A lo largo de 12 entregas de esta columna, he hablado de seguridad, armas, bombas, guerras, industrias del entretenimiento, películas, programas de televisión, canales de YouTube, y cultura, como si fueran lo mismo. En esta ocasión, les voy a contar porqué.
El objetivo de los estudios de seguridad, reducido a su mínima expresión, no es más que un análisis del conflicto entre la vida y la muerte: el deseo de supervivencia,de la mano de la máxima “lo que sea necesario para sobrevivir”. Cualquier expresión de seguridad busca la prevalencia de la vida, o de lo que valoramos en ella.
Ya sea militar, política, societal, económica, ambiental, cibernética, energética o de género, la seguridad encuentra cómo conjugarse con las necesidades y miedos de las sociedades que la han empleado, buscando prevalecer ante una amenaza, tangible o imaginaria.
Al respecto, recuerdo a un profesor de la universidad, dando clase desde la puerta del salón: “Cuando se analiza el biopoder, como lo hacía Foucault a través de la biopolítica, no debe perderse de vista la necropolítica, es decir, la administración de la muerte…”, decía mientras bebía su café de maquinita y fumaba un cigarro, con una mano afuera.
Partiendo del biopoder -concepto que engloba los procesos que son propios de la vida, como el nacimiento, la muerte, la sexualidad, la enfermedad y la migración- la biopolítica busca la regulación de la población como un cuerpo político, por lo que aquellos que amenazan la sobrevivencia de la mayoría se les deja morir al ser omitidos. Mientras, la necropolítica se enfoca en el derecho a matar y exponer a otrxs a la muerte, ya sea social, política o biológica.
Entre esa omisión y el dolo, existe el discurso o la narrativa, es decir, lo que decimos o nos contamos para que lo que hacemos tenga sentido. Por un lado, la biopolítica es propia del cuento de hadas con un reino perfecto, donde a los indeseables monstruos se les echa al bosque, debajo del puente, a las tierras malditas: porque lo que no se cuenta no existe. Por otro, la necropolítica es la distopia, la metáfora de la cubeta de cangrejos, en donde necesitamos contar historias para justificar la extinción de lxs otrxs.
La cultura es uno de los mejores ejemplos de esta clase de discursos. Tanto, institucional como socialmente, induce y conduce las conductas, facilitando, limitando o impidiendo la protección formas de vivir disidentes o periféricas. Porque, a pesar de que la definición más precisa de “cultura” es “todo”[1], no todo es considerado cultura. Y en la sociedad de la publicación, aquello que no se cuenta…no (importa si) existe.
Las secretarías de cultura nacionales, estatales y municipales -por más abandonadas que estén- tienen como principal función proteger y preservar la matriz cultural de sus sociedades. Sin embargo, muchos modelos de sociedad no son flexibles y verdaderamente incluyentes, pues responden a una planeación biopolítica, o necropolítica, más o menos consciente.
Los estudios de seguridad, como ya he dicho anteriormente en este espacio, cuentan con una rama especial para estudiar estos fenómenos, llamada seguridad societal. Esta se encarga de analizar y responder amenazas a la arquitectura cultural, que la ponen en riesgo de transformación.
Tanto la industria, como las instituciones culturales, encuentran sus acciones conducidas por intereses comerciales o políticos. Esto quiere decir que dirigen la atención mediante obras y manufacturas:Los productos culturales son un caso ejemplar de una narrativa procesada y dirigida a una audiencia, sector, mercado… Las historias correctas pueden reforzar la identidad de una sociedad, a tal grado de hacerla exportable, convirtiéndose en un poder de influencia, un poder suave.
Sin embargo, en esta matriz cultural exportable, algunxs son omitidxs. El olvido los convierte en“muertos vivientes”, que en el mejor de los casos viven pero no existen, árboles que caen pero nadie escucha; porque muchas veces se convierten en retratos e imágenes indeseables, y deben de ser eliminadxs.
Uno de los mejores ejemplos que me viene a la mente ahora es la película Parasite, del sudcoreano Bong Joo Ho. A diferencia de las telenovelas (kdramas) y las películas coreanas más populares, este filme no presenta la historia de los ricos, de los exitosos ni de los blancos; sino de los que viven bajo tierra. Un producto contracultural, crítico de la dinámica biopolítica de omisión sistemática en Corea, y con potencial de exportación.
Este análisis puede ampliarse casi infinitamente, y es conveniente que así sea: no sólo por el impacto que tiene en la vida de lxs otrxs, también por la relevancia individual, lo que dice de unxmismx, de la cultura que cada quien cultiva, y la que deja marchitarse.
La seguridad societal y la cultura, siempre que estén enunciadas desde posiciones de poder, deben ser cuestionadas, porque pueden ser tan desastrosas como cualquier bomba o bala, pero silenciosas: ¿seguridad para cuántos? ¿a costo de qué o quién?
[1]La M. Adriana Olvera me pasó una definición de cultura que me gusta mucho, del diccionario Academia Autoridades de 1729: “Cultura s. f. La labor del campo o el ejercicio en que se emplea el labrador o el jardinero”. Hace mucho existió la cultura de la tierra, hoy quién sabe de qué planeta sea.
AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “EL SONIDO DE LA H”, DE BRAULIO CABRERA, PARA LALUPA.MX
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