El término “etnia” nos remite a escenarios exóticos y primitivos; a poblaciones aisladas, con vestimentas coloridas y tradiciones que nos parecen extrañas, en el mejor de los casos. Al clasificar a lxs otrxs como distintxs a nosotrxs, vale la pena tomarse un momento para reflexionar, ¿qué tan diferentes somos en realidad?
Desglosar la definición de etnia nos dará una base firme sobre la cual partir para responder esta pregunta. Por ejemplo, Miguel León Portilla –antropólogo mexicano– la define como un grupo, cuyo tamaño puede variar, que se encuentra unificado por la lengua y la cultura, está consciente de su existencia y del sentido de identidad que lo une. En estos grupos están presentes elementos como el origen racial, una lengua y expresiones culturales comunes (ritos, ceremonias y expresiones artísticas), un territorio compartido, autoidentificación e, incluso, una tendencia hacia la endogamia.
Es decir, el concepto de etnia describe a una agrupación humana que presenta un conjunto de costumbres diferentes a las del pueblo que se refiere a ella; como cualquier expresión identitaria, es un tejido de relatos en los que la gente se encuentra con sus semejantes, o se diferencia. Por lo que “etnia” no tiene una acepción única, sino que se configura desde una perspectiva externa y dinámica.
Aquellxs que se identifican como tal o cual, lo hacen mediante expresiones simbólicas; por lo que es en la dinámica del discurso –de lo que se dice y lo que se omite– que la etnia se inscribe en la política. Es en la actividad política que se configuran las palabras y las historias para dirigir las identidades, con fines muy variados.
John Mueller, politólogo estadounidense, estudia la banalidad de los conflictos étnicos, asegurando que no existe tal cosa –al menos como lo hemos entendido durante décadas–, sino que se ha empleado este argumento como excusa y explicación de rencillas políticas internas. Si bien es innegable la existencia de rencillas étnicas, es requisito observar el papel que juegan en una guerra, que no por nada es uno de los actos políticos más antiguos de la humanidad.
Para comprender el rol político de las etnias, sobre todo en las guerras, deben analizarse los casos particularmente: seccionando los intereses, actores y acciones involucradas y su relación con las identidades que las promueven.
Por ejemplo, Mueller ha estudiado a detalle los genocidios en Yugoslavia y Ruanda, muy nombrados en los últimos años, determinando que ninguno fue propiamente una pugna étnica, sino que los líderes políticos de cada país incorporaron y enfatizaron tanto antiguas rencillas como homilías nacionalistas a la narrativa, dando una justificación a grupos armados –a veces poco o nada interesados en los proyectos nacionales– para arremeter violentamente contra otrxs, que no fueron más que chivos expiatorios.
Un ejemplo mucho más reciente, y muy poco estudiado desde esta perspectiva, es el uso de las identidades étnicas con fines políticos en el cuatrienio de la administración Trump en EE. UU. El líder empleó un carismático discurso para sumar simpatizantes, especialmente atractivo para un sector de la población “americana”. Es necesario recordar que, en el folklore estadounidense, la “americanidad” es un fuerte elemento cultural e identitario, compuesto por narrativas patrióticas, preceptos religiosos, ideologías, valores y normas de comportamiento. El ser americano implica fuertes expectativas sobre la raza, la religión, el trabajo y el modo de vida; expectativas que muchxs no cumplen, y que discursivamente amenazan.
Si bien es cierto que esta identidad tiene un fuerte eslabón en el metarrelato del “sueño americano”, que de algún modo impulsa la diversidad, también se interseca con factores como la intolerancia religiosa, el racismo, la xenofobia, la misoginia, la homofobia… No por nada los Proud Boys, organización proamericana detrás de las recientes protestas del Capitolio, fueron declarados por el gobierno canadiense como un grupo terrorista en 2021.
El éxito de Donald Trump –al menos al principio del periodo– estuvo fuertemente relacionado con su empleo del discurso; conjugó intereses muy variados dentro de la identidad “americana” y los resumió en una frase nostálgica y melosa: “Make America Great Again”.
Es necesario aclarar que, al menos en sus expresiones menos radicales, la americanidad está sustentada, no en una idea de raza única, sino en un origen común por varios momentos históricos, como la colonización de la costa este o la expansión hacia la costa oeste; esto quiere decir que, aunque los americanos no comparten necesariamente una pseudoconexión biológica, si lo hacen en su génesis… no fueron los indios quienes crearon América, sino los americanos.
El objetivo de este análisis no es otro que señalar que esos conceptos en los cuales tan obstinadamente encerramos a otrxs para darle sentido a nuestro mundo son cuando menos imprecisos, lo que los convierte en herramientas políticas ideales al momento de repartir culpas y retratar enemigos.