Hace tres semanas, las redes sociodigitales, medios de comunicación, la opinión pública y empresarial se conmocionaron con la noticia del trágico fallecimiento de la creadora de Distroller, Amparo Serrano, quien cayó de un sillón-elevador instalado en su casa.
En este texto, lamentamos su fallecimiento y deseamos pronta resignación a sus familiares y amigos, antes que cualquier otra cosa. Porque toda muerte debe lamentarse, sino somos parte del problema, y la muerte de “Amparín” –si bien extravagante e inverosímil– se distorsionó y acabó por ser sólo un pretexto para señalar, criticar y discutir su vida, obra e influencia en la cultura nacional.
La realidad es que, aunque sea difícil de tragar, la creadora de Distroller fue víctima (simbólica y material) de su contexto y circunstancias. Sus diseños se enunciaban desde posturas raciales, morales y de clase muy claras; igual que su proyecto filantrópico, así como su entendimiento de “lo mexicano”.
Hija de la Dra. Amparo Espinosa y Julio Serrano (ambos directivos de grandes bancos y académicos), Amparín siempre habitó un mundo fantástico creado por ella, al que, en sus palabras, podía escapar cuando no le iba bien.
Sus hermanos, Manuel y Julio Serrano Espinosa, directores de una casa de empeños, financieros y economistas del ITAM, también formaron parte de las mesas directivas de las fundaciones y empresas en las que participaba la familia.
Desde temprana edad se dedicó a la artisteada –como le dicen–, actuando papeles menores en telenovelas. A pesar de ello, y siendo su mamá directora de la Fundación Espinosa Rugarcía (enfocada en el fomento a la educación), Amparo siempre tuvo apoyo en sus estudios; por ejemplo, tras su despido de la agrupación Flans, pues los ejecutivos de la disquera le exigieron que dejara de estudiar a los 18 años para concentrarse en su carrera musical, cuando recién se había matriculado en la licenciatura de diseño de la Universidad Anáhuac Sur.
Fue así como tomó el sueño húmedo de cualquier diseñador ambicioso, una buena idea mal ejecutada: Dr. Chui fue una marca de chamoy y dulces picosos tan ácidos que destruían la flora intestinal de quien los consumía. Distroller, escuchó Amparín en su cabeza, y algunas décadas después es recordada como un ícono del diseño mexicano en todo el mundo.
Unos años más tarde, se casó y se mudó a Nueva York, donde comenzó su carrera artística en la cerámica. Su esposo, el productor estadounidense David West, más tarde fundó la productora de espectáculos Westwood Entertainment, que tiene contratos con artistas como Bad Bunny, Nicky Jam, Romeo Santos, Farruko, Reik, Sin Bandera, Camilo, Pandora y más.
Ni se diga que de este matrimonio nacieron Minnie y Camila West Serrano, artistas, productoras, diseñadoras e influencers mexicanas. La mayor, incluso, es popularmente conocida por haber actuado en La Rosa de Guadalupe y ser novia del hermano de Belinda, verdadedios.
En 2004 Amparo Serrano decidió dar el gran paso y lanzar su propia marca de diseño que reinterpretaba símbolos mexicanos, respaldada por toda una infraestructura de capital técnico, cultural, financiero y social.
Menos de 20 años después, Distroller es reconocida en todo el país, e internacionalmente. La clave de su éxito es su flexibilidad y capacidad de adaptación a las necesidades del socio y el mercado: para finales de 2020, Distroller contaba con 7 líneas de negocio y trabajaba con más de 30 socios mediante un esquema de licencias… esto se traducía en comercializar más de 2,000 productos en cerca de 80 puntos de venta, muchos de ellos propios.
Distroller estaba en ropa, libretas, comida, juguetes, pañuelos desechables, artículos religiosos y mucho más. Sin mencionar que, una vez posicionada, la marca fue reproducida ilegalmente –nada más mexicano– en una variedad aún más amplia de productos. Incluso, a la fecha del fallecimiento de Serrano, se estaba trabajando con Cartoon Network en un programa sobre los diferentes personajes.
Decía la columna de Mauricio Jalife en El Financiero: Distroller forma parte, si no es que encabeza, al grupo de empresarios mexicanos que han encontrado en nuestra cultura una fuente inagotable de creatividad que está elevando la expresión de “lo mexicano” a niveles insospechados de aceptación y éxito en el mercado. Junto a marcas como AyGüey y Pineda Covalin, Amparo inauguró esta nueva forma de mirar y revitalizar algunos botones del enorme mosaico que nuestra nación amalgama.
En 2015, Forbes nombró a Amparo Serrano una de las 50 mujeres más poderosas de México, y con justa razón. Sin obviar que despegó con un capital inicial considerable –con el que hubiera tenido éxito sin importar el rubro–, su preparación, creatividad y talento en el diseño se conjugaron perfectamente en una propiedad intelectual amorfa e intangible; enunciada y dirigida, desde y hacia, un sector de la población con características muy específicas: capacidad adquisitiva privilegiada, angloparlante, católica, protonacionalista, peor aún malinchista…. Porque qué bonita la Virgen Morena –blanqueada– de Distroller.
Otro ejemplo es el del personaje Mole D’Hoya, una muñequita de tez morena, parte de la línea de “Chamoy y sus amigas”, que buscaba fomentar la inclusión mediante el reconocimiento de las diferencias. No obstante, el diseño detrás de estos personajes estaba estereotipado por clase y raza: Mole era “la reina de los animales” y su mascota una garrapata africana, y la güera, Berinaiz, “la reina del shopping”, y su mascota una bolsa de compras extragrande.
O los Neonatos y Ksi-meritos, que no contentos con ser una idea vetusta –la de condicionar a las personas de género femenino a los cuidados y la maternidad– también tenían un discurso implícito de lo importante que es cuidar la vida en las etapas de gestación: estos no eran bebés nenucos, estos eran cigotos.
Aquí la cuestión no es que Distroller y su mente creativa sean clasistas, racistas y moralistas: el problema es que buena parte de México lo es. Amparo Serrano habitaba ese contexto y con base en eso diseñó todos sus productos. Y no parece ser un inconveniente, si es que –siquiera– te das cuenta del elefante en la habitación.
Serrano, cuando hablaba de su fundación para la promoción del arte y la cultura en niñas y mujeres en situación de vulnerabilidad, solía reconocer: “El dibujo me salvó, me encanta la música y bailar, así que en mi fundación se dan clases de dibujo, pintura, canto y música y es impresionante los cambios que se ven… No es una primera necesidad tener clases de arte, primero es comer, pero yo doy estas clases porque para mí lo fue”.
Finalmente, la diseñadora vivía en un palacio –como un país– fantástico, donde podía denotar su espíritu libre, colorido y expresivo con excentricidades y lujos abundantes: dotaciones de dulces, pianos que se tocaban solos, toboganes, un sistema de mensajería por canales neumáticos, colecciones de muñecas, murales, una biblioteca, un tubo de bombero y un par de asientos elevadores.
Hace unos meses, este espacio ya había sido utilizado para hablar del potencial de Distroller y de Serrano para exportar cierta idea de “lo mexicano” a otros países, e insertarlo en las mentes más jóvenes. Entonces, la intención no era tan crítica sino descriptiva. Hoy es más o menos lo mismo.
Amparo Serrano fue una de las mayores mentes creativas y más grandes empresarias de nuestra época, a nivel nacional y hasta latinoamericano. Pero sería un error no tener en cuenta su contexto y posicionamiento para hablar de su vida y de su obra. Creativa, talentosa, polémica, no merecía lo que pasó, pero también hay una suerte de ironía en ello, porque un sillón-elevador es una realidad muy frágil.