Autoría de 12:06 am #Destacada, Historias de la Metrópoli • 5 Comments

Visitantes de otros rincones del tiempo

CRÓNICA: JOSÉ ANTONIO GURREA C./LALUPA.MX

FOTOS: ROCÍO RUIZ/LALUPA.MX


Nuestros mejores días han pasado de moda
       y ahora son
       escarnio del bazar,
       comidilla del polvo
       en cualquier sótano
           José Emilio Pacheco

Apenas piso la enorme tienda de antigüedades, ubicada a metros del kilómetro cero queretano (Plaza Fundadores), y los numerosos objetos venidos de otros rincones del tiempo provocan en mí una cascada de sentimientos y emociones que me enchinan la piel, me avasallan… me invaden.

Prácticamente en la entrada del inmueble de Venustiano Carranza 25 encuentro varios botes repletos de fotos familiares. Me acuclillo y comienzo a sacar imágenes color sepia o en blanco y negro que muestran hombres y mujeres con modas y peinados de al menos hace 80 o 100 años congelados en paseos dominicales, en vacaciones en el bosque o en la playa, en celebraciones de cumpleaños o en ceremonias religiosas (predominan las bodas y las primeras comuniones). Son visitantes del túnel del tiempo. Más que eso: son espectros, son fantasmas.

Siento algo difícil de describir cuando observo esos rostros, tan llenos de vida, de personas que murieron hace ya muchos años. ¿Cuáles eran sus nombres? ¿A qué se dedicaban? ¿Dónde vivían? ¿Estuvieron alguna vez enamorados? ¿Cuánto tiempo les duró la felicidad (si es que alguna vez se toparon con ella)? ¿Tuvieron hijos? ¿Cuáles fueron sus sueños y sus ilusiones? ¿Cuáles sus frustraciones y sus pesares?  ¿Murieron trágicamente o de manera tranquila? Y finalmente: ¿quién fue el descendiente lejano o cercano que, sin miramientos, que sin escrúpulos, se deshizo de todas estas fotos, y las acabó vendiendo por dos bilimbiques al anticuario? Trato de hallar respuesta a tantas interrogantes. Indagar, al menos, quién vendió ese material. Pero es imposible saberlo. En este caso las imágenes provienen de la subasta de un lote completo de antigüedades. La huella se ha perdido.

Me viene a la memoria El olvido que seremos, la intensa y enorme novela del colombiano Héctor Abad Faciolince llevada recientemente al cine con Fernando Trueba en la dirección y Javier Cámara como protagonista principal:

Todos estamos condenados al polvo y al olvido […]. Sobrevivimos por unos frágiles años, todavía, después de muertos, en la memoria de otros, pero también esa memoria personal, con cada instante que pasa, está siempre más cerca de desaparecer.

Y, por supuesto, “Aquí. Hoy”,  el poema del maestro Jorge Luis Borges, de donde proviene el nombre de aquel conmovedor libro en el cual Abad Faciolince rinde homenaje a su padre, un profesor universitario que promovió la tolerancia y los derechos humanos en Colombia y que, precisamente por eso, fue asesinado por paramilitares en la ciudad de Medellín en 1987. Dice el autor de El Aleph:

Ya somos el olvido que seremos. / El polvo elemental que nos ignora / y que fue el rojo Adán y que es ahora / todos los hombres y que no veremos.

A un lado de los botes de fotos se halla una vasta colección tanto de cámaras antiguas como de reproductores de primitivos sistemas de video. Junto con las Kodak, las Agfa, las Leica… sobresalen dos videocámaras de 8mm: una Kodak Brownie, fabricada en la década de los 50 del siglo pasado, y la Yashica U Matic G, que vivió sus mejores años entre finales de esa misma década y principios de los 60, y que hoy es muy valorada por los coleccionistas que las adquieren en sitios digitales como eBay.

Ambas videocámaras fueron desplazadas por las otrora célebres Súper 8, aparecidas a mediados de los 60. Hasta antes de este modelo de la Kodak, la creación de películas o videos con sonido requería de mecanismos independientes a la cámara, por eso fue sumamente innovador que con un equipo de pequeño formato se pudieran generar videos con sonido.

Las atmósferas, los olores (huele a polvo, pero también a maderas finas), las texturas (madera, porcelana, metal, tela… cero plástico), me conmueven, me estremecen.  De nuevo se me abalanzan las preguntas sin respuesta: ¿cuántas personas habrán retratado esas cámaras? ¿Cuántas de las imágenes que observé minutos antes habrán surgido de estos lentes? Más aún: ¿cuántas vidas habrán cruzado por esos reproductores de 8 mm? ¿Cuál habrá sido su destino? ¿Habrá vida aún (y en qué condiciones) o todo será mero polvo cósmico? Trato de averiguar si en la tienda hay algunos de los videos grabados por esos equipos. Sin embargo, de nuevo, la respuesta de los anticuarios es negativa. Las videocámaras llegaron sin material grabado.

Sigo adentrándome en el enorme local. En uno de los principales salones de la vieja casona se despliega frente a mis ojos una colección de numerosos objetos de guerra: cascos alemanes, gringos, franceses; insignias nazis, una granada de mortero sin detonar, herrumbrosa, oxidada, y hasta un teléfono soviético de campaña que pertenece a la época de la Gran Guerra Patria (en occidente conocida como la Segunda Guerra Mundial), usado por los soldados de la hoz y el martillo para poderse comunicar con el cuartel general en plena batalla. De los 60 millones de muertos que hubo en esa conflagración bélica, los soviéticos “aportaron” 20 millones.

¿Qué nos contarían todos esos objetos de guerra si pudieran hablar? Por ejemplo: ¿Quiénes eran los dueños de esos cascos? ¿Murieron en batalla o lograron sobrevivir? ¿Cuántas vidas se salvaron cuando esa granada de mortero no estalló? ¿El teléfono de campaña del Ejército Rojo (adquirido a través de una subasta de Sotheby’s) habrá estado presente en la liberación de Leningrado (la ciudad mártir que resistió el asedio nazi durante 900 días)? ¿O quizá, habrá sido un protagonista en Berlin, la urbe donde se consumó la victoria de la URSS sobre los germanos?

Paradójicamente, muy cerca de estos instrumentos relacionados con el absurdo de la guerra y la muerte, se halla una muestra abundante de juguetes y artículos infantiles. Son objetos que relacionamos con la vida, con sus comienzos, con la esperanza del futuro, siempre tan trastocado por los afanes bélicos. Me deleito, a manera de ejemplo, con una carriola de mimbre que el anticuario calcula fue fabricada entre los años 20 y los 30 del siglo pasado. Sé que es muy improbable, pero si todavía vive, el primer bebé que se paseó en ese carrito debe andar rozando el siglo de vida, o incluso ya lo cruzó.

Hay más: sobre el mostrador principal, nos observan un “Gordo” y un “Flaco”, también de los años 20 del siglo pasado, un Charles Chaplin de la misma década y una brujita de 1900. Los tres, juguetes gringos. Laurel and Hardy están fabricados totalmente con madera (el “Flaco” tiene una de sus piernitas cortada a la mitad). El gran Charlot es 100 por ciento de porcelana. La pequeña “hechicera” es de tela, pero su carita, sus manos y sus pies son también de porcelana.

De nuevo más inquietantes interrogaciones: ¿Quién o quiénes habrán sido los propietarios de estos muñecos? ¿Por cuántas generaciones de infantes habrán pasado? Tengo la certeza, como en el caso de la carriola, que se trata de seres que hace tiempo se despidieron del mundo de los vivos, que muy probablemente ya son en la tumba las dos fechas: la del principio y la del término (Borges, dixit).

Y la belleza pasó rápida, como el modelo de los autos
y las canciones de los radios que pasaron de moda.
Y no ha quedado nada de aquellos días, nada,
más que latas vacías y colillas apagadas,
risas en fotos marchitas, boletos rotos,
y el aserrín con que al amanecer barrieron los bares.

           Ernesto Cardenal

Camino por los varios salones de esta casona del siglo XVIII. He tratado de describir algunas de las piezas que ahí se encuentran, pero, admito, me he quedado corto, pues son innumerables los objetos de todo tipo exhibidos en aparente caos: relojes colgantes de madera de encino marca Ansonia (en “módicos” 6 mil pesos), que con sus péndulos midieron otros rincones del tiempo. Vitrolas con sus respectivos discos de pasta dura 78rpm, donde los abuelos escucharon y bailaron fox-trot y charleston. Escucho la música de Bob Crosby y no puedo evitar cerrar los ojos e imaginar a una pareja en pleno baile. Ellos, con sus trajes negros, sus corbatas de lazo y sus sombreros redondos de paja. Ellas, con sus vestidos de tubo con listones colgando a la manera de pequeños flecos y sus sombreros en forma de campana.

En ese barullo de cosas sobresalen los altares religiosos provenientes de capillas familiares, desde donde seguramente se “lanzaban al cielo” lo mismo breves jaculatorias de agradecimiento o solicitud, que padres nuestros, aves marías y rosarios completos cuando se buscaba la salvación de las almas de los parientes difuntos. No faltan las cajas registradoras de hace 100 años, cuando el consumo familiar se media en centavos, o los teléfonos Kellogg de 1903 (a 5 ml 500 pesos), cuando llamar por uno de estos aparatos al pariente cercano era similar a la experiencia de comunicarse a otro planeta o, más aún, a otra galaxia…

Entre los objetos más extraños me topo con una cabeza de jíbaro. Sí, una cabeza reducida seguramente en alguna selva amazónica como resultado de algún ancestral procedimiento con tintes bélicos y religiosos. Quienes practicaban este macabro rito creían que al matar a un enemigo, su espíritu seguía vivo dentro de su cabeza, pero que al cortarla primero y reducirla después, el vencedor se apoderaba del espíritu del vencido. El propósito de la reducción no era, pues, destruir al espíritu sino esclavizarlo.  El anticuario me informa que esa rareza pertenecía a un militar y su precio a la venta es de 40 mil pesos.

En el polvo del mundo se pierden ya mis huellas;
me alejo sin cesar.
No me preguntes como pasa el tiempo.

           Liu Kiu Ling

¿Cuántas residencias desmanteladas se encuentran aquí? ¿Cuántos objetos largamente atesorados por sus propietarios fueron malbaratados, quizá por falta de espacio, probablemente porque pasaron de moda, o tal vez porque simplemente descendientes o herederos no los supieron valorar?

Este tipo de negocios, comenta el anticuario, se heredan de generación en generación (en este caso, perteneció primero al abuelo y luego al padre de los actuales dueños). ¿Cómo se abastecen de sus preciados objetos?, pregunto. En subastas que a veces se realizan en línea y en otras ocasiones son presenciales (donde lo mismo se rematan objetos individuales que lotes completos). También en exposiciones y con conocidos y familiares, pero son mayoría las piezas que llegan a través de particulares, quienes se deshacen de los objetos cuando los abuelos o los padres fallecen. “La mayor parte de las veces desconocen el valor de las antigüedades. Las ven como basura estorbosa y las malvenden. Hay mucha ignorancia en esto”, dice el encargado de la tienda, quien abre los brazos, se encoge de hombros y me dedica una risa sardónica.

Antes de dejar la casona de Venustiano Carranza, y salir a las calles queretanas también repletas de historia, volteó y, accidentalmente, mi rostro se refleja en uno de los espejos estilo Luis XV que proliferan en el lugar. Involuntariamente, doy un paso hacia atrás y voy de nuevo con José Emilio Pacheco (el poeta con el que abrí esta crónica), quien, como si fuera el mar eterno, “me sale al encuentro por todas partes”.

Sobre tu rostro
crecerá otra cara
de cada surco en que la edad madura
y luego se consume y te enmascara
y hace que brote tu caricatura
.

LA TIENDA DE ANTIGÜEDADES “EL SITIO DE QUERÉTARO” SE ENCUENTRA EN VENUSTIANO CARRANZA 25, EN EL CENTRO HISTÓRICO QUERETANO.

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Last modified: 17 agosto, 2024
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