Era la fatalidad un puerto de llegada, tú y yo lo sabíamos: íbamos a desembocar en él vía nuestro torrente sanguíneo, antes o después.
Ese amanecer, tras haber evadido los candados de cien puertas, nos encontramos al fin frente a frente, pero titubeamos: “Sería mejor no seguir” -pensaste- sin dejar de avanzar. Por mi parte “no voy a acercarme” -logré musitar mientras te llamaba con los brazos.
Todo esfuerzo por huir era inútil; nuestro afán irradiaba una claridad poderosísima, casi tan atractiva como la visión de La Verdad, y además, era demasiado tarde, ella estaba frente a mí, urgiéndome cercanía con un temblorcito que le secaba los labios y la hacía jalar aire a sorbos cortos.
Cerré los ojos – barquito que quiere llegar a puerto empujado por la marea y no por la voluntad, para en su momento culpar del arribo, digamos, a la amada, o al viento a favor, o al destino… ¿habría un destino?
Ella me quitó la corbata y le deshice el cabello entre bufidos; arrojó lejos mi cinturón y las mancuernas; rompí sus ropas, lamí su vientre, mordió mi espalda y nos quitamos la piel el uno al otro. Con las miradas ardiendo, indagamos en nuestros corazones: el mío era una piedra; el de ella, un tabique. Los arrojamos al agua y ganamos en levedad.
Con las vísceras, hicimos pan “arrepote, pote, pote/arrepote, pote, pan”. Fuímos entonces un amasijo de cabellos y sonidos y de agitación humeante que quienes pasaron por allí, confundieron con la demás basura del muelle.
Fue durante la oscuridad de esa noche hueca, que emergimos de entre los restos, zumbando ligeros: éramos dos bichitos de luz.
¡Quérrraroo! -dijo un pescador borracho_ ¿luciérrrnagas?… ¿’nel mar?
AQUÍ PUEDES LEER TODA LA «NARRATIVA EN CORTO» DE PATRICIA EUGENIA, PUBLICADA EN LALUPA.MX
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