Autoría de 2:00 pm Luis Tamayo Pérez - Ecosofía • 8 Comments

Pensar las Olimpiadas – Luis Tamayo Pérez

Cuando intentamos pensar no podemos, en múltiples casos, evitar ser “políticamente incorrectos”. Eso es particularmente claro en el caso que revisaremos ahora, pues intentaré demostrar que la afición de los humanos, no sólo a los Juegos Olímpicos sino a todos los deportes de “alto rendimiento”, es un ejercicio absurdo, increíblemente caro, perverso y hasta vicioso.

¿Por qué denomino “perversos” a todos los deportes de “alto rendimiento”? Simplemente porque, para aspirar a formar parte de la “delegación olímpica” de un país, el aspirante debe dedicar todos los días 8, 9 o incluso 10 horas a la realización de su actividad “olímpica”. Es decir, repetir y repetir, hasta el cansancio, el mismo movimiento con el objeto de perfeccionarlo, dejando de lado innumerables problemas, muchos de ellos acuciosos y urgentes; esos que afectan a su familia, a su comunidad, a su mundo. Los deportistas de “alto rendimiento” a la vez que se hacen expertos en su actividad, se hacen inexpertos en casi todas las demás áreas y prácticas del saber humano.

Y como gracias a los mass media tales personajes se hacen muy famosos, y ellos mismos, narcisísticamente, se sienten mejores que los demás, a algunos les da por entrar a la arena política y, como son conocidos por las mayorías, obtienen en ocasiones puestos de elección popular para, poco después, darse cuenta de que carecen de los años de reflexión sobre los grandes problemas regionales, nacionales y mundiales que son imprescindibles al realizar adecuadamente la tarea para la que fueron elegidos.

Al hacer de “su mundo” el lanzar una bolita de hierro lo más lejos posible en un movimiento muy preciso “para no salirse de la rayita” y repetirlo y repetirlo y repetirlo, el mundo del deportista de alto rendimiento se empequeñece. Las consecuencias de tal hiperespecialización, de tan “disciplinada repetición”, son evidentes: la “pérdida de mundo”.

Dicho en los términos de Heidegger, el deportista, así como sus “espectadores”, muy pronto se convierten en seres humanos “impropios” (uneigentlich), unos que viven perdidos en la avidez de novedades, la ambigüedad y las habladurías, unos que no pueden sino mantenerse “entretenidos”… en lo que su muerte acaece, sin haber encontrado nunca el sentido de su existencia. No es otra cosa la pérdida de mundo.

En la antigüedad clásica, tal y como podemos apreciar en las Odas de Píndaro [1], no existían los atletas de “alto rendimiento”. Los ganadores de las carreras de carro, de las luchas o el boxeo eran de todo tipo de ciudadanos: algunos eran reyes, otros guerreros, unos más marineros o terratenientes. De ninguna manera habían abandonado sus diversos menesteres para abocarse a la “disciplinada repetición” que la justa olímpica exigía. Estaban, simplemente, mejor dotados que los demás para la realización de la actividad específica, y eso es lo que Píndaro alababa. No había algo como la Conade en la Grecia antigua. Es por ello que tienen muy poco en común los Juegos Olímpicos modernos con los antiguos.

Estoy seguro de que cuando Lord de Coubertin echó a andar los Juegos Olímpicos modernos nunca imaginó la perversión que generaría, es decir, la cantidad de frustrados que su propuesta generaría. Digo esto porque es evidente para todos que por cada medallista olímpico hay no cientos o miles de frustrados, sino decenas o centenas de miles que “no alcanzaron medalla”, los cuales, a pesar de su enorme esfuerzo y disciplina, tuvieron que conformarse con el “lo importante no es ganar sino competir”.

Todos aquellos que se dedicaron de tiempo completo a “su disciplina” pasaron a formar parte, ipso facto, de la enorme masa humana que constituye la mayoría silenciosa, la que desconoce no sólo los problemas sociales de su comunidad sino también la crisis ambiental que viene: calentamiento global antropogénico, sexta extinción masiva, contaminación generalizada de la tierra.

Y a ellos debemos sumar a los millones de espectadores que los Juegos Olímpicos pasivizan ante el televisor o el ordenador. Esos que ni se dieron cuenta de que, casi el mismo día que iniciaron los juegos, se derritió una cantidad tal de hielo de Groenlandia que sería capaz de cubrir, con 5 centímetros de espesor, toda la península de Florida [2]. El Sistema-Tierra se desploma ante nuestros ojos y la mayoría prefiere mirar a otro lado… al televisor “olímpico”.

Es cierto que las Olimpiadas son un sustituto de la guerra, una especie de guerra controlada donde, en principio, las diversas naciones se enfrentan y oponen a sus mejores guerreros. Desgraciadamente, eso genera demasiada frustración, pues muy fácilmente tendemos a identificarnos con esos que son de la propia nacionalidad, cuando, sinceramente, ni los conocemos y además es muy probable que no tengamos nada en común con ellos. Hacemos nuestros sus triunfos y nos avergonzamos por sus derrotas, como si eso hablase de nosotros o, incluso, de la calidad de toda una nación.

Los Juegos Olímpicos estimulan un patético patrioterismo a la par que fomentan un modo de pensamiento altamente cuestionable: sólo es valioso el número 1, el 2 y el 3… todos los demás son incompetentes, soslayables.

Yo prefiero mejor las carreras realizadas con Ubuntu, esas narradas bellamente por Mar Rovira:

Un antropólogo se encontraba estudiando los hábitos y costumbres de una tribu en África. Debido a su trabajo, tenía la suerte de estar siempre rodeado de los niños de la tribu, a los que adoraba. Los apreciaba tanto que decidió hacer algo divertido con ellos.
En uno de sus viajes a la ciudad más cercana, consiguió hacerse con una buena cantidad de caramelos. ¡Eso les encantaría a los niños! Los dispuso en una canasta decorada con cinta y otros adornos, y al llegar al lugar donde vivía la tribu, depositó la canasta debajo de un árbol.

Emocionado, llamó a los niños y les propuso un juego: cuando él dijese «ya», los niños deberían correr hasta el árbol y el primero que llegase a la canasta sería el ganador, y tendría derecho a comerse los caramelos.

Los niños se colocaron en fila, esperando la señal acordada. Cuando el antropólogo dijo «¡ya!» algo mágico sucedió. Sin siquiera pensarlo, todos los niños se tomaron de las manos y salieron corriendo juntos hacia la canasta. Llegaron a la vez, de la mano y sonrientes, y de manera natural comenzaron a dividir los caramelos. Sentados en el suelo, comieron felizmente, como les había dicho el antropólogo. Éste, que no entendía lo que había pasado, les preguntó por qué habían ido todos juntos, si el primero que llegara podía haberse hartado a dulces.

Entonces, los niños respondieron:
–¡Ubuntu! ¿Cómo podría uno solo de nosotros ser feliz si todos los demás no lo están? [3].

Si todos los humanos tuviésemos la sabiduría de esos pequeños “salvajes”, el futuro de la tierra, del mundo de todos, no sería tan incierto.

NOTAS

[1]cdigital.dgb.uanl.mx/la/1080018724/1080018724.PDF
[2]cnnespanol.cnn.com/2021/07/29/derritio-suficiente-hielo-groenlandia-cubrir-florida-agua-trax/
[3]Cfr. El artículo “Ubuntu: yo soy porque nosotros somos” de Mar Rovira, 2015: running.es/psicologia/ubuntu-yo-soy-porque-nosotros-somos

CUERNAVACA, MORELOS, 4 DE AGOSTO DE 2021.

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Last modified: 8 septiembre, 2021
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