Tal vez, como en ninguna otra ciencia, los planteamientos que dan sustento a la filosofía desde su origen se mantienen vigentes e incontestados.
Las mismas preguntas formuladas desde el inicio de la humanidad —¿qué son y por qué ocurren los fenómenos naturales?, ¿cuál es el sentido y el origen de la vida?, ¿acaso existe un creador?, ¿la humanidad es buena o mala por naturaleza?— continúan formulándose e intentando resolverse desde la óptica particular de la sociedad de cada época.
Así como en las ciencias naturales existe el principio de nada se crea, nada se destruye, todo se transforma, en la filosofía cabría también un postulado que denotara la irresolubilidad de las cuestiones básicas de la existencia. Si bien, cada civilización —independientemente de su grado de avance técnico-científico— ha intentado conferir respuestas a esos magnos enigmas, todavía no hay respuestas contundentes para ellos.
Podría suponerse que con el paso del tiempo y mediante el “progreso” de la civilización estas dudas existenciales tendrían que variar o podrían irse resolviendo, pero no. En esencia son las mismas. Aun cuando el adelanto en la tecnología ha sido vertiginoso durante el último siglo y las primeras décadas del presente, las cuestiones inherentes a la condición humana mantienen intacta su incógnita. Incluso, se han agravado ante la angustia de la auto-aniquilación, exacerbada esta por el surgimiento de amenazas inéditas que han germinado como resultado, justamente, de la acción humana: cambio climático, pandemias.
De hecho, las cuestiones sobre el propio origen del universo y la vida no sólo se mantienen sin respuestas, sino que ahora, ante el mayor conocimiento que se posee sobre eventos cósmicos, los enigmas ancestrales se amplían y multiplican, produciendo nuevas dudas sobre fenómenos e hipótesis que hasta hace poco eran inimaginables: agujeros negros, multiversos, la teoría de cuerdas, etc.
Surge entonces la necesidad de analizar las cosas desde otro ángulo, desde una óptica distinta, desde un “nuevo paradigma” a partir del cual las ciencias formales se aglutinan en la búsqueda de la verdad.
Ello nos lleva a otra cuestión: esa “verdad”, la “realidad” que espera ser descubierta, es independiente del vasto o exiguo conocimiento que los seres humanos hemos logrado desarrollar a lo largo de los 10 mil años que llevamos como especie que propició la civilización a partir del descubrimiento de la agricultura.
Esa “realidad” existe más allá de la percepción que nuestros limitados sentidos nos han permitido aprehender del universo que nos rodea. Esta contraposición entre la “realidad” y “lo que se conoce” fue abordada incluso desde los filósofos griegos, quienes plantearon la diferencia entre episteme (verdadero conocimiento de lo inmutable) y la doxa derivada de la realidad sensible, según Platón.
El filósofo italiano Maurizio Migliori (2009) define así esta diferencia:
…el objeto de la doxa es la realidad que es y a la vez no es, mientras que el de la episteme son las realidades que son siempre en sí mismas inmutables.
La comprensión de que “realidad” y “lo que conocemos” son dos cosas distintas no ha hecho sino complicar la explicación de la verdad, de lo verdadero, de las interrogantes que desde hace milenios aguardan respuestas.
De tal manera que los fenómenos que sorprendieron a los primeros grupos humanos siguen sin explicarse fehacientemente a la luz de la ciencia moderna: los huracanes, terremotos, erupciones volcánicas y demás sucesos naturales responsables de asolar y sepultar civilizaciones de antaño continúan siendo amenazas graves para las megalópolis actuales ante la imposibilidad de predecirlos con exactitud.
Si entonces la filosofía nada ha podido resolver aún, ¿qué es o para qué sirve?, ¿cuál es su utilidad o función?, ¿cabe aún entre los afanes de las sociedades orientadas a buscarle utilidad a todo lo existente?, ¿filosofar es un verbo vigente en un vocabulario en el que ganancia, lucro, peculio y tasa de interés son los términos preponderantes?
Otro filósofo, también italiano ―Nuccio Ordine― perece responder lo anterior con su extraordinaria obra La utilidad de lo inútil:
…lo sublime desaparece cuando la humanidad, precipitada en la parte baja de la rueda de la fortuna, toca fondo. El hombre se empobrece cada vez más mientras cree enriquecerse (Ordine, 2014).
La filosofía es relevante y necesaria porque dentro de ella caben y se conglomeran todas las demás disciplinas científicas, porque es como el Big Bang del conocimiento, dado que a las respuestas de los enigmas que intenta resolver sólo podemos acceder a través de la física, las matemáticas, la biología, la geografía, la antropología… en realidad, a través de todas las ciencias —las exactas, las naturales y las sociales—. Porque resume el acto fundamental que nos distingue de todas las demás especies: pensar. Porque, como contemplación reflexiva de lo que existe, ha conformado el arte y la cultura que no son sino expresiones del espíritu humano que se manifiesta como evidencia de su existir en la inconmensurable dimensión del espacio-tiempo.
Porque sin la filosofía de los pueblos antiguos no habríamos sabido de su existencia ni conocido jamás su grado de “civilización”. Porque sin el legado de sus conocimientos la sociedad actual no tendría el adelanto del que gozamos hoy en día.
¿Qué le espera a la filosofía? En un mundo donde leer, mirar, contemplar, dormir o meditar son actividades cada vez más obsoletas ante el auge de lo inmediato, lo productivo, lo lucrativo, han comenzado a proliferar pseudociencias que apelan a los mitos más atávicos e irracionales para explicar lo que la ciencia todavía no puede develar.
En esta sociedad donde internet se erige como el medio idóneo para informarse, conocer, divertirse y convivir, los “terraplanistas”, los “conspiranoicos”, “los antivacunas” y la infodemia son muestra de grupos y fenómenos que cuestionan la ciencia y tergiversan la verdad, pero exaltan la ignorancia, y encuentran en el ciberespacio terreno feraz para prosperar y multiplicarse.
El connotado astrofísico estadounidense Carl Sagan, aun antes de internet, lo anticipó con precisión asombrosa:
… la caída en la estupidez de Norteamérica se hace evidente principalmente en la lenta decadencia de los medios de comunicación, de enorme influencia, la programación de nivel ínfimo, las crédulas presentaciones de pseudociencia y superstición, pero sobre todo, en una especie de celebración de la ignorancia (Sagan, 1998).
Esa ignorancia rampante que exhiben los influencers y comunicadores de la era digital, y a cuyos seguidores Umberto Eco (2015) aludió en su última obra como “legiones de idiotas” es la que promueve un nuevo paradigma en el que la filosofía, en su acepción más elemental —el amor a la sabiduría— no tiene cabida.
No es halagüeño el futuro para el conocimiento. Cada vez hay menos tiempo para el análisis y la introspección. El cogito ergo sum cartesiano, elemento fundamental del racionalismo, se ha vuelto desconocido para las nuevas generaciones que rigen sus vidas conforme a las apps de moda.
Y nuevamente ahí, al igual que en los tiempos antiguos, la filosofía será como la lámpara de Diógenes de Sinope cuya luz esté en búsqueda no de hombres honestos, sino de la verdad de lo que existe, dado que nuestra infinita insignificancia en la escala cósmica impide a nuestra mente concebir siquiera el porqué de la existencia.
Afortunadamente, la capacidad de asombro será lo último que la humanidad pierda ante un futuro que se avizora distópico e incierto. Y entonces, también, redescubriremos que la contemplación reflexiva del universo es el único medio para explicar la realidad circundante aun cuando el razonamiento, la consciencia y el conocimiento humano son incapaces de responder a todas las interrogantes que nos plantea la búsqueda de la “verdad”.
Por ello, y mientras el futuro llega, la filosofía estará viva y vigente como antídoto al encumbramiento de la estulticia y, aún antes de revelar las grandes respuestas al misterio de la existencia, podría ayudarnos a encontrar soluciones a entresijos más mundanos, por ejemplo: ¿cómo ser mejores personas?