Hace unos días, el Instituto Mexicano para la Competitividad hizo público su Índice de Competitividad Estatal 2023, un instrumento de medición conformado por 72 indicadores y 10 subíndices —la innovación entre estos—, diseñado para medir la capacidad que desarrollan las 32 entidades federativas para generar, atraer y retener talento e inversión que redunden en la mejora de la economía y el aumento del bienestar de la ciudadanía.
Como es natural, de año a año hay cambios en el orden. Algunas entidades ascienden sitios a expensas de los que pierden otros estados. Los motivos son diversos: el deterioro del Estado de derecho, por ejemplo, se ha convertido en el principal problema para la competitividad de muchos de los núcleos industriales, agrícolas y comerciales. Tampoco ayuda que las administraciones estatales hagan poco o nada por reducir la brecha de género, que sigue favoreciendo salarialmente a los varones sobre las mujeres que realizan trabajos iguales.
Pero, como cada año, de manera relevante se evidencia el talón de Aquiles de nuestra economía, a través de un indicador que está directamente vinculado con la capacidad inventiva que posee nuestra sociedad: el número de solicitudes de patentes presentadas por instituciones, compañías e individuos mexicanos. Para una nación como la mexicana, tan intensamente conectada con la primera economía mundial y que, por lo mismo, requiere aumentar aceleradamente su nivel de innovación para mantener relevancia ante sus principales socios comerciales norteamericanos, resulta particularmente negativo el hecho de que la generación de propiedad industrial sea tan raquítica, al punto de que en el informe 2023 aparecen listadas tres entidades federativas sin un solo registro de solicitud de patente en los pasados doce meses: Campeche, Tlaxcala y Zacatecas.
Por supuesto, esta escasa producción de propiedad industrial no es la realidad de México, pero sí lo es el casi nulo estímulo para su registro, protección y comercialización. En las instituciones de educación superior (IES) y los centros públicos de investigación (CPIs), por ejemplo, resulta muy poco atractivo para un investigador el escribir solicitudes de patente, modelos de utilidad, diseños o dibujos industriales, de cuya titularidad estará excluido, sobre todo tras la entrada en vigor de la Ley General en Materia de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación (sic). Conforme a lo estipulado en esta nueva legislación, toda la propiedad intelectual —no únicamente la industrial— que se genere parcial o totalmente con recursos públicos —que es el financiamiento con el que se realiza la inmensa mayoría de la investigación de las IES y CPIs en México— deberá pertenecer al Estado, que en realidad debe entenderse como el gobierno en turno.
Ciertamente la nación debe obtener algún beneficio como retribución por los recursos públicos que destina a la investigación y el desarrollo tecnológico, y de los que eventualmente puedan generarse activos de propiedad industrial; sin embargo, aquel debería restringirse a una proporción meramente simbólica, de manera que, en caso de que se obtenga el título de propiedad reclamado, se facilite el traspaso de su titularidad y de los derechos patrimoniales correspondientes a los inventores, para que ellos mismos o asociados con empresas privadas puedan explotarlos, y de esta forma se logre impulsar el desarrollo tecnológico innovador de la planta productiva asentada en nuestro territorio para incrementar con ello la generación de la riqueza que requiere con urgencia la economía mexicana.
Al final de cuentas, rinde infinitamente más dividendos una patente a partir de la que pueda constituirse una empresa que brinde puestos de empleo y tribute al erario, que cientos de ellas archivadas, como pasivos, engrosando los inventarios de las entidades de la administración pública federal. Por fortuna, la citada ley ha sido impugnada por los legisladores de oposición y, en caso de que sea suspendida de manera definitiva, habrá una nueva oportunidad para corregirla y que verdaderamente fomente la innovación.
Lo anterior, dicho sin aberraciones.