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Hace cien años nació en Nueva Jersey el novelista Norman Mailer, el 31 de enero de 1923, fallecido 84 años después en Nueva York el 10 de noviembre de 2007. Mailer encumbró el entonces denominado “nuevo periodismo” con novelas “de no ficción” como Los ejércitos de la noche (1968), El combate (1975) o La canción del verdugo (1975), pero sin duda resaltó su investidura de provocador voluntario que en su momento brillara por su ausencia en los pasillos de la prensa, que luego exaltaran Truman Capote (1924-1984) y Tom Wolfe (1930-2018), que llegaran muy lejos con sus ironías y finas mordacidades, retomadas en México por cronistas como, digamos, Carlos Monsiváis (1938-2010).
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A fines de los sesenta Norman Mailer, muy dado a polemizar con las frágiles posturas liberales de las damas del entonces naciente movimiento feminista, participó en un programa de televisión conducido por Orson Welles, a quien dijo, sencillamente, quitado de la pena, que las mujeres debían vivir en jaulas.
Mientras lo decía, confiesa en su libro El prisionero del sexo (Emecé, 1972), ensayaba “una mueca burlona, deleitado con el asombro de la audiencia”. El público de la tele, por otra parte, siempre le recordaba, dice Mailer, “los bañistas de Acapulco”, pues tanto la temperatura del ambiente como la del agua es de 30 grados: “Se pasa de uno a otro medio sin la menor sensación”, exactamente como, sin transición, se hacen los comentarios en la televisión.
Sin embargo, su frase “echó cubos de hielo en la espalda de los espectadores”. Pudo apreciar “un estremecimiento de electrones” y se sintió, reconoce, “muy complacido” consigo mismo “por ser el único de los invitados a un programa de televisión capaz de cortar tan buen pedazo de razonamiento en la propia cara de la piedad general hacia las mujeres”.
Hasta Welles, dice Mailer, se puso solemne con el tema.
—Pues bien —añadió el conductor—, ya que usted admite que odia a las mujeres…
—Yo no odio a las mujeres —precisó Mailer.
—Usted dijo que las odiaba.
—No, dije que debían vivir en jaulas.
El drama de la televisión, indica el novelista, “es que hace falta dar respuestas directas”, y la mayoría de sus ideas, las de Mailer, según dice, “eran paradojas”. Podía decir, por ejemplo: “Lograremos reducir la tasa de natalidad sólo cuando deje de practicarse la contraconcepción”, pero necesitaría, dice, “escribir mucho para explicar este pensamiento”. De ahí, agrega, “que fuese inevitable el impulso de payasear”. Por eso tuvo que apurarse “a quitarle el filo” a su declaración, antes de que lo “tasajearan” con ella.
—Orson —dijo Mailer—, respetamos a los leones en el zoológico; pero queremos que sigan en sus jaulas, ¿no es cierto?
“¡Qué romanticismo”, arguye Mailer, “suponer que una audiencia de televisión iba a aprehender la dialéctica sutileza de la idea, a reconocer que ningún hombre convencido de que las mujeres deben estar en jaulas osaría declarar sus sentimientos!”
No, concluye el periodista, “las máquinas se apuran a remplazar este tipo de humor”. Asimismo, “la opaca reacción de la audiencia” le recordó una de sus creencias más pesimistas: la de que el espíritu de la centuria pasada (el siglo XIX) “consistía en remplazar al hombre por una máquina”. Por lo tanto, y así pensaba Mailer, “la liberación femenina podría ser una trampa”.
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Justamente por eso las mujeres de espíritu libertario, las primeras feministas modernas del siglo XX, simplemente no lo soportaban: fue el blanco de sus acusaciones y de sus desesperadas denuncias. No hubo feminista que no lo mencionara, tratándolo de canalla sinvergüenza. ¡Pero él amaba a las mujeres, no en vano se casó con seis de ellas, sin contar las numerosas amantes ocasionales, y la demasiada prole que procreó con ellas!
La connotada Bella Azbug, digamos, le dijo en su cara durante una reunión cuando el escritor buscó, en vano, la alcaldía neoyorquina: “Su posición ante la guerra de Vietnam es perfecta. Nada espectacular, pero decente. Sin embargo, sus ideas acerca de la mujer no nos atraen. En verdad, nos repugnan. Pensamos que sus ideas acerca de la mujer son una mierda”.
Azbug tal vez aún tenía grabadas en la cabeza frases mailerianas como estas despreciables joyas: “Las mujeres son pobres bestias inmundas”; o: “La única verdad es que la primera responsabilidad de una mujer probablemente sea permanecer en la Tierra el tiempo suficiente para encontrar el mejor compañero posible, y concebir hijos que mejoren la especie”.
Por eso se puso a escribir El prisionero del sexo: para demostrar, de acuerdo a sus particulares apreciaciones, “la fragilidad del discurso feminista”. Y luego de repasar numerosos fragmentos de artículos, ponencias, panfletos, ensayos y oratorias de destacadas feministas, que abarcan un poco más de 200 páginas en su libro, y de mirar y escuchar, pasmado, la intensa lucha por la igualdad entre ambos sexos, Norman Mailer consuma su intervención: “Las mujeres deben tener su derecho a una vida que les permita buscar un compañero; y no habrá búsqueda libre hasta que ellas se liberen. Dejemos entonces que las mujeres sean lo que quieren y lo que pueden. Que cohabiten con elefantes, si así lo desean, o hagan el amor con mastines. Démosles la libertad y dejemos que la quemen, la vuelen, que hagan de ella el triunfo o la derrota. Dejémoslas concebir sus hijos y matarlos en el útero, si así lo creen necesario, viajar a la Luna, escribir la gran novela norteamericana. Y que sus maridos las envíen a trabajar con una cesta de comida y un cigarro. Podrán legislar, encarcelar y vestir uniforme; morir de cualquier enfermedad masculina: la primera de ellas, los años de agobio; así aprenderán que las mujeres realizan tareas onerosas mientras los hombres trabajan para sus yo, que son no sólo onerosos sino a veces insanos. De este modo, las mujeres podrán intentar vivir con yo masculinos dentro de su propio cráneo: los hombres las aplaudirán, ¿no es cierto?”, con lo cual, por supuesto, fue todavía más odiado por ellas.
Porque dicho libro, El prisionero del sexo, visto a esta altura del desarrollo feminista en verdad puede parecer absolutamente reaccionario, no provocador como era la intención original del novelista que buscaba desarticular, en sus contestaciones agresivas, el entonces debilitado discurso de las damas progresistas en la década de los sesenta del siglo XX (cuando pedían, por ejemplo, ser “iguales” a los hombres sin depurar los matices tal como ahora es concebido) mirándolo, a Mailer, como un enemigo a eliminar en el camino, no mirándolo como un contendiente dispuestas a barajar las definiciones de las ideas sobre el feminismo. Porque, vamos, no es lo mismo discutir un planteamiento femenino con un digamos, Gabriel Quadri que con un Norman Mailer.
4
—Mejor morir en el infierno como un demonio que como un ángel en el cielo —declaraba Mailer, hombre irreverente, de política legítimamente izquierdista, nunca domesticado por las correctas moralidades del sistema norteamericano, a quien, además, la fama (que la tenía, y rebosada) le venía haciendo los mandados. No era, la fama, sino “un rostro extraño —escribió—, aferrado a un micrófono, que preguntaba cosas que uno había respondido centenares de veces”. La fama “es el teléfono que suena dos o tres veces más cada semana para pedir entrevistas que no queremos conceder y no concedemos. La fama es esa gente de afables intenciones que interrumpe nuestros pensamientos en la calle. La fama es esa inhibición que nos impide orinar en un callejón por temor a la policía y a los titulares de primera plana. La fama es lo que nos impide ponernos en ridículo en un baile. La fama es esa incapacidad para emborracharnos anónimamente en un bar de extramuros; o sea, la incapacidad de criar una melancolía obsesiva durante una noche de revelaciones”.
Si Mailer hubiese obtenido el Nobel, que no lo consiguió —para fortuna suya, dice—, su fama hubiera empeorado: cada vez que estallase un cambio de gobierno en Canberra o Pakistán, “algún mediocre reportero” lo habría tenido en su lista “de notables” para solicitarle una declaración. “La fama”, dice Mailer, “medida existencialmente, sólo puede aumentar el ineficaz cociente de nuestras actitudes; la fama consistiría en decir no a más personas y perder el tiempo con aquellos a quienes de otro modo no nos habríamos acercado”.
Norman Mailer vivió indudablemente como quiso y escribió perfectos libros de periodismo y de ficción. Y amó, sí, a las mujeres y fue amado intensamente, también, por un puñado de ellas, a pesar del rencor, y de la incomprensión, de las feministas, que dudaban de que un hombre que no compartiera sus ideas pudiera a su vez ser amado por alguna mujer, opinión evidentemente refutable y frágilmente debilitada.
Hoy en día, cuando ya el discurso feminista se ha emparejado a teorías incluso académicas, Mailer se hubiera visto en la necesidad de escribir otro libro, que complementara a aquel prisionero del sexo, menos feraz, menos perturbadoramente provocador, más concentrado en la búsqueda incansable de la igualdad de género (no de esta irrazonada igualación al hombre)…
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