Es innegable que el futuro de la humanidad siempre está ligado a los avances tecnológicos. Así ha sido desde que las personas descubrieron cómo hacer herramientas a partir de piedras, luego de metales y posteriormente con el desarrollo de la mecánica, la termodinámica, el electromagnetismo, hasta llegar a la electrónica a partir de la segunda parte del siglo pasado. Pero ahora nos encontramos en los albores de una nueva era que estará soportada por la inteligencia artificial, la computación cuántica o la biotecnología.
El mundo que ha comenzado a desarrollarse en los lustros más recientes y el que vivirán a plenitud los recién nacidos de ahora es uno en el que dominarán los vehículos autónomos —y los robots en general—, el internet de las cosas, el multiverso y la medicina predictiva. Para dentro de unas décadas todo lo que nos rodee, tanto física como virtualmente, estará sustentado en cientos de miles de millones de diminutos circuitos electrónicos; los chips, primero, y los circuitos fotónicos integrados, posteriormente.
Este escenario hace que el mercado de los microcircuitos electrónicos se haya convertido en una apuesta segura para compañías y naciones en todo el mundo. Pero fabricar estos chips en grandes volúmenes y con la calidad suficiente no es una tarea fácil. El nivel de especialización que demanda esta industria ha provocado que sean tan sólo un puñado de compañías las que hayan podido desarrollar las capacidades necesarias. Miniaturizar los complicados trazos de los circuitos electrónicos es una tarea que únicamente puede llevarse a cabo gracias a máquinas litográficas que sólo tres o cuatro empresas en el mundo pueden construir, y cuya venta también se encuentra celosamente controlada. No debe sorprender entonces que la producción de los chips se encuentre tan concentrada en tres compañías.
Pero, como en toda industria, en la de los microchips rige la ley de la oferta y la demanda e, irónicamente, los mismos dos sucesos que revelaron ante el mundo la importancia de estos dispositivos para la economía mundial también han comenzado a distorsionar la dinámica natural que debería haber seguido el crecimiento del mercado mundial del insumo clave para su fabricación: el silicio. Estos dos sucesos han sido, por una parte el problema, debido a la emergencia de la pandemia causada por el virus SARS-CoV-2, y por la otra la solución: el Acta Chips y Ciencia estadounidense con la que el gobierno de Washington pretende liberar a sus cadenas de proveeduría estratégicas de su actual dependencia de oriente.
La pandemia que forzó el desabasto de microchips detonó la demanda de silicio apenas cesó la contingencia, para satisfacer a todas las compañías que de inmediato gastaron hasta el último dólar de sus ahorros en llenar sus almacenes a fin de evitar una nueva escasez. Acto seguido, llegó la promesa de inyección histórica de recursos públicos en la Unión Americana a empresas estadounidenses del sector, aprobada en agosto pasado en el Acta de Chips y Ciencia, que busca aumentar la capacidad de producción de chips y ha provocado que la oferta del silicio se haya disparado como nunca. En conjunto, estos dos sucesos terminaron alterando el ciclo habitual del sector de los microcircuitos electrónicos y la burbuja del silicio parece comenzar a desinflarse.
En los días recientes las grandes firmas del sector han comenzado a recortar sus previsiones de crecimiento. Micron y AMD han reducido sus pronósticos de ventas en 20 % y 16 %, respectivamente. La treintena de compañías de esta industria en los Estados Unidos de América ha disminuido sus ganancias esperadas para el tercer cuatrimestre de este año de 99 a 88 mil millones de dólares estadounidenses.
Será interesante ver la evolución de esta arritmia inducida en el sector de los chips, pues podría resultar que el crecimiento desmedido en la oferta de estos dispositivos termine por jugar en contra de las economías occidentales y a favor de China, que seguirá siendo el mercado con mayor crecimiento para los microcircuitos.
Lo anterior, dicho sin aberraciones.