El mundo tecnológico en el que vivimos actualmente depende cada vez más de esos diminutos dispositivos electrónicos hechos a base de silicio y otros materiales semiconductores: los microchips. En su disponibilidad y operación descansan desde las actividades cotidianas, como conducir hacia nuestro lugar de trabajo usando el sistema de posicionamiento global (GPS, por Global Positioning System) del teléfono inteligente, o unirnos a una clase virtual a través de la computadora; hasta aquellas tareas menos obvias para las personas, pero quizá más importantes para el funcionamiento de la economía mundial, como los sistemas computarizados de logística que siguen los contenedores a través de los océanos del mundo, o los sistemas satelitales que permanentemente monitorean las parcelas de cultivos para conocer las necesidades individuales de cada planta y determinar el momento oportuno de su cosecha, por sólo citar un par de ejemplos.
En los meses, años y décadas venideros, esta dependencia de los microcircuitos electrónicos sólo seguirá incrementándose, lo que hace de esta tecnología una clave para las principales economías del mundo. Sin embargo, la producción de los microchips –sobre todo la de los de propósito general– está concentrada en un puñado de empresas, entre ellas la estadounidense Intel Corporation, la taiwanesa Taiwan Semiconductor Manufacturing Company (TSMC) y la sudcoreana Samsung Electronics. Pero para que compañías como las referidas puedan manufacturar los dispositivos requieren de herramientas sumamente avanzadas, complejas y, otra vez, ensambladas por otro grupo aún más reducido de fabricantes. En este caso, la cadena de producción de los microcircuitos necesita máquinas que depositen capas de películas infinitesimalmente delgadas de materiales semiconductores, otras que tracen los intrincados laberintos de conexiones metálicas del diseño particular, y unas más que puedan revisar la adecuada calidad del chip producido. Es aquí cuando empresas como la neerlandesa Advanced Semiconductor Materials Lithography (ASML), las estadounidenses KLA-Tencor Corporation, Lam Research Corporation y Applied Materials Incorporated, o la nipona Tokyo Electron, se vuelven imprescindibles para la adecuada marcha de la producción mundial, pues sin sus herramientas resulta imposible fabricar los dispositivos, lo que inevitablemente llevaría a un desabasto que impactaría en numerosos productos, como lo hemos constatado –por la ralentización de la producción en la pandemia– recientemente con la falta de chips para las armadoras de vehículos ligeros.
Pero el peligro de un desabasto pronunciado y prolongado de microchips es sólo una de las muchas preocupaciones de la economía estadounidense. La otra, quizá mayor, es que la industria asentada en China ya se ha vuelto el principal mercado de las empresas que fabrican los equipos para manufacturar los microcircuitos electrónicos; inclusive a pesar de que Washington ha hecho enormes esfuerzos por evitar que las compañías estadounidenses vendan sus herramientas a competidores como la gigante china Semiconductor Manufacturing International Corporation (SMIC). Aun con las presiones de las administraciones de Trump y Biden, compañías como ASML y Tokio Electron no han podido mantenerse ajenas a la inyección de los cientos de miles de millones de dólares estadounidenses que Pekín ha hecho a su creciente industria de semiconductores.
Es por ello que nuestros vecinos del norte exploran rutas para restringir el suministro de equipos hacia el gigante asiático. Entre otras, revisan a detalle tecnologías para retrasar el avance del sector en China y darle al norteamericano el tiempo que necesita para recuperar la ventaja perdida en los años recientes. Otra alternativa para nuestro principal socio comercial sería apoyarse en sus vecinos para atraer a Norteamérica la manufactura mayoritaria de los microchips; sin embargo, lamentablemente en el actual gobierno de México no parece haber conciencia de la oportunidad que se está dejando pasar.
Lo anterior, dicho sin aberraciones.