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Centenario de Ricardo Garibay: la élite corruptora – Víctor Roura

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A los 76 años de edad muere, el lunes 3 de mayo de 1999, el escritor hidalguense Ricardo Garibay, cuyo centenario natal conmemoramos el miércoles 18 de enero de 2023.

Ricardo Garibay no se guardaba nada para sí

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Ciertamente, Ricardo Garibay no se guardaba nada para sí. Lo contaba todo en su —frugal— abundante narrativa, aunque él quedara bastante mal parado, que es un decir ya que para Garibay todo lo que hizo en la vida estuvo perfectamente bien hecho, desde disponer dinero, para su propio dispendio, de la Secretaría de Educación  Pública cuando fue su jefe de prensa en la administración de Ruiz Cortines (1952-1958), hasta recibir un salario mensual del presidente Gustavo Díaz Ordaz apenas unas semanas después de ocurrido el asesinato masivo en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968.

      Porque el ilustre literato Garibay no se medía en esto de acumular, o conseguir, dinero. De donde fuere, y esta vida suya, que se contradecía con el notable escritor que exigía ética en el comportamiento intelectual (son memorables sus programas televisivos porque en ellos se asoma el riguroso literato que se encoleriza cuando oye una frase mal estructurada o se remueve de la ira, finalmente también teatralizador moral, cuando alguien no ha leído a un clásico griego de las letras), naufragaba, su vida, entre los mares procelosos de la honradez y la corrupción.

      Pero no tenía empacho en contarlo todo.

      O casi todo.

      Porque de Garibay se cuentan innumerables cosas —aparte de ser amigo, o cercano, de tenebrosos personajes, como el nefando policía Arturo Durazo Moreno— que hoy ya son leyendas porque no se sabe a ciencia cierta si pertenecen a la realidad o a la imaginación.

      Se dice, por ejemplo, que una vez, después de mucho batallar, fue hasta Carlos Hank González, siendo éste regente de la Ciudad de México en el periodo de José López Portillo  (1976-1982), para hablarle de sus penurias económicas y de cómo, un escritor de su talla (porque Garibay se decía el mejor escritor de este país, y en ello sin duda le asistía algo de razón), tenía que andar a pie para entregar sus artículos periodísticos. La leyenda cuenta que Hank González le regaló un coche. Pero Garibay regresó, días después, para decirle al regente que cómo era posible que la esposa del señor escritor, que era él, tenía que ir al mandado a pie mientras en la casa esperaban la santa hora de los alimentos, y dice la leyenda que Hank González, solícito, también le regaló un carro a la esposa del gran escritor.

      Esta anécdota la han contado en varias ocasiones diversos periodistas veteranos, asegurando su veracidad.

      Me he negado a creerla, más por fidelidad y admiración al escritor que por otra cosa, pero es un hecho —porque también he oído este cuento en boca de algunos escritores de su generación— que la anécdota ya forma parte del repertorio mítico que rodea a Ricardo Garibay.

Carlos Hank González

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En su libro Cómo se gana la vida (Joaquín Mortiz, 1992), Garibay cuenta algunas “atrocidades” más, como cuando recibió en la biblioteca de su casa, en 1968, a un hombre que, sin más, puso encima de su escritorio, así nomás porque sí, tres mil quinientos pesos, que eran, según apunta el mismo Garibay, “como tres y medio millones, acaso un poco más”… por el agregado de los tres ceros que luego fueron retirados de la vida pública.

      “El tipo sonreía abiertamente —relata Garibay—. Yo encendía un cigarro. El acento de aquél era levemente extranjero. Con miedo me rehíce, pregunté:

      “—¿Quién? ¿De quién? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Para qué?

      “Tenía el hombre la cara torva, como si recordara padecimientos odiosos. Sus manos eran gruesas, quemadas de cigarro, grandísimas.

      “—¿Para qué…? No sabemos. Usted es el que va a gastarlos. ¿Quién, de quién? De personas que lo leen con asiduidad, aprecian mucho su trabajo. ¿Cómo? Así como está sucediendo. ¿A cambio de qué?, cosa que no me preguntó, a cambio de nada. Lo llamará por teléfono el señor… (dijo un apellido inglés que no consigo recordar), colaborador, y usted sabrá si lo recibe o no lo recibe. Yo me retiro. Gracias por permitirme entrar a su casa”.

      El fajo de billetes hipnotizaba a Garibay, y lo recibió, así como recibió otros tantos miles, y miles, de pesos sin saber por qué, aunque le remordía un poquitín la conciencia pues creía, muy adentro suyo, que se trataba de la CIA la que quería comprar su escritura, ya que la última vez que recibió tal cantidad de dinero (esa vez fueron cinco mil pesos) le pidieron que escribiera sobre Checoslovaquia, a lo que él se negó, según dice, rotundamente. “Justo un mes más tarde —cuenta Garibay— llegó la brutal invasión de la URSS a Checoslovaquia”.

      Por eso,  inquieto por dicha experiencia, fue a ver a Díaz Ordaz, le contó todo y le preguntó:

      —¿Era la CIA, señor presidente?

      —Es probable —le respondió Díaz Ordaz—, muy probable. Pero no se preocupe. No tiene nada que reprocharse. Más bien, lo envidio un poco. Yo, hasta la fecha, no he podido sacarle un centavo a esa punta  de cabrones.

      Y “a dos y medio meses después del horrendo 2 de octubre”, según las palabras del propio Garibay, Gustavo Díaz Ordaz en Los Pinos le pedía el favor a Garibay “de pasar a ver un momento al señor licenciado Cisneros, tenga la bondad, don Ricardo”. El licenciado Cisneros era su secretario particular, ex gobernador de Tlaxcala, “eficiente, pequeñito y aún más feo que su patrón”.

      —Yo le ruego, don Ricardo —le dijo el pequeñito Cisneros—, que nos haga favor de pasar por esta oficina cada mes, a partir de hoy, o de mandar a alguna persona, para que podamos cumplir con las disposiciones del señor presidente de la República.

      “Me entregó un sobre sellado y firmado. En el coche lo abrí. Eran diez mil pesos. Abrí las ventanillas y aspiré el aire de diciembre. Desde ese momento cambió mi vida —relata Garibay—. Se aquietó el ritmo cardiaco. Pude entregarme enteramente a leer y escribir”.

      Mayor cinismo tal vez no se va a encontrar en la literatura contemporánea mexicana.

      Así como tampoco descarada, implacable, reveladora e impulsiva honestidad para contarlo todo.

         O casi todo.

Gustavo Díaz Ordaz

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Si todos los escritores e intelectuales narraran sus vivencias, digamos, políticas, sabríamos no sólo las diferentes maneras, y los modos de llevarlas a cabo,  de sus dependencias de, y servidumbre a, los poderes burocráticos sino también se destruirían mitos que aún hoy circulan en torno de autores a los que, ¡ay!, todavía se les considera inmaculados por la sabiduría que arrastraban consigo, porque es creencia generalizada que sapiencia es, o debiera ser, sinónimo, ¡ja!, de integridad.

Ricardo Garibay nos contaba sus transitares por estos sinuosos caminos, pero nadie más. Porque vivir a costa del Estado, según lo definió la mafia cultural, debía —o debe— guardarse con extremado sigilo, como un secreto muy privado, una intimidad jamás revelada, un arcano sereno y merecido, que ocultaba —que aún oculta— el informador, empresario de la comunicación, periodista, escrito, académico o intelectual de la impoluta camada del pensamiento crítico que pasaba de, o aparentaba ser, izquierdista o progresista, que para el caso es la misma cosa.

 “Mayor cinismo tal vez no se va a encontrar en la literatura contemporánea mexicana.”

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Quizás el problema, si es que hubiera alguno, es que estos merecimientos económicos en verdad se los adjudicaba, como un derecho propio e ineludible, la intelectualidad, que hasta antes del obradorismo vivía cómodamente a costa de la generosidad de los representantes del Estado que, como apuntara Ricardo Garibay, les entregaba dinero a manos llenas porque, finalmente, los medios pertenecían a la burocracia política que inundaba sus espacios —de los medios— con sus “hazañas”, decisiones, determinaciones y discursos al grado de hacerlos creíbles o, cuando menos, irrefutables. Y no sólo Garibay se creía el cuento de dicho merecimiento, sino todo aquel que participaba, de un modo o de otro, en las fuentes de la información oficial.

      Porque la élite del pensamiento nacional se creía superior a las clases “inferiores” a la suya, de ahí que sus clasificaciones políticas y sus apreciaciones de los poderes sociales hayan regido durante muchos años en el país, siendo atendidos estos intelectuales con suprema generosidad por los gobernantes en turno. Ricardo Garibay, por ejemplo, exhibía orgulloso los satisfactores económicos que, por ser quien era, se merecía, según sus propias palabras, con amplísima justicia, visión que respaldaba, o continúa respaldando un sector mayoritario de la academia mexicana convertida, por decisión propia, en influyente capa periodística, que confirma con vanidad inquietante —para no ir más lejos—, el editorial de la revista Nexos en su número de enero de 2023: “Nuestro destino y nuestra elección como revista fue hablar desde las élites y a las élites, pero no sobre los problemas de las élites, sino respecto a los problemas de las mayorías”, pasando a ennumerar varias contingencias sociales. Y nadie lo duda: hablar desde las élites y a las élites, cuyo resultado eficaz fueron las diversas compensaciones, precisamente, a estas cultas élites, que bien supieron, siempre, llevar para sí agua a sus molinos acaudalados.

“Ricardo Garibay exhibía orgulloso los satisfactores económicos que, por ser quien era, se merecía, según sus propias palabras”

AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “OFICIO BONITO”, LA COLUMNA DE VÍCTOR ROURA PARA LA LUPA.MX

https://lalupa.mx/category/las-plumas-de-la-lupa/victor-roura-oficio-bonito/

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Last modified: 16 enero, 2023
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