Los seres vivos estamos rodeados por un mundo que se extiende en todas direcciones, incluso fuera de sí mismo, hacia el espacio infinito. Podría decirse que percibimos un mundo cuyas variables principales son espaciales y temporales; dicho de otro modo, un entorno que se extiende y perdura. A esta aseveración se puede agregar (desde el punto de vista científico) que las actividades de los órganos sensitivos y su procesador, el cerebro, son soporte y correlato de nuestra comprensión de la realidad.
Es gracias a este proceso que conseguimos construir un relato de lo que nos rodea y atraviesa. Mediante conceptos simples como la forma, fondo, textura, color, etc. es que interpretamos los estímulos físicos, que no son sino manifestaciones de la energía.
Mi objetivo hoy no es hablar de lo conocido y lo cotidiano, sino indagar en el ignoto y ominoso camino en el que todas estas leyes se retuercen y pervierten. La cuestión aquí yace, más bien, en hipotetizar el impacto que tendría que esa constancia perceptual se quiebre.
Por decir, ¿qué sucedería con el proceso perceptual de alguien que avista una criatura de varios kilómetros de altura?
Para poder imaginar la respuesta, quiero invocar tres pasajes de una de las obras más inquietantes del escritor estadounidense H.P. Lovecraft, La llamada de Cthulhu. Un texto que, a pesar de su maestría con los recursos retóricos, ritmos narrativos y una gran habilidad descriptiva, se sublima al admitirse rebasado, imposible de poner en palabras exactas esas imágenes. Es así como logra quebrantar la imaginación del lector, orillándolo a soñar los paisajes más incomprensibles y confusos, evocando la máxima expresión del miedo a lo desconocido: el terror cósmico.
En el primer pasaje del cuento que deseo recuperar, se presenta la narración de un grupo de marineros que llegan a una isla perdida del Pacífico, en donde habita el monstruo Cthulhu:
Los marinos, a pesar de ser hombres de mundo, se encontraron con elementos que no sólo no fueron capaces de relacionar con nada que conocieran previamente, sino que tergiversaban la identidad de todo objeto conocido y su relación con el paisaje de mar abierto.
Más adelante, tras desembarcar, los marineros se percatan de dos elementos que han sido pervertidos por la atmósfera de la isla: el sol y la geometría de las estructuras…
La descripción del sol refiere una distorsión del tamaño-forma de los objetos, así como de la forma en profundidad, propia de un mundo visual constante. En su lugar, los tripulantes del barco comienzan a percibir más a través de su campo visual (con la gran dificultad que esto representa) viendo el entorno en un sentido más cercano a la “forma-silueta” –es decir, objetos distinguibles pero indefinidos– pues pierde su significación y comienza a depender de la perspectiva de los individuos quienes, de por sí, ya están confundidos.
A continuación, se describe amenazadoramente la existencia de ángulos esquivos en las estructuras de piedra: uno de los materiales conocidos más rígidos, pero cuyas formas son transitorias en esta isla. No sólo los marineros perdieron su referente de superficie y borde, al no comprender del todo las piedras que los rodeaban y sus contornos, también comenzaron a ser asediados por una larga serie de estímulos visuales contradictorios.
Otro elemento para análisis es el que se asoma en lo que dice el poeta Wilcox, cuando recuerda que, en los sueños en los cuales ve la isla, se pierde la seguridad de horizontalidad del mar y de la tierra y, por lo tanto, la de todo lo demás. Son estas líneas la cristalización de dos de los postulados fundamentales de la teoría de la percepción visual: en primer lugar, toda la teoría del terreno está sustentada en la ubicación del horizonte (terrestre o marítimo) para que la superficie funcione como fondo para todos los objetos que se encuadran a través del campo visual; si se pierde la relación fondo-objeto, la percepción se verá retada a tratar de interpretar objetos que deberían –por leyes físicas– estar en un sitio pero están en otros.
En segundo lugar, se puede hablar de un análisis mucho más psicológico. Si el mundo perdiera su horizonte, habría dos posibilidades: las leyes físicas se mantienen a pesar de la inversión direccional o también se alinean con el cambio de sentido. Es un ejercicio interesante el tratar de imaginar que pasaría si una silla estuviera pegada por las patas a una vertical, mientras que uno está parado sobre lo que solía ser una pared.
En un último pasaje, en el que se compara la descripción del capitán Johanssen con la del poeta Wilcox (quien había tenido visiones de la guarida de Cthulhu), vuelve a mencionar el impacto de los ángulos en la mente:
Una vez más, se describe un entorno perceptualmente incomprensible por la ruptura con conceptos como la relación superficie-borde. El relacionar este nivel de incomprensibilidad como una sensación “de otras esferas y dimensiones distintas a la nuestra” es prueba de que cuando la percepción visual humana es puesta a prueba por elementos ajenos la mente simplemente se desmarca, siendo incapaz de interpretar lo que observa realmente.
Este es, sin más, el argumento de Edwin Abbott en Flatland, una novela que explica por qué la mente rechaza la comprensión de objetos o cosas para las que no tiene elementos perceptuales e interpretativos.
Érase una vez, un cuadrado que vivía en la tierra de Planilandia. Aquí, todos los seres estaban limitados a una existencia bidimensional (con sólo largo y ancho). Esto no representaba ningún inconveniente, pues estaban acostumbrados a la percepción de estos dos factores. Pero todo cambia cuando el cuadrado descubre una puerta hacia una dimensión superior; al cruzarla, se encuentra con un elemento incomprensible: una esfera, la profundidad. Aunque los habitantes de la tercera dimensión eran capaces de ver (y entender) al cuadrado, él tardó mucho en acostumbrarse a un cambio de paradigma tan impactante.
El argumento de Abbott es contundente: los elementos perceptuales constantes generan una percepción paradigmática, propia de los seres que existen en cada estadio o dimensión. Su ruptura implica una reconfiguración de la mente, mientras reacciona con confusión, negación y pavor.
H.P. Lovecraft plagó sus cuentos con perversiones de las leyes de la percepción, creando una atmósfera fértil para las imaginaciones más terribles. El cuento de La llamada de Cthulhu fue publicado en 1926, cuando los conceptos y el desarrollo de la teoría de la percepción visual aún se encontraban en una etapa temprana, de modo que los relatos de H.P. Lovecraft merecen un reconocimiento especial, pues consiguieron relatar mundos para muchos otros imposibles.
Al final, si se conocen las reglas, lo siguiente es romperlas. Y ver a dónde llegamos.