Hace algunos días me avisaron de la muerte del que fue mi maestro de computación en la universidad. Le dije a mi amiga Lorena, quien me avisó del deceso, y compañera también de la carrera: ¿Recuerdas cuando teníamos examen? Me aterrorizaba su voz cuando gritaba: ¡Guarden! Porque era la señal de que el tiempo para la prueba se había agotado.
Hasta el segundo año de la carrera seguí entregando mis trabajos en máquina de escribir. Tener computadora en ese entonces era muy caro. (Ahora sigue siendo caro, pero hay más opciones). Así que en la clase de cómputo tenía que aprovechar al máximo el tiempo.
En secundaria me asignaron al taller de secretariado, asignatura que también fue un terror, sobre todo en las prácticas de mecanografía. La maestra, María Magdalena, pasaba a revisar, uno a uno, que estuviéramos escribiendo con ambas manos, rápido y sin ver el teclado. Nos obligaba a llevar el cubre teclado, una especie de babero que se sujetaba del cuello y se amarraba por detrás de la máquina para cubrir todo el teclado. La mujer pasaba por detrás de nuestro lugar y si escribías lento, con un taconazo daba la orden de agilizar la escritura. La verdad, al escribir esto, siento su presencia fantasmal en mi espalda, pues por más intentos, no escribo nada rápido.
La misma maestra nos vendía las hojas para escribir, blancas y de varios colores. Un día en el súper le pedí a mi padre que me comprara un block de hojas de color. Lo hizo. Grave error, la maestra me bajó varios puntos porque no había comprado las hojas con ella. Nunca más cometí tal osadía.
Para los ejercicios en casa estaba mi máquina de escribir, una verde Olivetti, muy bella. Mi padre se la compró a don José, el señor que le rentaba un cuarto a mis padres en el barrio de San Francisquito. Mi primera casa. Don José ya no ocupaba la maquinita, en un tiempo la utilizaba para hacer los recibos de sus inquilinos y mandar cartas a la familia que vivía fuera de la ciudad, pero en aquella ocasión que lo fuimos a ver, dijo que ya no tenía ningún familiar vivo, y sus dedos eran tan delgados que ya no podía teclear. Aceptó venderla.
Muchas noches me la pasé en vela haciendo mis ejercicios en aquella Olivetti usada que, a la fecha, aún conservo con su funda original. En la secundaria teníamos unas máquinas Olivetti grandes, sus teclas eran tan duras que había que presionar con fuerza para que los dedos no se quedaran encajados entre una tecla y otra. Con tal experiencia mi primera computadora sufrió de traumáticas aporreadas, pues tecleaba sin miedo ni consideración alguna. Todavía me descubro con tales salvajismos, cuando estoy en público trato de actuar con delicadeza, pero mis dedos que fueron amañados con el ansia, se desbocan con violencia al menor descuido.
Me quedan algunos textos que escribí en mi Olivetti verde, pero de todos aquellos primeros trabajos que realicé en la computadora no hay nada, como era una máquina que utilizaba disquetes, al descomponerse ese acceso, toda mi información guardada en aquellos pequeños cuadrados se perdió, y después algunos años tiré todo a la basura. Se le adaptó un lector y grabador de CD y un acceso para USB. Hoy las computadoras portátiles ya ni siquiera leen el CD.
Recuerdo con nostalgia todo eso. Y me dan ganas de sacar mi vieja Olivetti y escribir de lo que se pierde y la gente que ya no vuelve.