Transparencia Internacional acaba de presentar su Índice de Percepción de la Corrupción 2021. Un índice que, sobre la base del análisis de especialistas, académicos y empresarios, evalúa 180 países.
Este instrumento pone una calificación de 1 a 100 a cada nación evaluada, siendo 100 el menos corrupto y 1 el más corrupto. Si revisamos las calificaciones de América Latina, el país que nos enorgullece es Uruguay con una calificación de 73, seguido por Chile con 67. Los demás no pasamos de 40 (México obtuvo 31).
Muchos análisis pueden desprenderse de estos resultados. Podrían explicar por qué en algunos países la inversión extranjera es tan baja. Ayudarnos a mapear las causales del desempleo y la inseguridad. Sería posible asociarlo con la falta de institucionalidad. Es decir, se pueden vincular con diversas variables sociales, económicas y políticas. Entre las políticas hay una que es muy sensible para la región y es la democracia.
Pensemos cómo es la democracia en Uruguay: transición presidencial pacífica. Según The Economist, es el país más democrático de este lado del mundo. Tiene la clase media más grande de Latinoamérica. Incluso lo catalogan como una de las mejores naciones para vivir.
Mientras que, del otro lado de la escala del índice, la peor calificación de la región se la lleva Venezuela con 14. Un país en el que sobra hablar de sus altos niveles de desempleo, pobreza, inseguridad y falta de confianza en las instituciones, con una “democracia” en riesgo.
Esto hace que sea evidente que la relación entre corrupción y democracia es inversamente proporcional. Un país donde la percepción de corrupción es menor tiene más probabilidades de tener una democracia plena, de generar desarrollo y garantizar confianza. Es una democracia capaz de seguir perfeccionándose.
Para muestra un botón. A raíz de la pandemia, el mundo se enfocó en automatizar todo: la educación, el trabajo, la salud. Pero, particularmente, hubo algo que no logró automatizarse y fueron las elecciones. Los países de la región que tuvieron procesos electorales en estos dos años debieron generar protocolos para garantizar sufragio presencial con riesgo de que implicara aglomeraciones y posibles contagios.
El motivo de que no estén automatizadas en América Latina –algo que debió ocurrir hace muchos años no sólo por la pandemia– no es económico (cabe decir que implicaría una importante inversión inicial, pero que disminuye los costos de cualquier proceso electoral). El principal motivo es la desconfianza en las instituciones. Desconfianza que aumenta cuando nuestro referente de voto electrónico es Venezuela.
El panorama para América Latina no es alentador. En medio de la pandemia que agudizó la desigualdad y la pobreza, tenemos que reactivar nuestras economías, y la corrupción es como tratar de salir a flote amarrados a una enorme piedra al pie. Sólo tenemos dos opciones: implementamos mecanismos eficientes de control anticorrupción y fortalecemos la democracia o dejamos que la región se ahogue.
Qué análisis tan banal y superficial para alguien en su posición. Hubiera profundizado más.