Autoría de 5:21 pm #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito

Un año de infodemias – Víctor Roura

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Hace ya un año, el miércoles 30 de junio de 2021, se dio por vez primera, durante la mañanera respectiva, la acotación verídica a diversas noticias falsas aireadas en los medios, hecho —no podía ser de otra forma— que fue tomado como una osadía (¡una calumnia más de López Obrador contra la prensa!) del gobierno morenista cuando, en realidad, tratábase de un acto reparador a tanta argucia mediática opositora. La inquietud de la “crítica” resaltaba el unívoco uso del poder presidencial al atreverse a hablarle de tú a tú a la prensa, un comportamiento impensado anteriormente en las administraciones priista y panista porque, sencillamente, la clase política tenía comprada a la prensa en su totalidad, no fragmentariamente de modo que la invención —en provecho del gobierno, como las reiteradas cacerías concertadas de maleantes “en vivo” de las que era García Luna afecto— servía de ornato para cosas incluso inexistentes pero de mucho brillo y bulla.

      Si otro presidente de la República no se preocupaba por enderezar a la prensa en sus erradas informaciones era porque, para comenzar, las noticias estaban controladas por un oreja habilitado como periodista o, para terminar, porque si alguien se salía del camino —una crítica sustentada o una información “tendenciosa”— había manera de castigar esas adulteraciones ya con la expulsión, transitoria o permanente, del “atrevido” que se salía del huacal por sus propias pistolas. Una vez escribía yo un artículo en el diario El Financiero cuando el subdirector entró directo a la sección de cultura para preguntarme, sin rodeo alguno, qué estaba por publicar contra la Secretaría de Gobernación, lo cual, recuerdo, me dejó impávido. ¿Quién tenía conocimiento de lo que apenas estaba yo cocinando? Sobra decir que el texto, ya finalizado, lo publiqué tal cual cuidándome de no enterarle nada al subdirector sobre el contenido de mis líneas.

      Por eso cuando escucho a Epigmenio Ibarra decir, en su comentario del jueves 16 de junio en el noticiario nocturno de Canal Once, que los regímenes anteriores al gobierno de López Obrador estaban signados por la corrupción, en una ceñida colectividad bien aceitada, tanto la oligarquía como los partidos políticos, los medios de comunicación, intelectuales y líderes de opinión no tengo más que estar de acuerdo con este documentalista que fue aliado de Carlos Payán, el primer director de La Jornada, el mismo hombre que, como todos los otros directivos de medios, aceptaba los enjuagues políticos para no quedar fuera del presupuesto gubernamental entendiéndose, a su modo y en su momento, con priistas y con panistas, el mismo hombre por el cual estoy vetado de por vida del periódico que yo también fundé en 1984: La Jornada, al no aceptar mis críticas de repulsión hacia ese trabajo domesticado y mezquino en que un medio se convierte cuando no quiere ser excluido de las bondades presupuestarias de las administraciones neoliberales.

Epigmenio Ibarra

      Y no cabe duda de que a Epigmenio Ibarra le asiste la razón. Porque los intelectuales, muchos de ellos incluso considerados izquierdistas pero jamás cuestionados en sus obsesiones ambiguas de corte político, estaban más allá, se decía con cautela, de todo bien y de todo mal, que bastante hacían ya con pensar en las acumulaciones sociales, que los beneficiaban, ¡y vaya si no!, monetariamente. Epigmenio Ibarra dice, con sobrada razón, que los intelectuales participaron con discreto jolgorio —esto lo digo yo— de los entrampes codiciosos y enjuagadas corruptoras en distintos niveles que nomás pasaban delante de sus narices sin ser por ellos vistos: ¡hasta a Octavio Paz el sistema le obsequió una casa en Coyoacán ante una diminuta hojarasca que espantó al Nobel en su domicilio ubicado cerca de Avenida Reforma!

      El simulacro era certero y pan comido para esta intelectualidad habilitada en los recursos de la artificialidad que llevaba, de uno u otro modo, agua a sus molinos bien pertrechados.

      ¡Y ahí están los medios que se saben, por primera vez, descobijados después de tanta compensación económica por subastar sus libertades expresivas, a las que consideraba, ja, autónomas y severamente críticas!

      Desde hace un año este gobierno —ante la oposición mediática que ha visto sus arcas vulneradas— se ha visto obligado, o en la necesidad, de aclarar los desmesurados gazapos periodísticos de los medios que, ahora sí, al arroz hervido del gobierno le quieren encontrar siempre un pelito indebido para subrayar, sin decirlo, su molestia —de los medios— por el abandono al que han sido sometidos luego de casi un siglo de mantenimiento y proteccionismo serviciales. Y debido a la pandemia inusitada que asoló al mundo a lo largo de dos años, a la sucia información, a la nota falsa, se la ha llamado infodemia para estar acorde con los tiempos. Un año de infodemia no habla muy bien de la prensa que digamos, sino todo lo contrario. Y eso que la infodemia sólo se restringe a tres notas falsas cada semana, que es decir 156 enmendaduras de plana a la prensa en general, sea ésta sustentada en el papel impreso, en las aplicaciones digitales, en los portales web o en los medios electrónicos, al grado de que ya un canal específico, el Catorce, mantiene una serie a la semana denominada precisamente “Infodemia”, en su noticiario nocturno, dedicada a localizar yerros —a propósito, la mayoría—  en la información cotidiana abocada a denigrar al obradorismo.

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El miércoles 30 de junio, para dar a conocer la nueva sección —intitulada “Quién es quién en las mentiras”— dentro de las mañaneras, la responsable de la misma —Ana Elizabeth García Vilchis— apuntó que la pesquisa de la información equívoca trataría, sobre todo, de orientar “con la verdad para que el pueblo de México pueda ejercer su derecho al acceso a la información que le permita formar un criterio con certidumbres. La viralización y difusión con que las notas falsas se mueven a través de estos medios de comunicación y de los mal llamados líderes de opinión, con sus honrosas excepciones, cometen abusos emitiendo amenazas, injurias, calumnias e incluso incitaciones a la violencia que pueden estar dirigidas hacia el presidente de la República, funcionarios del gobierno de México, instituciones y hasta usuarios que interactúan con alguna publicación”.

      La consecuencia de las noticias falsas, dijo García Vilchis, “es que unos cuantos tengan el poder de determinar qué está bien hecho y qué no, en qué se debe gastar y en qué no, quiénes tienen derechos y quiénes no, quién tiene la madurez de ejercer el recurso público y quién no… como si se tuviese la intención de infantilizar a la ciudadanía utilizando prejuicios y armas tan dolorosas como el clasismo y el racismo”. 

      La primera detección errática consistió en unas líneas de Raymundo Riva Palacio acerca de una supuesta toma de la UDLA por parte de la Guardia Nacional: “Es nuestra mención honorífica”, refirió García Vilchis (nombrándolo, a Riva Palacio, el “Pinocho de la semana”), al publicar “un tuit asegurando que la Guardia Nacional tomaba las instalaciones de la Universidad de las Américas Puebla, desalojando a profesores y alumnos. ¿Qué pruebas tenía en ese momento? ¡Absolutamente ninguna! Se pueden ver registros fotográficos, videos de usuarios de redes sociales y de los propios alumnos… de los maestros… de los reporteros poblanos… Y, nada, la Guardia Nacional desmintió que fuera parte de un operativo en dicha universidad”. 

      La segunda enmienda, el espionaje a periodistas: “A esto le pusimos nado sincronizado: el 22 de junio el abogado de Televisa, Javier Tejado Dondé, quien también ha sido colaborador de Nexos y el periódico Reforma, escribió una columna en El Universal titulada ‘Aún no hay padrón de telefonía y ya empezó el espionaje’. Al siguiente día salen sendas columnas de Raymundo Riva Palacio, Héctor de Mauleón, Forbes retoma la información y Carlos Loret de Mola. Todos ellos se beneficiaban del régimen anterior neoliberalista. Al respecto, el 24 de junio el presidente de la República afirmó que es falso que se investigue y se espíe a los reporteros y columnistas porque no hay necesidad: sabemos quiénes son”. 

      La revista Forbes aclaró que su nota pertenecía a un material publicado durante el año 2017; Jesús Ramírez Cuevas, vocero de la Presidencia, se disculpó por el yerro. Sin embargo, es sabido que nadie, ningún periodista, se disculpa ante su auditorio por sus yerros: lo pasado, pasado está. Nadie necesita disculparse de sus dichos, mucho menos un periodista de prestigio.

      Y de ahí en adelante no ha faltado una sola semana que se enmiende la plana a la prensa sin que ésta se turbara por ello, es decir que no se ocupara por enmendar sus propios desbarrancos informativos, o por lo menos disculparse por tanta injuria profanada —inverídica— a un sector específico de la política nacional. Así están las cosas en los medios.

Raymundo Riva Palacio

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Recuerdo que cuando ansiaba, yo, una demoledora respuesta de Carlos Monsiváis a cierta gravosa situación política mexicana, casi siempre me hallaba con una ambigüedad que me dejaba en el limbo de la cavilación, o llano desconsuelo del razonamiento, al no saber si la contestación estaba favoreciendo a un lado o a otro, como cuando lo interrogaron acerca de su parecer sobre la privatización neoliberal, a lo que el intelectual, presto, ingenioso, respondió palabras más palabras menos:

      —Mientras no me privaticen a mí, estaré tranquilo…

      Y las carcajadas suplieron el posible sarcasmo impregnado en el contenido.

      Como cuando Elena Poniatowska, hace ya varios años, dijo alguna vez, radiante en su alocución intelectualizada:

      —Me gustaría tener la inteligencia de Héctor Aguilar Camín —frase que catapultaba, aún más, a los jerarcas de la élite del pensamiento mexicano, aferrados a su cerrado círculo consentido donde nadie sobresalía más que otro, todos de insigne perfil, de inteligencias supremas, irrebatibles en sus reflexiones, irrefutables en sus pareceres, cómplices, como bien dice ahora el videoasta Epigmenio Ibarra, de las arrogancias y corruptelas de los mandatos sexenales anteriores de los que siempre se sirvieron aun con la boca llena.

      La mafia intelectual, los elegidos en el círculo favorecido por la clase gobernante, se protegía siempre a sí misma incluso en sus visibles yerros, aclamados —sus yerros— como ingeniosas sornas por su extensa corte, razón férrea para no estar distante de ella pese a su sospechosa maquinaria de tributos compartidos —a veces gratuitos o injustificados. Y vaya que seguidores no les faltaba, en todos los niveles, ¡al grado de que, por ejemplo, el líder de la Confederación Mexicana de los Trabajadores, el sempiterno Fidel Velázquez (1900-1997), compraba los cartones que lo criticaban en la prensa directamente a los caricaturistas, no a la directiva de los medios, a precios altos que complacía a los dibujantes, sabedor —el patriarca Fidel Velázquez— de que nada como el dinero para callar conciencias, o por lo menos amainarlas, si no es que, de plano, domesticarlas!

      No había reportero que no quisiera acercarse a cualquier miembro de la mafia para asegurarse un sitio a su costado. Sobran aquí también los ejemplos, pero únicamente mencionaré al equipo completo que yo mismo, asistido sólo por mi ciega confianza periodística, elegí para conformar el primer cuadro de reporteros para el recién fundado periódico La Jornada, que acabó, cada uno de ellos y bajo distintos estratos, obedeciendo las consignas no de su propio oficio sino de los lineamientos de la mafia cultural, a la cual servían con desmesurado encomio: ¡uno de ellos dice, aún hoy en día, con orgullo servicial que en sus tarjetas de presentación agregaría, gustoso, “Lector de Poniatowska”! No en vano, fui retirado como editor cultural de ese diario pocos días antes de su primer año de circular en la calle —el periódico, no yo—, pues nadie, ningún impertinente, iba a fastidiar —con cuestionamientos que obligaban a la reflexión innecesaria— la gloriosa carrera emprendida por… ¡algunos intelectuales de la famosa mafia en el núcleo festivo del nuevo rotativo! ¡Mi ingenua inmersión periodística evitó que distinguiera mi corto futuro en un medio que alimentaba sectariamente a un grupo específico de la cultura nacional!

      Porque, lo repito y así me lo creo hondamente, muchas veces nada tiene que ver la inteligencia con la codicia personal, apartados que se mueven en diferentes sentidos sin dañarse mutuamente, corriendo libres de manera paralela sin perjudicarse en sus íntimos objetivos. Porque un intelectual jamás puede extraviar su inteligencia, pero tampoco nunca su codicia. ¡Y Fernando Benítez (1912-2000) dirigió el primer suplemento cultural de La Jornada! ¿Acaso yo no lo sabía, so cargante inoportuno?

Fernando Benítez

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Y aquí cabe, como anillo al dedo, el recuerdo de esta atormentadora anécdota: antes de salir a la luz pública, en la ejecución de los números cero en los talleres de las primeras instalaciones de La Jornada en la calle de Balderas 68 en la Ciudad de México, componíamos las páginas de la sección cultural a mi cargo basadas en el diseño original de Vicente Rojo, al que yo le veía —a su diseño, no a Vicente Rojo— numerosas dificultades en la práctica, asunto que sucedió mientras Vicente Rojo supervisaba, con ojo atento, las planas realizadas bajo su mando gráfico. Se detuvo mirando con largura una página que nomás no quedaba con los señalamientos del experto diseñador Rojo.

      —¿Qué sucede, Roura? —me preguntó Vicente Rojo—, ¿por qué no avanzas?, ¿cuál es el problema?

      Le hice ver que la opinión del articulista excedía su espacio destinado, razón por la cual me preocupaba el corte del reportaje colocado encima del texto referido del columnista. Vicente Rojo me miró con extrañeza. Estaba acompañado de Carlos Payán, el primer director de La Jornada, quien me miró molesto. ¿Cómo me atrevía a desobedecer los mandamientos de Rojo?

      —Es que el diseño no está preparado para estas eventualidades —le dije a Rojo, haciéndolo estallar de ira.

      —¡Las cosas se hacen como están descritas en el boceto: los tamaños de las extensiones en los articulistas deben respetarse, así que córtale donde está señalado que debe llegar y a resolver otra página! —dijo, enfurecido.

      Carlos Payán me miró con ojos como cuchillos ardiendo.

      —Está bien —dije a Chucho, el formador (todavía el periódico se diseñaba en los cristales a falta de la computadora, que aún no llegaba a los medios: era mediados de 1984)—, corta a Monsiváis donde va la coma y despliega el reportaje arriba…

      Pero al escuchar el nombre de Monsiváis, Vicente Rojo dio la orden contraria a sus propios específicos trazos de un diseño no apto para amistades exclusivas:

      —¡A Monsi no lo tocas, corta lo que sea necesario del reportaje! —ordenó Rojo contrariando sus propias indicaciones, porque a los amigos habría que respetarlos, no así a los otros.

      —Se debe diseñar para todos, no nada más para los amigos. O todos rabones o todos pelones, Vicente —dije observando la página a la que habríamos de rediseñar por completo, porque ni a uno ni a otro, según mi parecer, debía recortar con arbitrio.

      Dicho lo cual, tanto Vicente Rojo como Carlos Payán, mirándome con disgusto, abandonaron el taller dejándome solo para que yo resolviera el inesperado problema.

Carmen Lira, Carlos Payán, Humberto Musacchio, Miguel Ángel Granados Chapa, Gabriel García Márquez y Vicente Rojo en los días previos a la aparición de La Jornada

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En una ocasión, cuando aún no teníamos ni un año de iniciar la aventura periodística que nos significó La Jornada, me hallé a Sergio González Rodríguez y a Fernando Solana Olivares cargando tantos voluminosos libros que hasta el sudor perlaba, incontenible, sus respectivas frentes. Esperaban el elevador, impacientes. Estaba yo a punto de preguntarles por qué el ejercicio extenuado cuando en ese momento apareció Fernando Benítez, su jefe (Solana Olivares y González Rodríguez eran, ambos, secretarios de redacción del primer suplemento cultural de La Jornada), quien, encolerizado por algún motivo, les gritaba:

      ―¡Órale, pendejos, que no tengo su tiempo!

      Ignoro cuántas vueltas dieron para obedecer a su patrón en el cargamento de libros que le llegaban, por veintenas a la semana, al director del suplemento.

      Yo miré a Sergio y a Fernando moviendo la cabeza de un lado a otro, compadeciéndolos.

      Pero sabía que, pese a aquella ingratitud, los dos secretarios de redacción siempre iban a hablar de la generosa actitud de don Fernando en la prensa cultural. Porque es como una costumbre referirse así a un escritor de fama, adjetivo que la misma mafia se impuso para congraciarse consigo misma. Era el año 1985, faltaban todavía cuatro para que su economía personal, para cada uno de los miembros de esta fortalecida mafia cultural, se estableciera con una firmeza nunca antes vivida: en 1989 Carlos Salinas de Gortari les concedería la creación del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes para que dispusieran a su antojo del presupuesto anual otorgado por el gobierno federal, que la mafia utilizó para su sagrado provecho. ¿No las primeras becas que concedió el Conaculta fueron otorgadas para el propio jurado que determinaría las compensaciones de esa nueva instancia benefactora suya? ¿No el poeta Marco Antonio Montes de Oca se vio sorprendido al ser abordado por la prensa para preguntar por su proyecto ganador y el afamado escritor no estaba enterado de su fortuna por el solo hecho de ser amigo de Octavio Paz? ¿No esta misma mafia concedía reconocimientos al autor que se los solicitaba mediante una inscripción o una petición suscrita? ¿No existía, o sigue existiendo, un jurado que determinaba premios y castigos artísticos?

      René Avilés Fabila murió sin haber obtenido el Premio Nacional de Literatura a pesar de haberlo solicitado casi por una década, misma situación que aconteciera con el también ya fallecido Guillermo Samperio. Porque no coincidían con los pareceres del glamoroso jurado que determina estas circunstancias. Porque los premios, en realidad, muchas veces no son reconocimientos sino compensaciones.

Octavio Paz, durante un homenaje el 27 de marzo de 1990, junto a su esposa y el presidente Carlos Salinas de Gortari

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Los integrantes de la mafia se encargaron, minuciosa y pacientemente, de encubrir sus posibles deficiencias encaramándose en los poderes de la cultura, repartiéndose halagos mutuos, cronicando sus días, sus noches, sus costumbres, sus trabajos pendientes, sus ociosidades, sus carismas (todos saben, por ejemplo, que el artista plástico José Luis Cuevas se tomaba diariamente una foto de su rostro en el espejo para poder percibir los cambios o estragos físicos a causa del inexorable paso del tiempo), sus creaciones, sus talentos, que los tenían… al igual, probablemente, que varios otros que no formaban parte ―¡lástima por ellos!― de su admirada secta. Porque, ¿quién lo iba a decir?, en efecto los intelectuales ―muchos de ellos, por lo menos― eran discretos priistas, o panistas, según soplaran los vientos de la política, que a ésta la domaban con parábolas de complejo tejido o vericuetas sornas: ¡sin ir más lejos, Rafael Tovar y de Teresa se asumió multipartidista para no dejar de cosechar sembradíos en su beneficio y los suyos!

      Aunque a veces nos cueste creerlo, la intelectualidad [considerada] más “progresista” también tenía sus enlaces, discretos, con la clase oligárquica del país para no enturbiarse en sus finanzas personales. Por algo, sabiendo de estos silenciosos u oscuros tejemanejes de la “dignidad” cultural, Armando Ramírez terminaba sus cápsulas televisivas con la siguiente leyenda, que acababa por acomodarse en cualquier situación: “Qué tanto es tantito”, diciéndolo alternadamente con signos de admiración y de interrogación para que cada espectador los utilizara como mejor le viniera en gana.

      Y con qué tanto es tantito, la intelectualidad se entregó, con esmero a cambio de privilegio, al caudaloso beneficio que le generaba su actividad cultural sin extraviar, o simulándolos no extraviados, sus principios: ¿no la prensa especializada, por ejemplo, se creía ―difundiendo las noticias como dulces manantiales de bienestar cultural― todos esos premios concedidos de antemano, a puerta cerrada, a diversos y selectivos autores recompensándolos económicamente en bien de la sociedad pluralista?

      Epigmenio Ibarra sabe muy bien de lo que está hablando y a quiénes tenía en mente cuando dijo lo que dijo. Porque, sin duda, la inteligencia es una cosa y la codicia, o el aprovechamiento de su condición cultural, muy otra cosa, compatibles en extremo ―o en exceso― dada la generosa permisibilidad de la fuente cultural mexicana.

Manuel Felguérez, Vicente Rojo, Carlos Monsiváis y José Luis Cuevas

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Un año de falsear, metódica y sistemáticamente, la información proveniente del gobierno morenista no habla bien, por supuesto, de la industria de la comunicación mexicana, pero acaso lo gravoso del asunto consista en que a ésta ―la industria de la información― la circunstancia le venga haciendo lo que dicen el viento le hizo a Juárez. Todo lo contrario: mientras más se la enmienda, más errores comete. Curiosa, o manida, respuesta a un hecho en sí bastante espinoso, que evidencia o el desinterés por el rigor informativo o la ira acumulada de los medios por el descobijo económico de la administración obradorista, si bien cualquiera de las dos posibles razones de este defectuoso proceso periodístico es igual de execrable.

AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “OFICIO BONITO”, LA COLUMNA DE VÍCTOR ROURA PARA LALUPA.MX

https://lalupa.mx/category/las-plumas-de-la-lupa/victor-roura-oficio-bonito/

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Last modified: 29 junio, 2022
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