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A los 78 años de edad se fue de esta vida, el pasado 24 de agosto, el narrador Ignacio Solares nacido en Ciudad Juárez el 15 de enero de 1945. Pertenecía a la comunidad de la UNAM, cuya revista dirigió hasta el año 2017 para pasar a manos de Guadalupe Nettel quien declarara, al tomar a su cargo la publicación, que Solares prácticamente la tenía secuestrada, acaso de los pocos señalamientos públicos e contra de su oficio cultural, ya que el otro provenía sobre todo de una de las mezquindades acostumbradas de Fernando Benítez cuando Solares era el director del suplemento cultural de Excélsior, el que abandonara por cierto después de la salida de Julio Scherer García de ese diario en 1976: sencillamente Benítez, al no ser parte Solares de su mafia, lo ignoró diciendo que no sabía quién era ese escritor chihuahuense, aunque ya Solares había trabajado en Revista de Revistas con Vicente Leñero, Plural con Octavio Paz y La Semana de Bellas Artes con Gustavo Sainz, además de ser profesor en la Facultad de FilosofÍa y Letras de la UNAM, pero los desconocimientos de la mafia cultural a quienes no formaban parte de su club eran comúnmente ruines.
Mi acercamiento a Solares fue cuando estuvo al frente de la revista literaria Quimera, de la que fui su jefe de redacción.
Publicó cerca de 40 libros entre narrativa, ensayos, periodismo y teatro. Su último volumen lo escribió al alimón con su amigo José Gordon, intitulado Novelista de lo invisible, en 2023, un año después de haber recibido merecidamente la Medalla de Bellas Artes.
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De Ignacio Solares, en 2003, Punto de Lectura reeditó Delirium tremens, el reportaje novelado sobre todos esos fantasmas producidos por la demasiada ingestión de bebidas embriagantes.
“Descrito por primera vez en el año de 1813 ―apunta en el prólogo el doctor José Antonio Elizondo López, entonces coordinador del Programa de Rehabilitación de Alcohólicos del Hospital Psiquiátrico del Instituto Mexicano del Seguro Social―, el delirium tremens nunca había sido abordado desde un horizonte literario y descriptivo tal como lo ha hecho Ignacio Solares en esta obra”.
Las alucinaciones visuales son quizás el síntoma más dramático de este cuadro, prosigue el galeno, “y es justamente esa esfera sensoperceptiva alterada del alcohólico la puerta de entrada por la que Solares se introduce. El reto: aventurarse en la profundidad del sujeto y contemplar cómo la experiencia alucinatoria puede cambiar su trayectoria existencial”.
Para dicho libro, publicado originalmente en 1979 (a sus 34 años de edad), el novelista recurrió a un sinnúmero de enfermos y los instó a que le contasen sus arrolladoras vivencias. “Veía angelitos como burbujas que, al estallar, se convertían en pura luz ―cuenta un afectado―. Una luz incandescente que terminaba pintándose de colores como fuegos artificiales. Salían de atrás de los muebles, de las grietas de la pared. Eran hermosos, con alitas blanquísimas. Volaban hacia mí sonrientes y con unos ojos dulces”.
Les gritaba para que acudieran en su ayuda: “Estallaban en el aire. Los flashazos inundaban la pieza de colores encendidos. Parecía un juego de lo más divertido. ‘Si pesco uno, lo guardo en el bolsillo y luego le compro una cajita de cristal para que adorne la mesa de centro de la sala. No cualquiera tiene un angelito como éstos’, pensaba. Pero cuando mis manos los rozaban se desvanecían”.
Y lo que en un principio parecía un juego, lentamente se tornaba en una insuperada angustia. “Me dolía el estómago y la respiración se me alteraba. ¿Qué estaba sucediendo si todo parecía tan divertido? Entonces descubrí que uno de ellos llevaba un tridente en las manos”.
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No sólo está ese perverso divertimiento, que por supuesto no lo es para el delirante, sino también hallamos una vida disparatada e inconsecuente. Y esto no es moralismo. Ignacio Solares jamás se permite ni siquiera, como buen literato, el apéndice de las moralejas. Sólo transcribe y ordena las declaraciones: “Una noche ―dice el mismo hombre de los angelitos―, también después de una apasionada relación sexual, le puse una pistola entre las cejas y la obligué a contarme con detalle las relaciones amorosas que tuvo antes de conocerme. Mi índice temblaba sobre el gatillo al escuchar las intimidades que vivió con otros hombres. Estuve a punto de disparar, ahora lo sé. Y enseguida habría llevado la pistola a mi sien para seguirla al más allá, fuera el que fuera”.
Solares se dedicó a escuchar con paciencia, y quizás a veces sin poder contener su propio espanto, las escalofriantes escenas, como la del hombre a quien una voz desconocida ordenaba hacer cosas realmente asombrosas: “Estoy con hambre frente a un sabroso platillo y voy a dar el primer bocado cuando viene la orden: no comas. Y ya no hay manera de tragarlo. O estoy a punto de conciliar el sueño cuando me anuncia: esta noche no pegarás los ojos. Y no los pego. Una tarde estaba en una cantina, conversando con un amigo, y la orden fue: desmáyate. Y empecé a marearme y a los pocos minutos me fui de boca contra la mesa”.
Otro enfermo lo era a instancias de su progenitor: “Y es que mi madre corría a mi padre cuando llegaba tomado. Lo corría feo, hasta de golpes le daba. Y como yo era el menor de seis hermanos (y su consentido) me llevaba con él a dormir a los establos. Mi padre decía que solo no se iba, que prefería morir a dormir solo en la oscuridad. Más de una noche la pasamos en vela porque el pobre no dejaba de llorar. Lloraba, abrazado a mí. Lloraba y bebía y me daba a beber de la botella. Entre el frío y la tristeza, pues yo también me fui acostumbrando al calor del alcohol”.
Este hombre, con el tiempo, veía animales en su vida: “En mi primer delirio vi clarito que mi padre era un toro y se echaba sobre mí, bufando y rascando el piso con las patas así como los toros de lidia rascan la arena. Se me echaba encima y yo sentía la cornada en un costado. Era mi padre, sólo que era también un toro con cuernos y hocico y todo. Como que lo más suyo eran los ojos. Me daba la cornada en un costado y luego se echaba hacia atrás para preparar la segunda embestida. Retumbando el ruido de sus pisadas en toda la pieza. Yo grité, quién sabe cuántas cosas dije”.
Cuando entró la enfermera (porque el hombre ya estaba recluido en un centro psiquiátrico), la vio “como si fuera una gata enorme, casi un puma, aunque yo sabía que era una gata muy crecida. Yo suplicaba que no se me acercaran, aterrado. Y así fueron entrando: mi mamá como si fuera una gallina. Uno de mis hermanos, un perro. Mi amigo más querido, un caballo, que relinchaba y estaba a punto de patearme. Uno de mis hijos, un osito que apenas si levantaba unos treinta centímetros del suelo, se subía a la cama y me lamía las mejillas, y yo lo apartaba a manotazos. El cuarto se llenó de animales que ladraban o mugían o maullaban o relinchaban o bufaban”.
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Había quien hablaba apaciblemente con Mozart, y otros que seguían teniendo delirium tremens después de cuatro años de haber dejado de beber, pero lo más recurrente es la aparición de Dios y del Demonio en un contraste equilibrado. “El problema del alcohol ―dice un enfermo― es que tienen todas las de ganar los demonios. Entra uno en contacto con los espíritus más negativos de este planeta (basta ir a una cantina y ver las expresiones de los borrachos para darse cuenta). Pero también es indudable que gracias a esos demonios es posible reconocer la contraparte: los ángeles, que esperan nuestro regreso”.
Muchos dicen haber hablado con Dios, aunque no reproducen los diálogos. El encuentro con el Ser Supremo, sea la forma que éste tuviera, siempre ha hecho recapacitar y prácticamente reconvertir a la mayoría de los ex bebedores. Se transforman en prosélitos de Dios y andan, entonces, convenciendo a la gente, bebedora o no, para que rehagan su camino, equivocado o no. “Me instalé en la misma pieza del sótano, sin ventanas ―dice un enfermo―, con las fotos de mis hijos en la pared, y le escribí a Dios. Le decía que me ponía en sus manos, que sólo Él con su infinita bondad podía salvarme, que si había sido un poseso del demonio, ahora sólo quería serlo de Él, que me señalara el camino”.
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Pero el hombre que veía a las ratas de veras que sufría. El relato que cuenta Solares, que a su vez le fue contado por un paciente, es definitivamente estremecedor: “Estaba acostado y la vi posada sobre mí, en el embozo de la sábana. Me miraba con sus ojitos centelleantes. Me temblaba todo el cuerpo, pero no me movía. Sentía miedo de sentir miedo”. La rata nada más abría el hocico para mostrarle sus dientes, “blanquísimos y filosos”.
Como para dejar de beber por siempre.
O de no abandonar el trago jamás…
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