Las costumbres actuales se enraízan siglos en el pasado y responden a ideas generadas entonces, con el fin de satisfacer necesidades institucionales específicas.
Michel Foucault, por ejemplo, apunta a “la confesión” como uno de estos gestos humanos que han sido encausados y administrados por diferentes organismos consolidados (iglesia, escuela, gobierno, familia) para reglamentar el discurso colectivo, crear saberes y normar conductas biológicas y sociales.
La confesión –como otros gestos culturales– ha conservado su vigencia gracias a que se reconfigura con los cambios culturales de cada época, manteniéndose útil para las instituciones y sistemas productivos.
Si bien es cierto que, durante las últimas décadas, la iglesia ha perdido su monopolio confesionario en Occidente, ahora la práctica es controlada por un ente mucho más obscuro y líquido: el mercado, que remplaza la moral con el apetito, mediante “la publicación”, una herramienta íntima e irresistible.
Hoy, la (in)disposición a publicar en redes sociales ilustra la última rama del árbol genealógico que comenzó a trazar Foucault allá por la segunda mitad del s. XX. Todas las plataformas digitales que utilizamos, lo que compartimos en nuestros perfiles, lo que decidimos guardar, lo que creemos que nadie ve, es información que retroalimenta nuestra identidad, virtual o no.
La práctica de publicar o compartirnos en redes sociales acciona en dos niveles: primero, como canal de producción-circulación-consumo de información necesaria para el sistema capitalista de producción personalizada. También, al acostumbrar la mente y el cuerpo a interactuar con las plataformas en ciertos estados físicos, horarios y espacios. Vamos con los ejemplos en orden.
Actualmente, YouTube tiene uno de los algoritmos de contenido enfocado en personalidad más afinados, debido a la enorme base de datos que le han proporcionado los 4,590 millones de usuarios activos y 17 años que lleva en línea. No por nada, su motor de búsqueda es uno de los pocos que funciona al utilizar términos “washawasheados” (sonidos escritos, fragmentos de la letra, etc.), pues tiene información suficiente para entender ideas sutiles. Además, recibe información de cuentas vinculadas a cualquier servicio de Google… correo electrónico, almacenamiento digital, búsquedas y muchos más.
Por otro lado, plataformas como Instagram o Facebook –mucho más enfocadas a la economía digital– ofrecen una amplia variedad de indicadores para entender a las audiencias de los contenidos publicados, como sus horas de interacción. Con un poco de práctica, es posible prever que un segmento de usuarios en México mayores de 18 años consume videos cortos entre las 14:00-16:00 horas mientras come, por decir algo burdo. Todavía más macabras son las plataformas de última generación, como BeReal, que alienta a los usuarios a interactuar a una hora determinada, compartiendo imágenes simultáneas de su entorno y su rostro.
Este par de ejemplos apenas permiten visualizar la sublimación del individuo en datos transaccinables, necesarios para el comercio como para el gobierno. Incluso, la huella digital que dejamos en cada palabra que decimos cerca del celular, cada letra que tecleamos, cada me gusta, video, imagen, contacto, crea un retrato tan fiel de nosotrxs, que luego nos sorprendemos que nos adivinen pensamientos que ni siquiera habíamos compartido.
En esta fórmula, a diferencia de la confesión, ni siquiera es necesario incluir el temor divino como impulso para la exhibición: existir o no existir, esa es la nueva cuestión. Cada usuario está compulsivamente interactuando con contenido, mismo que se crea tomándolo en cuenta y haciéndolo sentir parte de algo, para que siga interactuando y el ciclo se repita. Una serpiente que se come su propia cola.
Y un sistema de vigilancia perfecto, en donde no es necesario tener un panóptico que todo lo vea, porque cada individux observa su comportamiento, estética, sentir y demás bajo ciertos parámetros que difícilmente son propios, sino heredados o emulados.
¿Qué fue primero? ¿El productor o el consumidor? Una vez iniciada la dinámica digital, el bombardeo mediático, la coerción sociodigital, se desdibuja la línea que separa el perfil y la identidad y se remarca la diferencia entre la existencia y el vacío.
Por eso, si deseamos revertir esta dinámica y verdaderamente acceder a redes sociodigitales democráticas, el siguiente paso es comenzar a educar (en la escuela, entre amigxs, en la familia) acerca del funcionamiento de los algoritmos con los que interactuamos. Aprender a utilizarlos a nuestro favor, conscientemente. Imaginen que, por ejemplo, los profesores dejaran de tarea mejorar artículos de Wikipedia, en vez de prohibir –sin éxito alguno– su uso. Se trata de enseñar a navegar la virtualidad con herramientas, no flotar a la deriva.