Tiene tiempo que la buena fama de la ciudad de Querétaro suena a tierra prometida. Son muchas las cualidades que destacan de ella: prosperidad, oportunidades de trabajo y desarrollo. Y desde luego la mayor característica, el ambiente de gran provincia limpia y ordenada que arranca suspiros, entre ellos el mío. Y es que su historia, la belleza de sus calles, al igual que su arquitectura señorial son innegables. A todo lo anterior, se agrega uno de los valores más apreciados en estos tiempos de violencia que se extiende cada día más en el país: la ciudad es todavía segura.
A reserva de que algún lector me corrija, la promesa de un sitio tranquilo y de desarrollo semeja al de la ciudad de Mérida, en Yucatán. Solamente que a Mérida “la salva de la invasión” su lejanía de la CDMX, donde están concentrados los grandes comercios y servicios hospitalarios, Institutos de salud y médicos de primer nivel. Instituciones por cierto ya rebasadas en cupo y en atención.
En su momento ocurrió lo mismo con Puebla o Guadalajara, se hablaba de su aire provinciano y su tranquilidad. Igual con Guanajuato y sus alrededores. Y podría citar a otras ciudades del país que también atrajeron el deseo de emigrar a ellas. Hoy su realidad es otra. Sobrecoge su escenario. La economía castigada e inseguridad han formado una pareja tóxica que obliga a sus habitantes a salir de ellas. Y, por ahora, Querétaro parece ser una buena alternativa.
Conozco gran parte de esa ciudad. Desde cualquier punto de acceso a ella se ve el desparrame de caseríos blancos en sus cerros y en la multiplicación de fraccionamientos residenciales que la rodean. Cada que vamos a entrando asombra ver sus obras viales bien trazadas que buscan darle fluidez a la movilidad vehicular. Sin embargo, el mínimo descuido de las autoridades en turno y el tiempo terminarán por asfixiarla si no se cuida su orden de crecimiento. Tienen ejemplos para no repetir errores en otras grandes ciudades. El otrora Distrito Federal, hoy CDMX, monstruo que ahora regurgita este alimento no digerido que somos, es muestra de lo que puede sucederle.
Por hoy, lo que veo en Querétaro es prosperidad. Y veo también la transformación de quienes llegan a ella de otros lugares: terminan contagiados de ese aire provinciano que allí se respira. Con todo lo bueno y lo no tan bueno que eso implica. Entre las cosas buenas: la civilidad en el comportamiento de los ciudadanos, la buena educación vial, el respeto y orden a los lugares colectivos. Una ciudad cuyo ritmo atempera el acelere de quienes llegan de grandes metrópolis, encuentran allí cierto alivio, y –hasta donde sé– oportunidades de trabajo también.
En lo no tan bueno, veo conformarse una sociedad con hambre de pertenencia a un estatus, amante de las apariencias y en la que las formas por sobre el fondo pesan. La conformación de una clase social fantasiosa, fatua y/o negadora de su origen, y poco empática, ajena a la participación de la vida pública y distante de crítica hacia las autoridades. Julio Figueroa ha hecho puntuales observaciones sobre esa queretanidad de “la critiquita en corto, el chisme social y el silencio público”.
Nada nuevo hay en lo que describo. Eso ocurre en toda sociedad de nuestro país. El peso ancestral de nuestra formación y cultura es mucho. Se ha aprendido poco o lentamente de la historia y prevalecen todavía prejuicios y anacronismos que ofrecen resistencia a abrirse hacia una sociedad más reflexiva, fraterna y plural. Por mi parte espero, y deseo, que los originarios y los que arriban allí logren nutrirse de lo mejor que cada uno tenga y construir una sociedad menos egocentrista, menos frívola y más participativa, abierta, tolerante y más auténtica entre sí y hacia los otros.
Como visitante que somos de esa ciudad, mi familia y yo disfrutamos cada sitio al que hemos ido antes, y a los que pido regresar y veo con mirada nueva. Tenemos algunas buenas amistades, queretanos de origen, y me jacto y presumo que son cultos y enterados. Y claro, amigos chilangos viviendo allá también, algunos parientes y coterráneos.
De los tanto sitios bellísimos que tiene, hay algunos a los que soy fiel desde siempre, como lo soy a ciertos platillos, postres y antojos propios de la región. Los mantecados, algunos dulces típicos y las inigualables enchiladas rojas con queso y malteadas que ofrece un lugar emblemático de esa ciudad, con más de 80 años de tradición. A ese sitio le dedico hoy estas líneas.
Leo comentarios negativos sobre él: “Son careros… mamones… está sobrevalorado…”. Cada quien con su experiencia, apreciación y encuentro con el lugar. Por lo que a mí respecta, sus años de historia me parecen respetables. Además de ser y estar ubicado en un sitio rodeado de belleza, resulta grato y disfrutable su ambiente tranquilo y familiar. Orden y limpieza asegurados. Respetuosos de las reglas por Covid. Y ¡ay, esas enchiladas rojas de queso, o pollo y sus malteadas! Todo su menú. Y qué decir del agasajo visual que ofrece su aparador de dulces y panes tradicionales.
Dos por dos no son siempre cuatro
Y es que todo allí es orden, y también calidad. Claro, a mí, que suelo saludar siempre con una sonrisa, me brinca la seriedad y los rostros pétreos del personal del lugar. Entiendo su propio ritmo, pero me brinca esa austeridad y sobriedad. Son diligentes y profesionales, pero inexpresivos. ¿Tienen prohibido sonreír? ¿Lo consideran pecado o así nacieron? ¡Jesús, cuánta falta de expresión! ¡Y triple y recontra mega Jesús, Jesús, Jesús! Y para muestra la señorita que toma los nombres de los comensales en lista de espera, la que controla el orden y cuida la bitácora como si tuviera en sus manos las llaves de un convento. Recreo la última escena que vivimos hace apenas unos días que estuvimos por allá. No es la primera experiencia similar que tenemos, pero comparto la reciente que ilustra mejor la situación vivida.
Fue en sábado. Mi esposo y yo llegamos a las 9:40 am, ya había fila afuera. Nos anotamos en la lista, pedimos lugar para cuatro personas. Respetuosos de los tiempos, advirtieron que serían alrededor de 30 minutos de espera. Teníamos cita a las 10 con dos buenos amigos.
A las 10:15 nos asignaron la mesa. Son mesas cuadradas y no son amplias. Hacemos la observación:
–Señorita, somos cuatro personas adultas y la mesa es pequeña, apenas cabrán la canasta de panes, tazas del café, los platillos que pediremos. Nos resta maniobra a los comensales.
–Ella: Enseguida les atienden. Tomen asiento. Les asignamos conforme al orden de la lista.
–Nosotros: Oiga, allá vemos dos personas sentadas en doble mesa y con cinco asientos. Allí ese joven solo y en mesa doble y también con cinco asientos. Al menos que esperen a alguien más.
–Ella: Les asignamos por orden de lista.
–Nosotros: Entendemos. Pero, ¿le parece si cedemos nuestra mesa a dos personas que tenga en su lista de espera y nosotros esperamos que se desocupe una más grande? Para mayor comodidad.
–Ella: Tomen asiento y en un momento serán atendidos (como si no hubiera escuchado todo lo anterior). Insistimos –sobre todo yo– en el punto. Nada, imperturbable. Gira y sale del lugar con su bitácora afianzada al pecho y su bolígrafo en mano. Erguida, rígida. Nada que denote en su rostro contrariedad.
Apenas se aleja y ni lo pienso, me acerco al jovencito de al lado, el de mesa doble, cinco asientos. Toma un café y lee en su celular.
–Buen día joven, disculpe la interrupción, ¿espera a alguien más?
Contesta de inmediato: “No, no espero a nadie”.
Y rápido se pregunta y contesta él mismo: “¿Gustan que les cambie mi lugar? Con gusto”. Y agrega, “solamente hay que avisarle a la señorita por aquello del orden de las mesas”.
Doy por hecho que escuchó nuestro reclamo y agradecemos su disposición. Salgo al pasillo y abordo a la guardiana del orden y del control, de que el mundo gire en la cuadratura de su estricta dirección. Entiendo que hace lo suyo desde su entender. Le explico que preguntamos al joven si esperaba a alguien más, que nos dijo que no, e incluso, antes de pedirle siquiera el cambio, él mismo lo sugirió.
Y sucede la transformación: su rostro antes impenetrable se altera. Hay contrariedad. Su mirada lanza destellos de enojo. Exagera, pienso. Habla masticando las palabras para que quede claro: “Eso no está permitido aquí. No se les molesta a los comensales”.
Enseguida, gira rápidamente y camina con paso más firme y molesta hacia el joven. Le pregunta si es verdad que aceptó el cambio. Le mira atenta, aviva la mirada. No aparto mi vista de ella. Hago en silencio mi lectura sobre el mensaje que encierra su mirada: “joven, si fue amenazado para que cambiara de lugar, hágame una señal”. Estoy a punto de que mi sonrisa se transforme en carcajada y desprenda mi cubrebocas.
No es mi intención burlarme, solamente que ¡tanto por un cambio de mesa! Me contengo y acierto a decir: “créame que no presionamos de ninguna manera al joven. Él mismo se dio cuenta del criterio fallido con el que asignan mesas y ofreció gustoso el cambio”. El jovencito apenas asiente, nos mira a una y a la otra.
Ella está furiosa. Su orden ha sido alterado. La máquina programada para no salirse ni un ápice del margen establecido no admite alteración milimétrica. Me desconcierta. Pienso para mis adentros en su educación académica: “¡Firmes… ya! ¡Paso redoblado… ya!”.
¡Chispas! Parece que leyó mi pensamiento, porque me mira fulgurante a los ojos y sentencia: “Lo voy a dejar pasar esta vez, pero aquí tenemos nuestras reglas”. Antes de salir, dirige nuevamente la mirada al joven, buscando complicidad a su sentir.
Leo el mensaje: “¡Qué gente!”. La veo alejarse, erguida, rígida. Imagino que repasa su tabla de multiplicar: dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis… seis y dos son ocho y ocho, dieciséis.
Yo repaso la mía, con la que mido ciertas cosas en la vida. Dos y dos son cuatro y a veces son tres. Tres y dos son ocho y otras menos tres… Brinca la tablita, yo ya la brinqué… dos y dos son cinco y a veces cinco o seis.
El joven no ha dicho nada. Le doy las gracias por su gentileza y comprensión. Y muy regañados, pero con el ánimo dispuesto a degustar el almuerzo y esperar a los amigos, ocupamos nuestra amplia mesa. La persona que nos atiende después no es tan acartonada. Por entre su cubrebocas se abre una sonrisa y asoma a sus ojos la amabilidad.
Llegan los amigos y la tertulia se desliza por otros tópicos. Nada, ni la cuadratura de quien parece haberse formado en un colegio castrense, (¡Alto… ya. Media vuelta… ya!) nos quitará el disfrute de los platillos y la buena conversación con nuestros amigos.
¿Volver al lugar? ¡Claro! ¡Vale la pena! Es respetable y tiene su sitio en la historia de Querétaro. Su empeño y esfuerzo les ha costado construir y conservarlo digno y con garantía de limpieza. Cuidan sus reglas. Están en su derecho. Y yo prometería no volver a alterar ese orden, pero no creo cumplirlo del todo. Claro, me refiero a eso de las mesas. Si otra vez somos tres o cuatro comensales y nos asignan lo mismo, pues veré quién está ocupando doble mesa, para cuatro o cinco lugares y pediré cambio. O al menos haré lo que me sugiere alguien con quien comenté la experiencia: “No te compliques, la próxima vez que vayas, si son tres o cuatro, pide mesa para cinco o seis”.
No me convence del todo la sugerencia. No estoy tan segura si eso es ser práctico o gandalla. Por supuesto que he dicho, y sigo diciendo, mentirillas, pero no soy ventajosa. Creo que prefiero, desde un principio, decir que no nos asignen una mesa pequeña porque es incómodo. Eso sí, con la sonrisa pediré mi orden de enchiladas rojas de queso, mi malteada, luego mi mantecado, ¡y a disfrutar lo mucho de belleza y señorío que tiene esa ciudad! Pido no sean tan rudos con ellos. ¡Cuiden a los buenos lugares, por favor! Y, desde luego, a la ciudad toda.
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