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Al decir Carlos Marín a López-Dóriga, el pasado marzo en una sesión en plataforma digital, que cuando Jenaro Villamil trabajaba en la revista Proceso —donde el propio Marín laboró durante varios años considerándose, o eso uno creía, izquierdista— era igual (Villamil) de “bribón” que ahora, lo único que estaba delatando, acaso sin percatarse de ello, era la mezquindad habitual en la relación periodística:
—Fíjate que ese bribón [es decir, Jenaro Villamil] ha venido tomando el pelo desde hace muchos años —dijo Marín con aparente naturalidad a su colega López-Dóriga—. Fue inclusive corresponsal valentón de una publicación donde yo estuve veintidós años. Y nunca se le tomó en serio…
Y si efectivamente jamás se le tomó en serio, ¿por qué dicha empresa seguía con el juego de la contratación, publicando sus reportajes y asalariándolo con puntualidad?
¡Ya desde entonces Carlos Marín, según su insultante señalamiento, consideraba la inutilidad periodística de su colega sin decírselo (¿cómo se lo iba a decir, si Marín ya había renunciado a Proceso un lustro antes de que comenzara Villamil a trabajar en ese semanario, en 2004?), soportando su bribonería informativa!
¿Y cómo sabía Marín que los periodistas de Proceso lo consideraban un “valentón” sin tomarlo en serio si Carlos Marín ya no trabajaba en la empresa de Scherer García?
Incluso quiere delatar Marín a Villamil mencionando el supuesto sueldo que cobra, éste por presidir el Sistema Público de Radiodifusión del Estado Mexicano, sin darse cuenta, o dejando deslizar a propósito la desorientadora información, de la errada cifra señalada: Jenaro Villamil cobra, mal dijo Marín, “alrededor de 140 mil pesos al mes” para hacer, apuntó en su lenguaje florido el exdirector del diario Milenio, “las chingaderas” que acostumbra hacer.
La pregunta fundamental sale sobrando: si Jenaro Villamil siempre ha hecho “chingaderas”, como ha apuntado Marín, ¿por qué lo mantenía a cuadro la revista Proceso?
Diez hipótesis, por lo pronto, podrían aspirar a una respuesta acertada:
Uno) a la empresa contratante no le importaba la calidad informativa de sus empleados,
Dos) pese a la supuesta mediocridad de sus trabajadores, la directiva prefería velar por sus intereses económicos,
Tres) la camaradería entre los pares era correctamente simuladora, hablando mal todos a espaldas de todos,
Cuatro) los apapachos y subidas de ánimo con golpecitos en la espalda eran mera cortesía gremial,
Cinco) mientras se trabajara en la misma empresa periodística, ésta era sin duda la mejor de cuantas hubiera en su derredor, sin importar si se compartía el espacio con bribonzuelos de aparente engranaje informativo,
Seis ) incluso se tomaba muy en serio, porque trabajaban en la misma empresa, a los que después se diría que no eran serios en lo que hacían,
Siete) la hipocresía es recurso cuántico en una sala de redacción,
Ocho) las amistades se diluyen apenas se empieza a laborar en otro medio,
Nueve) estando ya en otra redacción es más sencillo exhibir las contrariedades que se tenían que callar para no interrumpir los satisfactores financieros personales o
Diez) las bribonadas periodísticas no afectan al interior de las empresas mientras sean ajenas a las conveniencias materiales.
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Sin embargo, los dichos aviesos de Carlos Marín sobre el trabajo de Jenaro Villamil conmueven no por la felonía misma consustanciada en la apresurada descalificación, sino porque se trata de un lugar común justo en los momentos de desavenencia política.
La maravilla de la reprobación se halla precisamente en el descrédito de quien lo afirma: lo asombroso radica en la naturalidad con la que se habla a toro pasado. Estoy cierto de que si Carlos Marín hubiera trabajado al alimón con Jenaro Villamil, ya en Proceso o en otra publicación, jamás se habría atrevido a decirle en su cara que era un “bribón”, porque tal vez surgieran hipótesis tales como…
Uno) hubiera considerado entonces a Villamil un magnífico periodista,
Dos) se trataba de un hombre educado (Carlos Marín), aunque hipócrita camarada,
Tres) no habría mirado las cosas con el color del cristal con que ahora las mira,
Cuatro) se habría supeditado (Marín) a los lineamientos estrictos de la directiva, de modo que tuviera que cuadrarse ante las decisiones de terceros,
Cinco) aunque nadie tomaba a Villamil en serio, según la afirmación de Marín, tendrían todos que doblegarse ante sus reportajes porque estos eran aprobados por la directiva, y donde manda capitán ya se sabe que no gobiernan los marineros,
Seis) hubiera trabajado, ¡ni modo!, Marín en la misma empresa donde Villamil también habría estado en la nómina,
Siete) no tendría (Marín) el poder absoluto para haberlo despedido,
Ocho) aunque lo denominaran bribonzuelo (a Villamil, no a Marín), tendrían que incluir sus reportajes para justificar su salario,
Nueve) a un compañero de trabajo no se le podía desacreditar, porque de antemano se estuviera desacreditando a toda la empresa o
Diez) ignoraba (Marín) que algún día cambiaría, él, radicalmente de pensamientos, colocándose completamente en el bando contrario político al que ahora aprecia de bribón.
Son tantas las posibilidades de la mezquindad periodística que las barajas sobrarían en el juego de mesa.
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Aunque Marín no lo aprecie así, porque no hay nada tan cierto como su Verdad —según el propio Marín ha gritado a los cuatro vientos—, la percepción visible durante su charla de marzo con López-Dóriga fue la de un déspota despotricando contra un colega a quien en estos momentos descalifica sobre todo porque no concuerda con sus ideas, o ideales.
Y tampoco las discute —las ideas—, sino sencillamente las niega —las desprecia, las veda, las disminuye—, agregando a su altercado su lenguaje florido: Jenaro Villamil hace “chingaderas” porque Marín no tiene otra forma mejor de nombrar lo que considera reprobable. Y porque, además, el periodismo ha dejado de ser el arte de la explicación mediante la búsqueda de la justa expresión idiomática, para convertirse en un bastión del rebajamiento lingüístico.
El arma de un periodista es, o debía ser, la palabra, como la de un futbolista su habilidad con el balón o la de un frutero su inmejorable catadura de los alimentos expuestos, mas las respectivas especialidades no evitan, o no frustran, los alcances de cada quien en otras áreas, de modo que un periodista también puede dominar una pelota o saber si un melón ya está añejo o si puede combinarse con una maracuyá helada, lo mismo que el frutero haberse leído la obra completa de Carver y ser capaz de driblar a tres contrincantes dejándolos atrás para avanzar en su paso hacia la portería contraria. Lo discutible sería hallar a un frutero que no tuviera idea del origen de la sandía o a un futbolista que no supiera quién fue la Tota Carbajal o a un periodista que suple la palabra exacta por una expresión soez, que es justo lo que está ocurriendo en la oralidad de los informadores, sustituyendo la precisión idiomática por la alegoría insultante, manejada sin complicaciones por la generalidad de las personas.
Y el periodismo está cayendo en estos percances idiomáticos acaso por…
Uno) una cuestión de engreimiento personal al recurrir erróneamente al encuentro de la veracidad, que necesita de argumentaciones creíbles,
Dos) discrepancias consigo mismo en cuanto a la valoración verbal,
Tres) una correcta improvisación del oficio aparentando lo que no se es,
Cuatro) una transacción de papeles mal aprehendidos,
Cinco) una disminución en las cuotas empresariales que ha logrado lo impensado en los cotos informativos: la ira, exhibiendo la verdadera cauda lingüística de aquellos que fiaban a la costumbre visual la confianza nominal,
Seis) la elevada cuota salarial a cambio del supuesto prestigio que ciertos nombres mediáticos otorgan a las empresas (no en balde Lorenzo Córdova, ahora un periodista de renombre, ha sido contratado por la empresa Latinus pues, aunque no sepamos el monto de su salario mensual por tratarse de una iniciativa privada, los periodistas saben que acaso su colaboración se aproxime, o rebase, al monto económico que recibía en el Instituto Nacional Electoral),
Siete) una contienda jamás ocurrida con el Poder Ejecutivo que facilita, o distiende, el discurso opositor al no requerir, los opositores, de palabras exactas para poner en duda sus consecutivos ditirambos que no requieren factura alguna ni desglose preciso,
Ocho) un visible desinterés por desmembrar la exposición oral,
Nueve) la distinción obtenida mediante el ruidaral vociferado o
Diez) la gana de sobresalir recurriendo a la sonoridad expresiva, porque mientras más fuerte sea el insulto, la procacidad emitida, mayor será la resonancia mediática.
O porque, sencillamente, así hablan ciertos periodistas a diario (en el diario trajinar de los días, aunque no sea específicamente en un diario). Es cosa nada más de asomarnos, que no lo recomiendo, a las redes para poder percatarnos de la linda soltura de la lengua, digamos, de un Carlos Marín respecto a un solo tema, el referente a Villamil, desparpajado y radiante —Marín—, desnudando su ofensiva lengua en pos de su absoluta Verdad.
Sin querer, o queriendo, vaya si no el obradorismo ha desnudado la esencia periodística y de los periodistas.
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