El pasado 6 de febrero se suscitaron dos terremotos en el sur de Turquía, con magnitudes de 7.8 y 7.5. El mayor de los eventos ocurrió en la falla de Anatolia del este, con epicentro cercano a la ciudad de Gaziantep, y unas 9 horas después se dio el segundo en una falla próxima, la falla de Sürgü, al noroeste del primero, con epicentro en las cercanías de la ciudad de Elbistan. Ambos terremotos generaron aceleraciones extremadamente grandes en las zonas aledañas a las fallas causativas, donde se localizan numerosas poblaciones, lo que a su vez causó intensidades de grado XII (grado extremo) en algunas zonas. El daño alcanzó al país vecino de Siria, con graves consecuencias en sitios como la ciudad histórica de Alepo. Los sismos ocasionados por fallas de la corteza, como fue el caso en estos dos terremotos, son particularmente peligrosos debido a la cercanía de las poblaciones a las fuentes generadoras de ondas sísmicas. Hasta hoy, los fallecidos alcanzan números mayores a los 50 mil en Turquía y más de 7 mil en Siria. Los edificios y casas con daños suman más de 4 millones. Son incontables las personas que han quedado sin vivienda.
Tomando en cuenta la magnitud de la catástrofe, nos podemos preguntar, ¿podría ocurrir algo así en México? La respuesta no es, como en muchos casos, un simple sí o no, pues tenemos que acotar el problema a nuestras condiciones.
En primer lugar, podemos enfatizar que los sismos de Turquía ocurrieron en fallas de la corteza (o corticales), y no en zonas relacionadas con la subducción, como son los que ocurren más frecuentemente y han causado tanto daño en México. Sin embargo, ya en entregas pasadas hemos mencionado el peligro que presentan las fallas corticales en México, pues el registro histórico nos muestra que no estamos exentos de ello.
Tres casos resaltan de dicho registro: el sismo de Bavispe, Sonora, de 1887, el sismo de Acambay, Estado de México, en 1912, y el sismo de Mexicali, Baja California, en 2015. El primero ocurrió en una zona casi despoblada en esos tiempos, por lo que el número de fatalidades fue menor a 50, pero alcanzó una magnitud estimada en 7.6. Es considerado el mayor sismo de su tipo (de acuerdo con el movimiento en la falla) ocurrido en Norteamérica. El segundo causó la destrucción casi total de las poblaciones de Acambay y Temascalcingo, con una magnitud estimada de 7.0. El número de fatalidades fue cercano a 200. El tercero tuvo una magnitud de 7.2 y ocurrió en la falla Cucapah-El Mayor. A pesar de causar la muerte de tan sólo dos personas, el daño a la infraestructura de Mexicali fue considerable.
Estos tres ejemplos son evidencia de que los sismos corticales son un peligro para las poblaciones en México, a pesar de su baja frecuencia. Debemos tomar en cuenta que los sismos mencionados tuvieron lugar en zonas de baja densidad de población, aunque una repetición del sismo de 1887 o el de 1912 en nuestros días tendrían consecuencias mucho más graves, debido al crecimiento demográfico en esas regiones. De cualquier manera, estas no son las únicas regiones del país en donde se presentan fallas corticales y su posible peligro.
Las experiencias de los sismos de Turquía son particularmente notables, ya que ese país se caracteriza por sus esfuerzos en cuanto a la calidad de los códigos de construcción anti-sismo. El problema fue que no se previeron adecuadamente los posibles movimientos en las fallas causativas y sus consecuencias, ya que mostraban una frecuencia de ocurrencia mucho menor a las de otras fallas al norte (falla de Anatolia del norte, mucho mejor estudiada), y esto se dio muy posiblemente debido a una falta de análisis detallados de paleosismología y geología de terremotos en esas fallas, así como a las deficiencias en las estimaciones de probabilidad de aceleraciones extremadamente altas (como ocurrieron), entre otros.
Un problema adicional fue la falta de seguimiento a las normas en vigor por parte de los constructores, adicionado a los incrementos en requerimientos de vivienda ocasionados por el influjo de inmigrantes escapando de las zonas de conflicto en Siria. Todo ello fue un caldo de cultivo para una catástrofe como la ocurrida.
Las conclusiones a las que nos lleva son que es imperativo voltear la cara hacia el peligro que presentan las muchas fallas que transectan el territorio de nuestro país, así como a la falta de códigos de construcción adecuados para la mayor parte del territorio. Es necesario proporcionar un apoyo continuo a los estudios que evalúan las posibles aceleraciones ocasionadas por sismos de este tipo, a fin de proporcionar bases adecuadas para la generación de códigos de construcción de cada zona que atiendan a las condiciones particulares. Entre los estudios que se requiere apoyar, mencionamos estudios detallados de paleosismología, simulación y modelado numéricos, monitoreos sísmicos a detalle, estadística y probabilidad de ocurrencia, prospección del suelo y revisiones históricas de archivos.
Todos estos estudios se llevan a cabo en el Centro de Geociencias, en colaboración con otras entidades de la UNAM y del país, pero los recursos disponibles son insuficientes y las fuentes de financiamiento cada vez más escasas, ya que los apoyos a los estudios científicos han sido relegados a la problemática considerada prioritaria por la administración federal, lo que no incluye los riesgos de origen natural, entre otros temas.
No podemos hacer a un lado la enseñanza que nos dejan las terribles consecuencias de los sismos ocurridos en Turquía-Siria y, al contrario, hacer caso a la sabiduría popular: “Cuando veas las barbas de tu vecino cortar…”.
El doctor Ramón Zúñiga Dávila Madrid es investigador del Centro de Geociencias de la Universidad Nacional Autónoma de México, Campus Juriquilla
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