Autoría de 1:16 pm #Opinión, Compañeros canes

Tiempos obscuros. Carta a Ángel de Campo – Enrique I. Castillo

Encontré su tumba, maestro. No fue fácil. Sólo una fotografía me servía de referencia. Pero entre tantos muertos era casi imposible localizarla. Después de varias horas de búsqueda lo mejor era preguntar, pero ni siquiera los encargados del panteón sabían su localización. Hubo suerte, la mujer que buscaba en los registros no se dejó vencer. Supongo que no tenía mucho más que hacer y cuando supo que buscaba una tumba de hace más de cien años le asaltó también la duda. Me preguntó si se trataba de un familiar. No, no es familiar pero sí alguien muy cercano, respondí. Fue su fecha de muerte lo que nos guió: 8 de febrero de 1908.

            Ahí estaba: cubierta de hojas y el polvo de no sé cuántos años. Su nombre desgastado por el paso del tiempo. Me estrujó el corazón ver su abandono.

            Es enorme el Panteón de Dolores, maestro. Por eso la tardanza de mi búsqueda. En el camino me encontré con tumbas abandonadas y profanadas, o así me lo parecieron. En algunas secciones no es raro ver restos expuestos, despojos de cadáveres, ataúdes roídos por el tiempo o la mano del hombre, no lo sé. Esto a unos cuantos metros de la Rotonda de las Personas Ilustres, que resalta por su cuidado y limpieza, además de la sección alemana y la italiana, que son de acceso restringido y que lucen impolutas.

            Sin duda, usted habría hecho un gran cuento de estas condiciones. Como cada uno de los textos que escribió, que son conmovedores porque en ellos encerró la cotidianeidad de su tiempo. No sé si lo tenía previsto, supongo que sí, pero esos cuentos se han convertido en crónicas de la vida en la Ciudad de México a finales del Siglo XIX y principios del XX. Debe ser porque sus personajes no son del todo ficticios, tal vez sus nombres pero no sus condiciones de vida, ya que retrató mujeres, hombres y niños que vivían en la ciudad, sobre todo en los barrios más pobres. Incluso conmueven los textos que hizo sobre la vida y muerte de El pinto y Abelardo, dos perros entrañables.

            En muchos aspectos, la vida en el Siglo XXI no ha cambiado tanto, maestro. He visto las condiciones en que viven muchas familias todavía. Ni siquiera es necesario ir a la periferia. En las calles del viejo Centro Histórico todavía hay familias que viven en condiciones bastante precarias. En la calle de República de Argentina, dentro de una construcción que delata su antigüedad por los materiales de su factura, la gente vive en módulos cuyas paredes y techo son de lámina, compartiendo baño y espacios comunes (de escasas dimensiones), como la vida en vecindades que usted retrató, pero en condiciones más paupérrimas. O en la calle de República de Nicaragua, en edificios con fachadas de gran belleza arquitectónica hay viviendas cuyos techos y paredes están a punto de caer por falta de mantenimiento, donde las personas viven en perpetuo temor porque ante cualquier tormenta o sismo llega también el peligro de que todo colapse.

            Las desigualdades siguen siendo las mismas entre quienes vivimos en este monstruo de ciudad.

            Permítame que le explique, maestro, que esta ciudad se ha vuelto un monstruo por sus dimensiones. La ciudad que usted conoció es lo que hoy día llamamos Centro Histórico. Si menciono las calles Argentina y Nicaragua me refiero a las que conoció como Del Reloj y Padre Lecuona. Los nombres de éstas y muchas otras cambiaron por cuestiones políticas. Dos años después de su muerte comenzó la Revolución Mexicana, maestro. No lo creerá, pero la consigna era que el pueblo debía tomar el poder y acabar con los privilegios para unos cuantos. Nos hicimos a esa idea pero sólo hubo nuevos privilegiados. Pocos. La mayoría permaneció en la miseria. Había nuevo gobierno en el país, y los nombres de aquellas naciones que mandaron su reconocimiento al triunfo de los revolucionarios, fueron sustituyendo los de las antiguas calles.

            Sesenta años después de su muerte comenzó a fraguarse este infierno en el que ahora vivimos. Gente de otros estados del país tuvo que migrar a la ciudad en busca de trabajo y mejores oportunidades de vida. Lo asentamientos aparecieron y crecieron sin control. Como si fuera una maldición que llevamos a cuestas desde los comienzos de esta metrópoli, el Norte y el Oriente se poblaron de familias pobres mientras que hacia el Sur y Poniente surgieron las colonias exclusivas para la gente con dinero.

            Digo que es una maldición porque usted presenció lo mismo y así ha sido la dinámica desde que se fundó la Nueva España. En la ciudad que le tocó vivir los barrios como Tepito y la Candelaria de los patos eran habitados por los más pobres. Por otra parte, hacia los otros extremos se formaban colonias como la Roma y la Americana, que surgieron pocos años antes de que usted muriera, para las familias acaudaladas del porfiriato. Ese periodo de más de 30 años que usted ya no vio derrumbarse, pues la revolución que le mencioné ocasionó que el general Díaz fuera expulsado de México y acabara sus días en Francia.

            No sé si usted habrá llegado a imaginarse el peor de nuestros males, maestro, pero usted vivió su surgimiento. Seguro recuerda aquella noche de enero de 1895, cuando la tranquilidad del sueño de la gente fue interrumpida por lo que parecía el estertor de un ser demoniaco. Las personas se santiguaban ante el paso de ese ruido hasta ese momento nunca escuchado en estas tierras. Sí, mi querido maestro De Campo, seguro escuchó, leyó, o sin duda conoció a Fernando de Teresa y sus viajes nocturnos en su automóvil, el primero que rodó sobre el suelo empedrado de la ciudad y cuya velocidad máxima era de 20 kilómetros por hora. No era mucho, pues un caballo iba más rápido. Pero era sólo el principio, hoy existen autos que alcanzan velocidades superiores a 400 kilómetros por hora. Sigo sin saber a dónde vamos que llevamos tanta prisa. Por supuesto, de nada sirve que puedan andar tan rápido si en esta ciudad, como al principio, es común que a ciertas horas sea imposible que vayan a más de 20, por la cantidad que hay intentando desplazarse.

            Si le digo que habitamos en un monstruo es en gran medida debido a la popularización del automóvil. En sus tiempos, poseer uno era una extravagancia, pero su uso fue popularizándose y conforme se adquirieron más, la ciudad tuvo que modificarse para que pudieran transitar sin problemas. Las calles, primero, cambiaron del empedrado que usted conoció a un relleno sólido de pavimento, que permitía que los automóviles circularan con mayor rapidez y estabilidad.

            Después, el ancho de las calles ya no fue suficiente. Para ampliarlas hubo que tirar casas y así comenzó la transformación de la ciudad. ¿Recuerda usted la serie de callejones que había desde la vieja calzada de Iztapalapa para llegar hasta el centro de la ciudad, que terminaban de tajo y dejaban ver en todo su esplendor la Plaza de la Constitución, Catedral, Palacio Nacional, y las antiguas casas de Cortés? Todos esos callejones fueron arrasados, casas y comercios derrumbados para dar paso a una amplia avenida. Hoy la conocemos como Calzada de Tlalpan, por conectar con aquella zona que en sus tiempos era un pueblo alejado de la ciudad y que hoy es parte de la nuestra. Tal vez eso le dé una idea de qué tanto ha crecido.

            Conforme crecía el monstruo se fueron creando más avenidas y caminos aptos para los autos. Llegamos al extremo de cubrir los ríos que llegaban a la ciudad para que sobre ellos circularan más automóviles. El río de la Piedad, Churubusco y La Viga, desparecieron. Fue más importante construir espacios para los autos que conservar el agua.

            Perdone que le escriba todo esto, maestro. No es de mi interés contrariarlo o perturbar su paz en la muerte (espero que al menos haya paz en ella). Más bien busco desahogarme un poco. Sobre todo porque es fácil prever que no hemos terminado con la autodestrucción. La ciudad que usted conoció ya no existe, fue devorada por un monstruo. El monstruo que me tocó habitar será tragado por uno más grande, en un ciclo que no terminará, que más bien se repetirá hasta volver a comenzar.

            En el fondo, el gran problema somos nosotros mismos.

            Más de una madrugada se ha vuelto tortuosa para mí, maestro, porque despierto horrorizado al ver que se avecinan tiempos obscuros. Intento convencerme que sólo son ideas que rondan mi cabeza, pero no hace falta sino ver el mundo día a día para tener la certeza de que vamos directo a una edad siniestra.

            Le ha de parecer inverosímil pero en estos días hay cada vez menos contacto entre la gente. O eso pasa en la ciudad. Ya ha caído en desuso el saludo y la charla entre vecinos o con la gente de la calle. Estamos a la defensiva y no falta razón para ello. La inseguridad y la delincuencia han llegado a tal grado que antes que arriesgarnos, preferimos desconfiar unos de otros.

            No se lo he mencionado pero ha sido tan desmedido el crecimiento de la ciudad que ahora para transportarnos de un punto a otro en ella, es necesario desplazarnos por sus antros. En 1969 comenzamos a cavar túneles bajo la ciudad y hasta la fecha no nos hemos detenido. Era tan complicado desplazarse por la superficie que se creyó que la solución era viajar por debajo. El Metro (una especie de tren impulsado por electricidad) surgió con la promesa de trasladar a la ciudadanía con seguridad y velocidad. Además se prometía que sería un traslado cómodo. Pero para los millones de personas que vivimos aquí es insuficiente. No lo creerá pero más de 20 millones de personas nos movemos diariamente en ella. Ahora debe entender por qué digo que habitamos el infierno.

            Estamos cada vez más apartados. Nuestras actividades diarias nos alejan de la calle y de la gente. Para la mayoría de nosotros la vida transcurre en nuestro lugar de trabajo y sólo llegamos a casa a dormir. La calle se ha vuelto un espacio ajeno. Yo no concibo sus cuentos sin que usted hubiera vagado por las calles de su ciudad, captando los sonidos y el actuar de las personas, platicando con ellas y conociendo sus vidas, aquello que les aquejaba o les causaba contento. Hoy captamos el trinar de las aves cuando se aprestan a dormir, entre las copas de los árboles, sólo si lo permite el ruido de los motores que han invadido la ciudad.

            Hay cosas buenas, claro que las hay. En el ser humano habita al mismo tiempo lo malo y lo bueno y todo lo que hay en medio. No somos seres maniqueos, mi querido Ángel de Campo. Amamos y reímos en la medida de lo posible. En especial, estas fechas amamos a vivos y muertos. Es de las pocas ocasiones que salimos y tomamos las calles y que no huimos de los fantasmas. Sobre todo de esos fantasmas que habitan la vieja ciudad. Esas presencias que perduran en los edificios más antiguos y que aún, cuando la noche es propicia, deambulan por las calles.

            Yo he sido uno de esos fantasmas. Pocas cosas he disfrutado tanto como haber vagando de madrugada por las calles del Centro. Envalentonado, sin duda, por algún trago de alcohol. Esas madrugadas en que no encontré en mi paso personas sino ánimas. O en las que, si había gente, no parecía notar mi presencia. Soy ahora un fantasma, pensé entonces.

            Alguna madrugada, en la cercanía de la iglesia de la Santísima, vi a la mujer de blanco. No lloraba sus penas como habitualmente se le recuerda y creo que no notó mi presencia porque no me miró. La seguí un trecho. A su paso el paisaje cambiaba. Las calles volvían a ser de tierra y la luz de las lámparas menguaba. Hasta que no hubo más iluminación que la de la luna. Llegamos al rumbo de la Merced. De pronto, mis pies sentían caminar sobre un terreno fangoso. Bajé la vista para cerciorarme de dónde pisaba y al levantarla, ahí donde yo recordaba que había una amplia avenida llamada Circunvalación, no había sino tinieblas y el suelo había desparecido. En vez de eso estaba una especie de espejo que reflejaba la luna. Era agua. La mujer de blanco se adentró en el lago y no se hundía, caminaba sobre el agua. Por un instante volvió su mirada hacia mí. Había tristeza en sus ojos. Mucha tristeza. Después siguió su camino hasta desvanecerse entre la noche.

            Por eso, estos días en que los muertos están tan vivos he de ir a su tumba, maestro, para ver si lo encuentro. Le llevaré unas flores al menos. No sé qué tipo de bebida era su preferida, pero llevaré alguna y brindaré por usted. Si está por ahí, brindaremos juntos.

            Mientras eso sucede, me despido enviándole todo mi cariño y admiración, desde esta ciudad de ambos que es la misma y no a la vez. Separadas, digamos, por un parpadeo.

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Last modified: 13 marzo, 2023
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