Ahora me gustaría que dejemos de ver la cultura, entrecerremos los ojos y observemos el concepto de “identidad”. Para estos fines, una telaraña se teje en el universo entre dos árboles, un recoveco o una esquina, cuyo entramado refleja la interpretación del entorno, la vida, ergo, la imaginación; que atrapa y consume todo lo que la atraviesa, incluso si es demasiado grande, pues se queda pegado; flexible pero no indestructible, sino eternamente reformulable.
Llevo 20 días enredado en los hilos más pegajosos, observando y fotografiando el paisaje de una telaraña que no es la mía, pero que me resulta demasiado familiar. Se me adhiere a la lengua y el paladar, y me sabe a la diversidad de su gente, a todos los idiomas que se hablan aquí, al plástico en su comida, a la madera y al acero sobre los que se erigen sus estructuras, al dinero y el espíritu chambeador de todas las mañanas; la mala cerveza y el buen tabaco y la buena mota, en los que se basan los vicios de su sociedad.
No he terminado de resolver –mucho menos concluir– en dónde aterrizan todos estos pensamientos pues, además, se debaten con una vida de películas, música, series, videojuegos, libros y relatos sobre Estados Unidos, que son tanto cuentos como ciertos, ahora que los vivo en carne propia.
La Unión Americana se discute a sí misma entre la fantasía y la pesadilla: en sus ciudades, tan grandes que son intransitables a menos que tengas un coche. En sus calles, donde se erigen magníficos edificios y campamentos callejeros. En las grandes oportunidades de trabajo, que permiten sacar lo de un mes en un par de días, pero pagas con la vida y la comodidad. En el auge de las gated communities (suburbios de acceso controlado), que atentan directamente contra el urbanismo onírico de la americanidad, ese de una tierra segura.
A continuación, les presento 10 retratos de una tierra de sueños.