El pasado 13 de febrero el Gobierno de México publicó en el Diario Oficial de la Federación el decreto por el que se establecieron diversas acciones en materia de glifosato y maíz genéticamente modificado, mismas que en esencia se centran en instruir a las entidades de la Administración Pública Federal (APF) para que se “… abstengan de adquirir, utilizar, distribuir, promover e importar maíz genéticamente modificado; así como glifosato o agroquímicos que lo contengan como ingrediente activo, para cualquier uso, en el marco de programas públicos o de cualquier otra actividad del gobierno”, ordenándoles, enfáticamente, revocar las autorizaciones y permisos otorgados previamente para su importación, producción, distribución y uso.
El Ejecutivo federal justificó la orden en su necesidad de mantener la congruencia con lo establecido en sus políticas de autosuficiencia alimentaria para el país, y la protección a la salud de la población y al medio ambiente; aseguró que en la APF se “… realizarán las acciones conducentes para el establecimiento y generación de alternativas y prácticas sostenibles y culturalmente adecuadas, que permitan mantener la producción agrícola y resulten seguras para la salud humana, la diversidad biocultural del país y el medio ambiente, libres de sustancias tóxicas que representen peligros agudos, crónicos o subcrónicos”.
Nada se puede decir en favor del herbicida, pero prohibir las importaciones de maíz transgénico porque supuestamente México produce suficiente cereal, y con esta medida busca fomentar su consumo antes del proveniente del extranjero, no resulta un argumento defendible en el marco del Tratado de Comercio Libre entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) y, como era de esperarse, causó inconformidad entre los productores del grano de nuestros principales socios comerciales.
Pero todavía peor: el artículo sexto del decreto instruye a las distintas autoridades mexicanas en materia ambiental, de seguridad alimentaria y de salud, entre otras, a proteger “… el maíz nativo, la milpa, la riqueza biocultural, las comunidades campesinas, el patrimonio gastronómico y la salud humana…”; sugiriendo así que el grano genéticamente modificado representa una amenaza a la salud de las personas, lo que constituye una falacia, que no encuentra sustento científico.
La reacción del gobierno estadounidense vino de inmediato a través de Katherine Tai, titular de la Oficina de Representación Comercial de Estados Unidos, quien solicitó consultas de solución de controversias a México, en el marco del T-MEC. La respuesta del lado mexicano fue expresada por la Secretaría de Economía, asegurando que nuestro país contaba con “datos duros y evidencia” que respalda las aseveraciones, y con base en los que defenderían la decisión ante cualquier panel técnico en la materia.
Contundente, como sólo puede hacerlo quien está verdaderamente acostumbrada a basar su toma de decisiones en los hechos científicamente comprobables, Tai reiteró que “las políticas biotecnológicas de México no se basan en la ciencia y amenazan con interrumpir las exportaciones estadounidenses”. No le falta razón, pues, a pesar de que algunos miembros del Gobierno de México han intentado abusar de la ignorancia de las personas al tratar de infundir temor hacia el consumo de organismos genéticamente modificados como el maíz amarillo, la realidad es que los vegetales y animales transgénicos son totalmente inocuos.
El problema para nuestro país ha comenzado a complicarse tras el reciente anuncio del gobierno canadiense de que se unirá a los Estados Unidos de América en su demanda para establecer un panel de solución de controversias bajo el T-MEC, a fin de combatir las medidas tomadas unilateralmente por México para eliminar de forma gradual las importaciones de maíz transgénico. De esta forma, el gobierno federal ha arrastrado a México a un callejón sin salida, en el que terminará por quedar exhibida la inexistencia de sus “[otros] datos sólidos y evidencia”.
Lo anterior, dicho sin aberraciones.