “izquierda” en nuestra historia reciente tomó posesión en medio de un apoyo popular abismal. Formado un nuevo gobierno, la tranquilidad y la esperanza comenzaron a golpear cuan ventisca a los recuerdos infames de las pasadas administraciones presidenciales. Pero pronto, la realidad en cambio nos azotó a nosotros.
Poco a poco los discursos de aquel candidato comenzaron a tornarse intransigentes y unidireccionales cuando se convirtió en presidente. Ese relato de unión de la sociedad mexicana contra los rivales comunes, como la corrupción, el nepotismo, la impunidad, etc., evolucionó a una narrativa divisoria entre buenos y malos, entre el gobierno del mandatario y los conservadores neoliberales, una que ha polarizado y obnubilado severamente a la población.
La lógica de lealtad a ciegas en las esferas altas y medias de su administración, su régimen de operación materializado en la frase “estás conmigo o estás en contra de mí”; el menosprecio a aquello que no vaya con su agenda o enflaquezca su imagen y autoridad; la socavación de organismos autónomos e instituciones que piensen diferente a él; y la inexistencia de un diálogo verdadero, alimentado y protegido con los disidentes del gobierno en turno, evidenciaron el carácter autoritario del ejercicio presidencial.
La burbuja de 2018 hace tiempo que explotó y de ella brotaron gotas que han permitido limpiar el cristal con el que la sociedad mira la realidad de la administración. Es importante creer, pero lo es aún más reconocer los errores. En todo gobierno, nos guste o no, lo apoyemos o no, la acción que debe imperar en la ciudadanía no es la lealtad, ni mucho menos la creencia ciega, sino la constante duda, especialmente la duda que se nos presenta entre lo que el gobernante dice y lo que realmente hace.
A media vida de la actual administración, parece que esto no ha sonado campanas en la sociedad como en realidad debería. Falta la mitad del camino por recorrer, por lo que aún hay esperanza de rectificar nuestro comportamiento. Si dejamos de ser críticos y no cuestionamos a nuestro gobierno por la simple afección que podamos tenerle al régimen, no habrá nada que nos separe de unas simples ovejas en un corral.