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Durante la conferencia matutina del pasado miércoles 5 de julio, el presidente López Obrador habló sobre la otrora estrecha amistad entre el autor de La región más transparente, Carlos Fuentes, y el Nobel mexicano Octavio Paz: “Una vez, el finado Carlos Fuentes dijo que mantenía una muy buena relación con Octavio Paz. Gran escritor y poeta, independientemente de sus posturas políticas; pero eran muy amigos. Fuentes era alumno de Paz… dijo que todo iba bien hasta que se atravesó [Enrique] Krauze y los separó. Usó una expresión que no voy a repetir”.
“Cucaracha”, lo llamó, pero el presidente morenista olvidó mencionar que ambos escritores se distanciaron, asimismo, por el galardón sueco que enriqueciera, aún más, al poeta originario de Mixcoac, premio al que también aspiraba Fuentes, de modo que estas intimidades sólo atañían a los implicados, mismos que, gracias a sus viajes por el extranjero patrocinados por el gobierno mexicano, llevaban una buena amistad con el entonces encargado de decidir el Nobel en lengua española, quien definió entregárselo a Paz quien, según se cuenta en las alturas literarias, convenciera al burócrata de elegirlo a él desfavoreciendo a Fuentes, porque hasta en estas cuestiones imperan los compadrazgos, no los asuntos cualitativos escriturales, y con esto no quiero decir que uno lo mereciera más que el otro sino, sencillamente, se impuso más la cercanía que el carácter noble que debía estar aposentado en las raíces de esta asociación del Nobel, razón por la cual, más que por la intervención de Krauze, separó de por vida a estas figuras de las letras mexicanas al grado de que, a la muerte de Paz, Fuentes se negara a despedirse de su “maestro”.
Como mero dato curioso apunto que los dos fallecieron en torno de los 84 años: Paz un mes después de haberlos celebrado, en 1998, y Fuentes a seis meses de cumplirlos, en 2012.
Casi todos los intelectuales, los más famosos o los de mayor prestigio, estaban del lado del poder político porque convenía a sus bolsillos su apariencia “crítica”, porque mientras más fieros parecían mejor trato recibían de la administración pública, aunque esta comodidad de la comunidad pensante, por el respaldo que de ella tiene el gabinete morenista, ha quedado en el olvido: los aplausos que ahora les otorga incluso hasta el mismo presidente tal vez sea por una especie de confort amigable ya que es más sencillo hablar siempre con benevolencia de los ausentes que ignorarlos por completo pues da más caché hablar de la intelectualidad ampliamente conocida que mencionar a los sin voz: jamás va a ser lo mismo hablar de Carlos Fuentes que de Ramón Rubín, por ejemplo, si bien estoy cierto que, de vivir, el primero sería panelista de Tercer Grado para arengar contra López Obrador mientras el segundo hubiese formado parte de la paciente indulgencia crítica de los comentaristas informados de las veracidades políticas.
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El viernes 7 de julio, en la conferencia matutina respectiva, López Obrador reflexionó acerca del abordaje tendencioso y mentiroso enarbolado por los panelistas del programa Tercer Grado, transmitido por la televisora propiedad de Emilio Azcárraga Jean: “Yo no sé cómo los dueños de Televisa no cuidan que quienes utilizan ese medio público concesionado actúen con apego a un código de ética. ¿Por qué no les piden que actúen con absoluta libertad pero que no calumnien, se apeguen a la verdad y no dañen el prestigio de las personas? ¡Que respeten! ¡Cómo van a tener ahí a [Jorge] Castañeda de comentarista!”
Bueno, no sé si el mandatario tabasqueño mira, de vez en cuando, el programa Primer Plano de la televisora pública, porque ahí también se atestigua, y a veces con mayor insania, a comentaristas desbordados en sus calumnias contra el obradorismo: Jorge Castañeda en ocasiones se queda corto delante de los discursos de una María Amparo Casar o de un Sergio Aguayo para quienes el político morenista no tiene remedio al echar abajo al país entero, según sus doctos puntos de vista. Tales panelistas que continúan percibiendo cientos de miles de pesos por sus trascendentales opiniones respecto a las acciones gubernamentales.
No tiene uno que mirar necesariamente Televisa para conocer las calumnias de los críticos del sistema social mexicano, pues hasta en la propia casa mediática del Estado se cuecen las habas con el mismo hervor.
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Ciertamente, cuando José Ángel Gurría se pensionó a los 43 años de edad nadie dijo nada porque era una cosa normal, ambicionada, la corrupción que favorecía a los políticos que diseñaban las estrategias del mercado común en el país, como tampoco nadie dijo nada, si acaso contagiados de risa ante la malignidad del caso, cuando el también priista Roque Villanueva levantó las manos y balanceó los brazos hacia la cintura en el Congreso como gozo personal por la victoria de su partido al obtener un aumento más del IVA a favor del empresariado nacional en los tiempos del zedillato.
Eran los tiempos en que se respetaba la figura presidencial, sin importar lo que hiciera, dijera, dejara de hacer o de decir el Ejecutivo federal, a diferencia de los sucesos contemporáneos donde un intelectual como Héctor Aguilar Camín, en junio de 2021, pudo decirle “pendejo” públicamente al mandatario sin ninguna consecuencia represiva, enseñanza que retomara con prontitud el panista Santiago Creel al decirle a López Obrador, el martes 4 de julio, que era un perverso, desgraciado y el destructor de México, prácticas verbales tomadas al vuelo rápidamente por una oposición cómodamente insultante, grosera, relajadamente rebajadora, tal como lo hiciera Javier Lozano, el miércoles 12 de julio, al mentarle la madre, con todas sus letras, al político morenista, o la senadora Xóchitl Gálvez —con ganas de colgarse la banda presidencial en el pecho en 2024— simplemente, el miércoles 12 de julio, tildó de “chismoso” a López Obrador después de haberse visto, la posible candidata hidalguense, en aprietos al ser revelados sus negocios con los gobiernos panista y priista sin que nadie, nadie, se alterase por su mala educación verbal, altanerías jamás vistas en las épocas donde el saqueo, la corrupción, los robos, los atropellos o la indiferencia presidencial eran lugares comunes aceptados, motivaciones súbitas de enriquecimiento granítico, políticamente naturales, administrativamente lícitos, ponderadamente viables, románticamente, ¡ay!, normativos.