HISTORIA Y FOTOS: BRAULIO CABRERA/LALUPA.MX
Ezequiel Montes —la frontera entre los valles centrales y el semidesierto que da la bienvenida a la Sierra Gorda Queretana— tiene sólo dos delegaciones: el famoso pueblo de Bernal y Villa Progreso.
Villa Progreso, antes conocida como Las Tetillas —en honor al cerro grande y el cerro chiquito, que tienen forma de pezones— es un lugar de cultura e historia, que ha vivido por generaciones en las mentes y corazones de sus habitantes otomíes, quienes tienen una profunda relación con la tierra y los productos que les regala.
Ahí se encuentra la comunidad de Guanajuatito donde, a la sombra de un pirul, Doña Lorenza Cruz Palma trabaja las fibras de henequén y cocina en el fogón, para crear las artesanías de ixtle más hermosas, y los nopales en salsa de chile verde más deliciosos.
“El nombre de la comunidad viene de la capilla que está a la entrada. En tiempos de la revolución, una muchacha llamada Dominga fue raptada por uno de los soldados, quien se la llevó a vivir a Guanajuato”.
“Unos años después, el marido falleció y ella regresó con su dinero para construirle una capilla a un Jesusito que tenía, que su hermano se había quedado cuidando. A la mitad de la obra hizo falta dinero, y la señora tuvo que regresar a Guanajuato, pero de allá jamás volvió”, cuenta Doña Lorenza mientras malacatea fibras de maguey.
A sus 81 años, Lorenza Cruz Palma es una experta artesana de ixtle y cocinera tradicional. Así lo fueron su mamá y su abuela antes que ella, y lo serán sus hijas cuando se haya ido.
“Cuando era niña, mis hermanos mayores se la pasaban todo el día hilando el malacate y, por la tarde, se iban a cazar al monte con la escopetita de mi papá que, aunque vieja, aún servía. Si regresaban con un conejo era la fiesta, mi mamá luego luego se ponía a guisarlo, recuerdo perfecto el olor y el sabor del chile bañedo (guajillo)”, cuenta Doña Lorenza, mientras muele un jitomate y unos chiles en el molcajete.
“Eso es lo que como desde chica, lo que mi mamá comía desde chica, por eso son comidas de tradición y, por eso, nosotros lo promovemos para que en un futuro se siga consumiendo”.
María Elena, Socorro y Gonzalo Castillo Cruz son tres de los seis hijos de Doña Lorenza. Todos ellos, de algún modo, mantienen vivas las costumbres de sus padres, ya sea trabajando el ixtle, guisando lo que recolectan, pastoreando a sus animales, o cultivando con yunta sus milpas.
“El trabajo con ixtle no es nuevo, pero el de la artesanía sí. Lo que pasa es que anteriormente se elaboraban cosas para el campo, para los animales, para las yuntas, cosas más funcionales. Ahorita ya no hacemos esas cosas porque ya nadie las compra”, explica María Elena.
“Así es, el hilo malacateado es una técnica muy antigua. Por ejemplo, antes se usaba mucho para los estropajos y los peines, pero ahora son de plástico, que necesita menos cuidados, pero daña el ambiente. En cambio, esto no contamina, el día que ya no quieras tu estropajo, lo pones entierras en una maceta y de ahí se alimenta la planta”, agrega Socorro, quien teje una bolsa de ixtle.
Además, como explican ambas, sólo es cosa de saber cómo cuidar el ixtle “Cuando era niña, mi abuela nos mandaba a recoger el guangoche —las fibras de maguey— porque se hacía feo con la neblina de la noche. Si lo cuidas, aguanta mucho, tenemos un ayate que ocupamos para moverle la alfalfa a los borregos y nos ha durado ya 3 años”.
Elaborar una pieza de ixtle no es cosa fácil. Primero debe extraerse la fibra del maguey seco para luego, con las hebras colgadas de un árbol, irlas torciendo con una mano mientras que, con la otra, se la da vueltas al malacate, durante unas 2 o 3 horas, que es lo que tarda en llenarse bajo manos expertas.
“En realidad, me toma más tiempo terminar el malacate porque un rato estoy en el fogón, otro rato en otras cosas. Además, no me puedo sentar porque si no no alcanzo la fibra. Una bolsa completa, por ejemplo, se lleva dos o tres malacates para tejerla, además de que es a mano porque no tenemos máquinas”, confiesa doña Lorenza.
Existen diferentes técnicas para tejer el ixtle: las bolsas se hacen con una estructura de madera, las figuras del nacimiento, con gancho o con aguja. En algunos casos, incluso, sólo se cosen las hebras entre sí con hilo.
“La Casa de la Artesanía Queretana vino a darnos un curso hace poco, aprendimos una técnica en espiral, donde nada más cosemos las hebras de henequén con hilo, con esas hemos hecho manteles y, hace poco, hice una bolsa nueva”, cuenta también María Elena.
En el día a día, muchos de ellos siembran la tierra —tradicionalmente, con yunta de burro— o recolectan frutos en el monte, en buena medida, gracias a Doña Lorenza que se los ha fomentado toda la vida pues, como ella dice: “si sabes voltear la tierra, si sabes trabajarla, te va a dar de comer”.
“La tierra es muy noble, eso nos ha enseñado mi mamá. Siempre se siembra con la esperanza de que haya algo qué comer para el año pero, a veces, uno pierde la esperanza, ya ven que este año casi no llovió”, comenta María Elena.
“Aún así, ha habido flor de calabaza, quelites, nabos y bendito Dios, lo que él mande. Porque aquí estamos, a dónde vamos a irnos”, añade.
De pronto, doña Lorenza la interrumpe y cuenta: “hace poco me encontré un hongo grandote, lo dejé ahí porque estaba un poco seco, pero me lo voy a traer mañana para ponerlo a remojar y guisarlo. La comida tradicional es a base de recolección de lo que nos da el ambiente y las temporadas. Ya, si dilata el agua y crece la milpa, también tenemos de eso. Pero en el semidesierto siempre hay qué comer, y es algo que le compartimos a la gente que nos visita”.
Además de los tejidos con ixtle, con lo que cultivan en la milpa o lo que recolectan en el monte, la familia elabora productos como pan, mermeladas, xoconostle de nopal, dulces y la comida tradicional. En ocasiones han recibido grupos de hasta 20 personas, o han cocinado banquetes en bodas o eventos.
“La parte de la cocina no la aprendí, eso lo sé hacer desde niña, es lo que he cocinado toda mi vida, lo que me daba mi mamá de chica. A mí lo que más me gusta comer es de todo”, asegura Doña Lorenza, miemtras se come un taquito de nopales.
Después de pensarlo un poco, agrega: “También el conejo, lo guisamos en chile rojo, mole verde, rojo, tinga, mixote, barbacoa. A veces hacemos pan y, en el mismo horno caliente, envolvemos el conejo en una penca y ahí lo dejamos”
“La comida más representativa de Villa es el nopal de santo, un platillo de ritualidad. Ese se hace en vaporeras grande y se le da a todo mundo en las fiestas. Si es temporada, toca con nopales tiernos y, si no, con nopales viejitos que nosotros llamamos corazones, de cualquier forma queda muy rico”, continúa María Elena.
“Igualmente el mole de xoconostle, ese le queda muy bien a mi mamá. Recuerdo que, desde niña, cuando mi mamá nos hacía ese platillo sabía que era día de comer algo sabroso, algo rico”.
Actualmente, la familia espera la publicación de la 2° edición de un recetario de cocina tradicional, con muchas de sus recetas, así como de otras familias en Tolimán y Amealco.
En tanto cose las hebras de henequén para un mantel, María Elena comenta: “Estamos unidos por la misma lengua, el hñähñu, aunque tengamos variantes. Villa es un pueblo otomí que, aunque ya no conserva tanto la vestimenta o el idioma, ahí están nuestras raíces. Es justo por eso que nosotros intentamos que, por lo menos, no se pierda la gastronomía, la cultura y las tradiciones”.
“Nuestro objetivo principal es que la gente venga, a nuestro pueblo y a nuestra casa. Que puedan comer algo de lo que preparamos y conocer nuestras artesanías. Incluso trabajamos por encargo, ya sea si quieren pedir un nacimiento de ixtle a la medida, o un banquete para su evento”, concluye.
Es así como —en medio del paisaje fantástico lleno de montañas con forma de senos, grandes árboles, tierra de colores, cactus con flores— bajo la sombra de un pirul, doña Lorenza y su familia tejen y cocinan la historia de Guanajuatito, del semidesierto queretano, el limbo entre el sol y la lluvia.
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