Autoría de 1:23 pm #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito • One Comment

30 de abril -Víctor Roura

Un gato sin suerte

Comenzaba a arreciar el frío. El gato se puso sus guantes, la bufanda y unas botas de peluche. Se cubrió el cuerpo con la cobija y se metió debajo de la alfombra, no sin antes haber dejado encendida una fogata, todas las luces de la casa y cuarenta y cuatro velas distribuidas en su entorno, aunque ya su tía le había advertido que no jugara con las velas porque podía incendiar, sin querer, su casa, que fue lo que finalmente le sucedió: un airecillo tumbó una vela en el suelo y ésta tumbó a otra y esta otra a otra y así hasta que el fuego prendió toda la casa convirtiéndola en un efervescente horno que hizo huir al pobre gato a casa de la tía que lo regañó durante toda la noche, motivo por el cual los dos ahora están adormilados en el amplio sofá tiritando de frío, porque el frío ha empezado a arreciar con furia, que tiene a todos los animales encerrados en sus casas.

      Por eso la calle está completamente vacía. Sólo podemos ver una llovizna permanente y una tormenta eléctrica que alumbra la noche, magníficamente, de vez en cuando, misma que el gato, en este momento, quiere retratar con su cámara fotográfica en la azotea, pero la tía, somnolienta, le dice que mejor se duerma, no vaya a caerle un rayo en la cabeza, que fue lo que finalmente le sucedió: cuando bajó de nuevo a la casa tenía todos los pelos rostizados por el leve rayo que casi lo electrocuta, asunto que hizo enfadar aún más a su tía enviándolo de inmediato a la cama donde había dos bonitas esculturas de madera que representaban a gatos deportistas: uno saltaba con la garrocha y el otro corría en la pista olímpica. Cuando el gato vio las figuras se emocionó tanto que comenzó a hacer ejercicio en la alcoba produciendo un fenomenal ruido que llamó la atención de su adormilada tía que le gritó que se dejara de travesuras porque podría romper las bellas esculturas que allí estaban desde hace muchos años, que fue lo que finalmente sucedió al tropezar con una caja de herramientas casi oculta en el suelo: primero el saltarín con la garrocha se vino abajo y tumbó, de paso, al corredor en la pista quebrándose, ambas, en añicos, que hizo saltar de susto a la tía que fue aprisa a ver lo que ocurría mirando el desastre y enojándose todavía más encerrando al gato en el baño donde, según ella, ya nada grave podía pasar, pero a los tres minutos el gato descomponía el lavabo, la palanca del agua de la taza y se le venía encima la regadera causándole un enorme chipote en la cabeza, que irritó a la tía que lo único que hizo, después de ponerle un curita en la herida, fue poner al gato enfrente de ella para no poderlo perder, nunca más, de vista.

      Y así, dormidos los dos, uno delante del otro, ya no volvió a ocurrir otra desgracia.

La tamalera

Como a la niña le  habían tocado los tres muñecos en la rosca de reyes (que ocultaba justamente tres muñecos, no más) tenía que repartir hoy, Día de la Candelaria, los tamales, pero no sabía qué hacer porque cuando fue a revisar su alcancía en forma de pavo real se dio cuenta de que no tenía un solo quinto (las monedas las ocupó en comprarse tres ricas paletas de chocolate).

      Se armó de valor, entonces.

      Fue con su mamá a decirle que no sabía cómo solucionar el problema.

      La mamá le dijo que no se preocupara, que ella le ayudaba a cocinarlos. No faltaba más. Las dos se fueron corriendo a la cocinita de juguete y comenzaron el arduo procedimiento de la elaboración de los alimentos.

      Más tarde la niña les servía los tamales a sus muñecas que los comieron disfrutándolos mucho al ritmo de una canción que la niña bailó mientras ellas degustaban los manjares en sus diminutos platos.

Una diminuta muñeca

Desde que lo vio, se dijo que sería suyo. Ese juguete tenía que estar en sus manos. Ya su mamá se lo había negado.

      —No tenemos dinero, Girasol —le dijo, y Girasol no le creyó, porque la había visto, minutos antes, comprar espinaca y lechuga.

      Y esa muñeca del tamaño de su uña era increíblemente hermosa. No podía dejarla ahí, abandonada con el vendedor, así que se soltó de la mano de su mamá y Girasol fue, casi corriendo, a preguntar cuánto costaba esa preciosa miniatura, seguida por su apurada madre, que no podía creer que Girasol la hubiera soltado así nomás.

      El vendedor dijo a Girasol que costaba veinte pesos. Su mamá le gritó a Girasol que no volviera a hacer eso nunca más, y Girasol le dijo al vendedor si podía pagarle mañana y el vendedor le dijo que eso era imposible, y la mamá le decía a Girasol acerca del peligro de andar sola en la calle y Girasol preguntó al vendedor si se llamaba la muñequita de algún modo, y el vendedor le respondió que todas las niñas la llamaban Pulgarcita, y la mamá gritaba a su hija que no podía soltarse de ninguna mano y el vendedor decía a Girasol que no se preocupara porque tenía muchas Pulgarcitas pero no las exhibía todas de golpe, y Girasol le preguntaba si de verdad podía entonces regresar mañana por ella, y la mamá hablaba de los niños mal portados, y el vendedor dijo a Girasol que se fuera tranquila ya que mañana él estaría esperándola, y Girasol volvió a tomar la mano de su mamá y le preguntó si mañana podrían regresar por Pulgarcita, a lo que su madre dijo que sí, y ambas se fueron, tomadas de la mano, hablando de quién sabe cuánta cosa acerca de casitas y de animales pequeñitos.

La bruja y el fantasma

—Yo soy un fantasma —dice un niño a una niña en el parque donde los dos se acaban de conocer.

      —Yo soy una bruja —dice la niña al niño.

      Entonces el niño se pone muy serio.

      —No digas mentiras —dice a la niña—, yo estoy jugando que soy un fantasma, pero la verdad es que no lo soy.

      La niña lo mira ahora muy seria.

      —Yo sí soy una bruja —afirma la niña.

      El niño le dice que así no juega, porque el juego es de fantasmas, no de brujas, y se va corriendo dejando sola a la niña. Desde lejos, el niño la observa, y mira que la niña va detrás de un árbol, la ve salir con una escoba y luego la ve volando sobre ella perdiéndose por entre las nubes.

      “No decía mentiras”, se dijo el niño, “¿por qué no le creí? En estos momentos estaría volando detrás de ella en su escoba”, se lamentó el niño. “Para la próxima voy a creer más en las niñas”, se dijo, y otra vez se fue corriendo en busca de otro amigo.

Un sabio en la familia

El niño, que apenas puede hablar, luego de ser mordido en la cabeza por su hermano mayor, le dice muy enojado:

      —¡Puecoepín!

      Lo que deja intrigada a su madre, pues supone tres teorías:

      Una) El niño, que no conoce a ese animal ni nunca lo ha visto en ninguna fotografía, ni mirado en la televisión, lo habrá oído mencionar, de pasada, en alguna reunión entre adultos.

      Dos) El niño, a espaldas de la madre, habrá jugado con un amigo o un primo sobre animales raros y, dado el nombre tan particular que posee dicho animal, lo memorizó de inmediato, pero como algo malo, o feo, dado el calificativo que usó contra su hermano con la intención de ofenderlo.

      Tres) El niño inventó el nombre, que sería, aquí sí, algo portentoso debido a su corta edad.

      Pero tamaña imaginación, ¿de quién la habría heredado?

      Ahí es donde la mamá no sabe cómo concluir la tercera teoría, porque sabe que ella misma carece de ingenio y su esposo no lee un solo libro, así que ese niño es muy raro en la familia.

      Pocas horas después, lo escucha decir, otra vez, a su hermano:

      —¡Ocomiguero!

      Y veintidós minutos después:

      —¡Tinotasariotex!

      Su hijo va a ser un sabio, piensa la mamá, y se siente muy orgullosa de él, mientras el hermano mayor llora desconsoladamente por tanto insulto recibido.

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Last modified: 1 mayo, 2023
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