1
Son dos casos que los separa un lustro de distancia, pero fueron igual de atormentadores, o tormentosos, que me han dejado casi petrificado en mi aprehensión de los conceptos de vandalismo, pillaje, asalto e impotencia.
2
Hay una tienda, en la esquina de Tacuba y el comienzo de la calle Brasil en el Centro Histórico de la Ciudad de México, de cristalería y artículos infantiles la cual visito, o visitaba, con cierta frecuencia sobre todo por las curiosidades que ahí se exponen. Y justamente en ese preciado sitio sucedió la primea catástrofe.
Miércoles 30 de enero de 2019, tal vez las dos de la tarde. Pregunté el precio de unas cajas de plástico con figuras de Disney para guardar juguetes. Cada una trescientos setenta y cinco pesos, lo que se me hizo un precio demasiado alto por el reducido almacenaje. A punto estaba de salir cuando una joven mujer me señaló, de manera tímida, mi bragueta, acercándose demasiado. Bajé la mirada y me turbé al ver una sustancia blanca, como resistol o, en todo caso, mayonesa, expandida en ese púber lugar. La señorita indicó que no podía limpiar allí, pero de la nada surgió un caballero que, sin rubor alguno, con una servilleta de inmediato me limpió allí. Yo no entendía qué había sucedido o qué estaba sucediendo en ese momento, adentro de la tienda, en el pasillo antes de entrar a ella. El hombre limpiaba con minuciosidad los inexplicables embarramientos que de pronto tenía encima de mi ropa. Era tan incomprensible la situación que no atinaba a decir nada, sino sólo me efervescía la gratitud de estas dos personas que se ocupaban de mí.
Lo curioso es que la sustancia —brumosa, burbujeante, espumosa— aparecía aquí y allá en mi ropa, en los codos, en las costillas, en la espalda (sólo podía saberlo, evidentemente, porque sentía que en ese sitio la muchacha me limpiaba), en el estómago, en el ombligo (quiero decir, en la ropa justo donde están estos apéndices de nuestro cuerpo), y yo no entendía, de veras, de dónde había salido tal cosa, porque además no dejaba de salir porque por más que me limpiaban seguían las manchas brotando por todos lados.
De súbito, el hombre me dice que hay suciedad incluso en las bolsas del pantalón. Que sacara lo que traía dentro, que eran mi celular (pequeñito, del tamaño de la palma de una mano y mi cartera, esta última el hombre la tomó de mi mano y empezó a limpiarla, y yo lo veía, atónito, sin comprender nada, mientras la mujer no dejaba de limpiarme de la sustancia aquella diciéndome que era una especie de pegamento por el olor, y yo la veía agradecido, y el hombre me devolvía la cartera ya limpia, y me decía que más adelante había unos sanitarios público, que fuera a lavarme las manos. Y yo les agradecía el tiempo que se tomaron para ayudarme a limpiarme de esa inexplicable sustancia que de improviso se apareció en mi ropa. No podía creerlo.
¿De dónde había salido tal sustancia?
No lo sabía.
Me retiré de esa tienda afligido, descompuesto e inquieto.
Al llegar a la Plaza Santo Domingo en la fuente me detuve para agarrar un poco de agua para lavarme las manos, ya que no traía los seis pesos (no daban cambio) que me pidieron en los sanitarios para poder entrar.
Caminé luego una calle y empecé a relajarme de mi turbación.
¿Por qué salieron de la nada esa joven mujer y ese hombre para sacudirme y empezar a limpiarme de algo que no sabía de dónde había salido?
Mi cabeza dio vueltas vertiginosas.
¡Me estaban asaltando y yo no me había percatado de ello!
¡Y todavía les estaba agradeciendo a los ladrones su comportamiento cobarde!
Saqué prontamente de mi bolsa la cartera y la revisé con premura: En efecto, ya no estaba mi tarjeta de crédito de Scotiabank. Y como estaba en el centro de la ciudad pregunté a uno, a dos, a tres policías dónde había una sucursal de aquel banco, y nadie sabía, hasta que por fin un policía me aseguró que en la calle de Uruguay e Isabel la Católica había una.
Fui hacia allá, acaso veinte minutos después del asalto.
Reporté la situación. Me dieron un folio y una mujer, muy amable, llamada Abigail, me dijo que no me preocupara, que el banco me protegía, que no me iban a cobrar los más de once mil pesos que ya los rateros se habían encargado de retirar en compras en la Europea y en otro sitio que no recuerdo que Abigail me decía que ya se había consumado la mezquindad.
Quizá me escuchó afligido y con desolación en la voz, porque dos veces me dijo que ya no me preocupara, que me tranquilizara, que ya mi tarjeta estaba cancelada, que ya no la saquearían más, y que el banco se encargarían de la bonificación con los centros comerciales defraudados. Que no me cobrarían un quinto por tal robo. Me facilitó un número de folio y que llamara dos días posteriores al asalto.
¿Pero qué estúpido puede ser uno cuando aún confía en la gente, en cualquier gente, incluso tratándose de la peor gente que pulula en la ciudad?, ¿cómo agradecerle a los rateros que en ese momento están infamándolo a uno?
Todavía me roza la rabia por ser tan gentil con la gente que no merece el saludo, carajo.
(El banco, efectivamente, no me cobró un peso de lo robado, pero tengo que decir que desde ese año ya no poseo tarjetas de crédito.)
3
Sábado 25 de febrero de 2023, acaso la una de la tarde, calles de Circunvalación cerca de La Merced. Camino en busca de la tienda donde me surto de chocolates, pero contra mi costumbre de recorrer la ruta sobre la avenida para evitar las conglomeraciones de la gente esta vez me introduzco en esos laberintos sin saber que voy en sentido contrario, motivo de mi —casi— tragedia ya que en mi tránsito las personas, en una ocasión, prácticamente no me dejan pasar y me aprisionan entre seis o siete de ellas, no lo sé, al grado de que me veo en la necesidad de retroceder para dejarlas pasar, luego de lo cual recomienzo mi andadura… ¡sólo para percatarme de que ya no traigo en mi bolsa izquierda mi cartera que seguramente me había extraído, fina que es, una mano durante el apretujón que ahora que lo pienso fue a propósito para definir el perverso plan!
Camino desconsolado con mi cabeza dando vueltas pensando dónde tendría que ir primero para volver a tramitar mis credenciales cuando, en menos de, no sé, veinte o treinta segundos después del atraco, una señora me toca el hombro por la espalda para devolverme la cartera que, según ella, la miró tirada en su camino, la miro agradecido, le digo que, sí, es mía, me la entrega y se da la vuelta para retornar sobre sus pasos. ¡La reviso apresurado y todo está en su sitio, no agarraron una sola de mis tarjetas, no lo puedo creer!
El sosiego esta vez tuvo una duración mínima, pero aún sigo incrédulo por la devolución
¿Cómo supo la señora a quién devolverle lo robado, cómo sabía exactamente que era yo al que le habían sustraído la cartera, por qué me siguió tras mis andares, por qué me la devolvían si me la habían robado, digamos, con limpieza inagresiva, por qué ir hasta mí para entregármela en mis manos de nuevo?
Eso es lo que me tiene todavía confundido.
¿Y tengo que agradecer a los ladrones, de nuevo, por su considerado trato?
Como no vieran billetes en la cartera, sino pura credencial con números privados para meterse en ellas, ¿de qué les servía tales inutilidades?, ¿pero para qué regresarme lo ya sustraído?, ¿era la señora integrante de la banda perpetradora o de veras alguien que miró toda la escena y acudió, desinteresada, en mi ayuda?
No lo sé, pero en verdad, me dicen, he corrido con suerte. Porque he tenido la oportunidad, me dicen una y otra vez, de comprobar que no hay ladrones malos del todo.
Y me pregunto si eso será cierto.
AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “OFICIO BONITO”, LA COLUMNA DE VÍCTOR ROURA PARA LALUPA.MX
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