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Uno de los problemas, si no el mayor, de los (aún) detentadores de la cúpula intelectual es el persistente culto a sí mismos, pues la historia nos ha mostrado que la mafia cultural se formó erigida por ella misma: los encabezadores de la lista suprema cultural se distinguieron por la propia detección de sus talentos. No hay más pensadores que ellos mismos. O, si los hubiere, no los contemplan, no los oyen, no los perciben. Nadie más que ellos, por consiguiente, tienen el derecho de poseer los beneficios que otorga el Estado. Por algo, el narrador hidalguense Ricardo Garibay, al empezar a recibir un cochupo del gobierno diazordacista, se dijo merecedor de la mensualidad enriquecedora porque, adujo, compensaba su mérito literario, no a su persona. El dinero que se le daba en su propia mano, decía Garibay, lo merecía sin duda. Y todo aquel que lo cuestionara por esta recompensa era, sencillamente, un envidioso de su impar talento.
El novelista Agustín Ramos (Hidalgo, 1952), en su fábula “Consejo de cultura”, encierra una honda verdad en la vida burocrática mexicana respecto a la corrupción como un hecho no sólo innegable sino necesario en el fondo de la maquinaria social en todos los ámbitos.
Narra Agustín Ramos:
“—Lo bueno es que tú ya estás del otro lado, mano —sentenció arrellanado en un sofá y en los lugares comunes. Había estado en el seminario y en el ejército, así que aprendió a sudar el pan, a servir de veras, y decía haber aprendido mejor que yo, ‘en la universidad de la vida’, los tejemanejes de la política.
“—No, manito —dije sintiendo que el sillón se achicaba cuando mi cuñada volvió para encender las lámparas y preguntar si se nos ofrecía algo. Él estaba de pie rellenando las copas y le dio la nalgadita de nada gracias cosas de hombres.
“—¿Cómo? —dijo estirándose el bigote y cortando las sílabas con navaja—, ¿no me digas que no hiciste tu cochinito ni tu telaraña de contlapaches?
“—Pues nnno.
“Achicó los ojos para amarrarse las lágrimas, como en las novatadas del H. Colegio Militar, como las penitencias abusivas del seminario y de su hermano mayor. Me recordé encima de él deleitándome con el frío del mosaico a través de su cuerpecito huesudo y sudoroso, hasta que dio el estirón y empezó a presumir de muchas cosas, de algunas con razón, como esta riqueza habida a base de partirse el lomo y partírselo a sus empleados.
“—Ni dinero ni palancas —dije. Afuera se encendían las primeras luces. Los luceros desaparecían de pronto tras algún nubarrón tacleado a la mala por las ráfagas sucias y avejentadas de la Bella Airosa. Había trabajado sin pensar más que en cumplirle al gobernador, en distinguirme de mis antecesores y sucesores en el puesto que sí habían hecho, hacen y harán cochinito y telarañas. Quise quedar bien con dios y con el diablo, como quien dice.
“—¿Nada, hermano Francisco? —achicó todavía más los ojos, como la primera vez que lloró y la última que aguantó mis golpizas.
“—Nada, hermano lobo.
“—Pues entonces jamás lo confieses —leyó en mis ojos que no le estaba entendiendo y agregó—: mira, san Agustín, te voy a dar un consejo.
“—¿Un consejo?, ¿otro?, ¿también de cultura?
“—Sí, de cultura… general —se acomodó el cuello de la camisa, creí que le iba a dar un ataque de asma, pero no, al contrario, sus ojos recobraron tamaño y profundidad suficientes para comerme mejor.
“—¿Por qué no he de decir la puritita verdad?
“—Porque nadie te va a creer y van a decir que eres un mentiroso. Pero —me apuntó con un dedo medio torcido por la artritis— si alguien te llegara a creer, cosa que dudo, va a decir que eres un pendejo”.
Y Garibay no lo era, por eso se justificaba con su propio mérito literario para no dejar de percibir ese dinero que creía, de antemano, suyo. Porque periodistas e intelectuales, desde la década de los cuarenta del siglo XX, se habían acostumbrado, porque el poder político a eso los había acostumbrado, a recibir dinero del gasto público: no aceptarlo era una pendejada, en efecto.
Y hay un sinfín de anécdotas con casos similares, donde el intelectual ha sido sobradamente estimulado por la clase política en un asunto que a (casi) nadie parece importarle. Porque todo este irigote (“situación caótica y escandalosa que produce un conflicto”, define la palabra el diccionario) del asedio a la libertad de expresión está fincado en el reajuste de los dineros en el reparto publicitario del presupuesto público.
2
¿Decir esto me hace una víctima del medio periodístico o revela, sólo, una gravedad para llevarla a la reflexión social?
En los primeros meses de 2019 fui invitado por Jorge Caballero a Jalisco a participar en un encuentro de periodismo musical en la Universidad de Guadalajara. Caminaba por los amplios y esplendentes pasillos de esa institución cuando un ex funcionario de la Secretaría de Cultura me saludó, intempestivamente. Luego de una breve y educada plática, me dijo que ya sabía que continuaba con mi proyecto de La Digna Metáfora. Hablamos, entonces, brevemente de ese periódico cultural.
Y me soltó la siguiente sentencia:
—El Conaculta priista por lo menos te daba algo de dinero, pero ahora no se te da ni mierda…
Miré hacia otra parte. De lejos vi a Pacho, el ex baterista de La Maldita Vecindad ahora director del Museo del Chopo. Miré a Sergio Arau, guitarrista de Botellita de Jerez. Miré a Nacho Toscano, activo promotor de la cultura, fallecido un año después, en 2020. Miré al periodista Sergio Raúl López, a mi lado, con el vaso lleno de vodka vuelto a llenar. Miré a la bellísima bailarina Tania Pérez Salas, que nos saludaba con amabilidad. Miré a Mardonio Carballo, que conversaba con uno de los roqueros Arreola. Miré el ambiente alegórico del festival y miré de nuevo al ex funcionario de la Secretaría de Cultura y no pude responderle nada.
Pedimos otra ronda de vodkas.
¿Contar todas estas historias me hacen una víctima del medio periodístico o revelan minucias del entramado periodístico?
3
A veces ni el pensador más reflexivo es capaz de comprender la novedad que irrumpe de pronto, inesperada, impredeciblemente.
Una nueva relación amorosa puede sorprendernos de manera frugal, pero también es posible que íntimamente nos llegara a decepcionar. Porque lo nuevo, precisamente por traer consigo algo desconocido, causará siempre una incierta inquietud. El mismo Jorge Luis Borges, ante el arribo inusual de los Beatles al mundo del arte, no sabía cómo debía contemplar ni qué decir del nuevo fenómeno musical, aunque confesaba, acaso con cierto reconcomio, que algunas canciones del cuarteto de Liverpool le atraían… mas no sabía cómo definirlas.
Sí, todo lo nuevo es inquietante, más aún si desde el inicio le empezamos a poner trabas porque no entendemos, o nos negamos a entender, los procedimientos inéditos con los que nos enfrentamos.
Y así ha sido siempre, desde la eclosión misma del mundo.
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