1
Una mujer dice amar a un hombre, aunque sabe que en el momento en que lo está diciendo su hombre puede estar teniendo una relación íntima con otra mujer; dice que lo ama, y conoce a una decena de las amantes de su hombre, aparte de su esposa, de quien no se puede separar por un sinnúmero de conflictos inexplicables; dice que lo ama aunque ha tenido con él repetidas discusiones, muchas de ellas envueltas en violencias insoportables; ella dice que ocasionalmente mantiene relaciones con algunos sujetos sólo para provocarle celos a su hombre, que voltea a mirarla y a mimarla de inmediato; dice que lo ama, aunque él quiera comprobar su propia hombría seductora con cualquier mujer que se le ponga enfrente; dice que lo ama en los cuerpos de otros hombres, que sólo le sirven para intensificar su amor; dice que lo ama sin remedio mientras beso su pecho desnudo y la escucho sorber algunas lágrimas que inesperadamente salen de sus hermosos ojos.
2
Hablaba tanto de su gato que una tarde de viento gélido quise conocerlo.
—No te lo recomiendo —dijo.
Era su guardián, era su custodio, era su protector, era su cancerbero. Así decía. Con todas las eras del mundo. Era su vigilante, era su inspector, era su celador, era su espía, era su…
—No exageres, primor —le dije, arrebatándole la palabra.
Cuando decía todos esos adjetivos se apretaba las manos, alzaba el pie izquierdo, como si estuviera maravillada, como si otorgara un beso y las sensaciones ocultas, como sembradío de agujas, le recorrieran felizmente el cuerpo.
—Tú porque no tienes un animal como el mío —dijo, y se cruzaba de brazos, dándome la espalda, haciéndose la enojada.
Un animal como el suyo.
Vaya expresión.
Se lo trajeron sus tíos del Congo, me parece. Fue un regalo inesperado. Cuando cumplió la mayoría de edad. Eso, dice, le ha cambiado la vida.
—Pero los gatos no tienen sentimientos, andan por su cuenta, son solitarios, convenencieros, petulantes, sober…
Siempre sucedía lo mismo cuando le informaba sobre el temple de los mininos. Me pedía que callara, de inmediato. Y decía, una y otra vez, que yo era…
—… Un insensible, eso es lo que eres…
Y casi lloraba.
Yo le decía que no era mía la culpa por tal comportamiento animal.
—Así los hizo Dios para la amargura de la mujer —le explicaba—. Así los hizo de indiferentes. Y por eso ustedes los quieren a esos malvados. Porque las desprecian. Porque las hacen a un lado.
Brotaban entonces irremediablemente tres lágrimas de sus ojos. Sólo tres.
Y guardaba silencio. Yo. No ella. Por el contrario. Empezaba a decirme una serie de cosas que prefiero no transcribir; pero siempre, de nuevo, salía a relucir que yo era…
—… Un insensible, eso es lo que eres…
Y a veces se mordía los labios, quizás arrepentida por tanta violencia hacia mi persona.
Tenía poco tiempo de conocerla. Acaso dos meses. Pero lo nuestro fue como un flechazo de Cupido. Tal vez porque ambos no teníamos a nadie. Tal vez porque ambos éramos los únicos sin acompañantes en aquella reunión. Tal vez porque ambos estábamos borrachos. No preciso bien quién fue el que le habló a quién, lo que sí sé es que intercambiamos números telefónicos y nos despedimos. Y al otro día no recuerdo quién le habló a quién, pero ya estábamos comiendo en una bonita fonda a sugerencia de ella. La verdad no recordaba su rostro. Creo que ella tampoco el mío, porque un buen rato estuvimos ambos como esperando a que llegara el otro cuando ya teníamos como media hora esperándonos. Sólo porque yo marqué su celular nos dimos cuenta, ja ja ja, que estábamos uno frente al otro. Qué risa. Yo no sé si la habré decepcionado, pero ella a mí sí me gustó. En un lapso de tres semanas nos hicimos pareja. No novios. Porque eso ya no se dice. Ni amantes. Porque eso de amantes es para maridos y esposas que les ponen cuernos a esposas y maridos. Ni camaradas. Porque no pertenecíamos a ninguna guerrilla. Sino pareja. De una buena vez. Pareja, aunque no viviéramos juntos. Porque, ¡ay!, uno era del otro. Y de nadie más.
Ella vivía con su abuela. Yo también. Bueno, no con la suya sino con la mía. Y eso nos fortalecía. Hijos sin padres. Bueno, sí, pero no viviendo con ellos. Por alguna circunstancia vivían alejados de nosotros. Los de ella estaban instalados fuera de la ciudad. Los míos, fuera del país. Y no teníamos hermanos. Sino hermanas. Dos cada uno. Pero ya estaban casadas. Y vivían en otra parte.
Todo marchaba bien hasta que salió el tema del gato.
Fue una noche sin Luna.
Ella dijo que su mascota era lo más lindo del mundo.
—Si es un gato no sé por qué dices eso —aduje.
Me vio con cara de no entender.
—Porque los gatos son desapasionados, arbitrarios, veleidosos, petulantes, sober…
Fue cuando me calló, por primera vez.
Pero así son.
Aunque me callara mil veces, los gatos son así.
Ella decía que el suyo no era así, en lo absoluto.
—Se sienta bajo mis pies, me hace arrumacos, me da mordiscos leves, me lame, me hace cosquillas…
Imposible.
—Eso no es cierto —le decía—, no sé por qué esa obsesión por la mentira. Tu gato es como todos los otros gatos. No son distintos uno de otro. Sólo cambian sus pavorosos ojos de diablo…
Claro, jamás debí haber dicho eso. Porque desde ese momento nuestra relación se modificó un poco.
Me vio como si yo fuera su peor enemigo.
No puedo olvidar sus ojos. Destilaban furia. Furia bestial. Hasta me asustaron.
—¡No vuelvas a decir eso nunca más! —me ordenó.
Dos días me habló en un tono diferente, hasta que le pedí que recapacitara.
—Un animal no puede separarnos, amor —le dije.
Bajó la cabeza.
—Tú porque no tienes un animal como el mío —dijo.
Me pareció aún más sensual, pero no dije nada. Hablaba tan en serio que sus cejas se arqueaban de manera natural.
Por eso le pedí una tarde de viento gélido que me lo presentara.
Entonces fue cuando dijo:
—No te lo recomiendo —lo que me incomodó, ¿pues de qué clase de bicho se trataba?
—Mañana mismo —le exigí, cariñosamente.
Puso una condición: que no la sobresaltara, pues si el minino se percataba de mi trato era capaz de rasguñarme o de morderme o de exhibirme sus afilados colmillos o de espantarme con sus aullidos o de…
—Ya, mi amor, serénate, no es un gorila sino un gato, un simple gato, un gato común…
¡Cómo la enmuinaba, Dios, que yo le dijera gato al gato!
Porque era su centinela, era su vigía, era su adjunto, era su satélite, era su…
Hasta que le puse un dedo en su hermosa boca.
Exageraba, como siempre.
El día señalado llegué puntual, con unas rosquillas para ella y unas flores para el minino. No estaba la abuela. Estaríamos los tres solos. Pero luego de casi una hora el famoso don gato nomás no se presentaba, lo que me inquietó.
—¿Y aquél? —pregunté, mirando para todos lados, tratando de ver si estaba escondido debajo de la mesa, detrás del sofá, arriba del librero sin libros..
Ella me hizo con señas que me calmara, lo que de plano me enfadó.
—¡Oye, no estoy ofendiendo a nadie! —grité, como para hacerme sentir, para hacerme de carne y hueso, para hacerme visible.
El canijo gato no iba a perturbar nuestro amor. Ya era el colmo. Como si en lugar de gato fuera mi suegro, o King Kong, o Godzilla. Ya basta de tanta sujeción zoológica. ¿Dónde estaba metido el felino?
Ella me miró con las mandíbulas desfallecientes, y empezó a llorar, y de pronto me dejó solo, se fue no sé hacia dónde, y me quedé allí sentado sin saber qué hacer.
Un silencio prolongado siguió a su ausencia.
Un silencio sordo, tenso, oscuro.
Hasta que sentí que algo estaba detrás de mí, como olisqueando mi presencia, como midiendo el terreno.
El gato, seguramente.
Volteé a verlo y un rugido escandaloso, seco, me hizo ponerme de pie en un segundo: allí estaban sus colmillos afilados con la enorme boca como para detenerle el corazón a cualquier ingrato. Comencé a sudar a raudales. Y a gritarle a mi amor por su nombre. A gritar con fuerza inaudita.
—¡Auxilio, mi vida, aaa uu xi lioooo! —grité aterrado mientras el fiero león se acercaba a mí, lentamente, mirándome con desgano pero con mucha, demasiada, curiosidad.
3
Muchas veces se da el cuerpo
en provecho del concepto amor,
no de quien se introduce en él
si bien lo utiliza para sus requerimientos satisfactorios:
generalmente, el hombre se satisface aun no amando
y la mujer lo complace a veces sin saber incluso del concepto amor.
No la imagino en otras manos porque, teniéndola, cualquier hombre adivina los gozos que provee,
o pudiera proveer, aun no amando:
su cuerpo es tan amoroso
que sin conocer el concepto amor
es capaz de inventárselo.
No sólo la amo por su elocuente capacidad de amar,
sino por su gran corazón,
que es lo que menos importa
a un hombre que desea hurgar en un bello cuerpo.
Sus entregas son tan desmesuradamente apasionadas
que me es ineludible pensar en las vorágines amorosas de su pasado:
voluptuosas, ilimitadas, placenteras.
Y no hay, no debe haber, reproche alguno en esta aseveración
porque su cuerpo se ilumina estando desnudo
iluminando consecuentemente los deseos masculinos.
En cada acto sexual suyo hay una mujer entera
que no se guarda nada para sí:
cada fragmento de su cuerpo pertenece
a quien ama cuando ha decidido entregarse,
porque el amor para ella es sagrado,
y eso, amante que es uno de ella, es invaluable:
ama amorosamente en el amor,
y no hay redundancia ninguna en esta aseveración.
Y no hay nada más férvidamente gozoso
en quien la ama que corresponderle
con doble gratitud el placer innombrado que otorga,
que me otorga.
Cualquiera se puede quedar maravillado
al mirar su cuerpo desnudo,
pero pocos los afortunados en saber
la manera como lo comparte en la intimidad.
Ciertamente no es lo mismo besar su cuerpo,
que puede maravillar a cualquiera,
que tener la fortuna de ser absorbido
por los fragmentos besados de su cuerpo.
Efectivamente no es lo mismo hacer el amor
a una mujer sin ser amado
que ser amado por esta misma bella mujer,
si bien en ambos casos, sí,
el gozo masculino es irreversible.
Cuando una mujer da su cuerpo a un hombre que no ama,
acaso sin querer le está otorgando
el mismo placer que al hombre que ama:
son cosas que no se entienden,
pero no por ello dejan de ser reales,
como tangible es la diferencia
entre estar maravillado y ser afortunado.
4
No contenta con haberlo despojado de todas sus pertenencias, también se robó su corazón.
5
Después de hacer el amor por primera vez, ella le preguntó si la quería.
—Todavía —respondió él.
Al año de su enamoramiento, él le regaló un disco de Moby.
—¿Me amas? —le preguntó.
—Todavía —respondió ella.
En su décimo aniversario, luego de hacer el amor él, nervioso, preguntó si lo quería.
—Todavía —respondió ella, anidándose en sus brazos.
Cuando ella cumplió el medio siglo de vida, estando ambos en la cama platicando sobre todas las cosas que habían pasado juntos, preguntó si la amaba.
—Todavía —respondió él, y le dio un beso en la boca.
Octogenario, a punto de morir, en la agonía, él, desesperado, aferrándose a las manos de ella, le preguntó si lo amaba.
—Todavía —dijo ella, con lágrimas en los ojos enrojecidos.
Fue lo último que él escuchó en la vida, y ella guardó silencio los años que le faltaban por vivir.
AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “OFICIO BONITO”, LA COLUMNA DE VÍCTOR ROURA PARA LALUPA.MX
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Simplemente maravillosas estás tres historias!!
Todas las historias me encantaron, pero la del gato, más.