Autoría de 12:04 pm #Opinión, Patricia Eugenia - Narrativa en Corto • 15 Comments

Matatena – Patricia Eugenia

En 1968 hubiera narrado los hechos de otra forma: con miedo, tal vez con urgencia de alumbrarlo todo, con más pasión de la que puedo ahora, y seguro con la respiración agitada.

Fue a partir de 2009 que pude, por fin, comenzar a hablar y escribir con algo de serenidad al respecto: en aquel tiempo nos movíamos expectantes, con una tensión que nos impulsaba, nos abría el pecho y dialogaba a gritos y sin intermediarios con nuestra necesidad de futuro.

Creíamos poder enfrentar a un tanque con ventajas. Creíamos lo cierto: siempre será más fuerte un pecho abierto, aun si el tanque te aplasta, aun si no. Sucede que de los pechos salen flores multicolores entrelazadas con caracolas y se multiplican. Digo esto abusando un poco de las imágenes y del lenguaje de la época: de música, poetas… de los Beatles.

León Felipe, ese creyente que enseñaba a repensar las cosas, lanzó ¿en un acceso de furia? muchos versos dorados:

“Hasta que ya entonces no quede más que un ladrillo solo,

el último ladrillo… la última palabra,

para tirárselo a Dios

con la fuerza de la blasfemia o la plegaria…

y romperle la frente… A ver si dentro de su cráneo

está la Luz… o está la Nada[1]”.

Bob Dylan respondió a León Felipe, cantando:

The answer my friend is blowin’ in the wind

The answer is blowin’ in the wind[2]”.

En mi cabeza no había razón más precisa. Si las respuestas estaban en el viento, habíamos de salir a buscarlas.

Teníamos alrededor nuestro a Vietnam: una injusticia vivida más en nuestro imaginario quinceañero que en el conocimiento informado; teníamos al Che Guevara, el hermoso justiciero; y a Martin, Mártir Luther King, en Estados Unidos.

Había un hervor a punto, apenitas, debajo de la piel, y con él romperíamos, sin habérnoslo propuesto, el manido disfraz de “Unidad Nacional” con el cual México asistía a las fiestas de sociedad sin ningún pudor.

Poco antes del estallido de la insidiosa realidad, jugábamos –rodilla en tierra– a la matatena con estrellas; son precisamente este juego cósmico en común y la sensación gozosa de parto generalizado –su recuerdo– las razones que puedo aducir, en mi defensa, para justificar la página anterior, pues nada concreto aporta a la siguiente crónica:

La mañana del 28 de agosto de 1968, gracias a que la prensa no señalaba a la Normal entre las escuelas revoltosas, mi tío, como siempre, me dejó a las siete de la mañana en la avenida México-Tacuba, una cuadra y una hora antes de las de la entrada a clase.

El novio de entonces, un politécnico, me dijo algo sobre un suceso la noche anterior, porque la madre de un amigo le llamó para preguntar por su hijo, quien había ido al Zócalo a la manifestación[3].

La Normal era un hervidero de noticias inciertas, de planes, de inquietud:

-Dicen que despuecito de la media noche…

-Que el ejército los desalojó…

-Que se fueron todos…

-¿Vamos?

-Somos cuatro, es peligroso[4].

-Tons allá… ¡a la una!

Yo me fui antes, apreté el paso hacia el Zócalo y uní mi voz, feliz, a cientos de voces más.

Había una manifestación, mucha gente; no eran todos estudiantes, pero todos coreaban consignas antigubernamentales.

Con los dos pies ya en la plancha, un zumbido extraño que se desgranó en moléculas inaudibles me alertó, nos alertó; era como si hubiéramos acordado aspirar juntos, corto, todos, antes de entender que ese sonido recién afilado… eran disparos.

Un soldado –juraría que un segundo antes no estaba allí– tomó impulso y, usando su rifle como una tranca, me sacó del cerco dentro del que, él y otros, copaban a los manifestantes Zócalo adentro y me echó a la calle con una maldición.

Corrí. Corrí más rápido que nunca en alguna dirección contraria al Zócalo: no sabía, no pensaba, no podía parar. De una puerta salieron la mano y la orden de una mujer: “Por aquí, métete”.

Estuve dentro de su casa sentada un tiempo esférico, sin medida. La mujer hablaba, agitaba las manos y me dio pan. Con los ojos mojados, preguntó: “¿Por qué?”, mientras me zarandeaba, tomándome los brazos. Le hice un atropellado recuento de ofensas, mencioné dos o tres veces la palabra libertad y también lloré. Espero haberle dicho “gracias” al salir, cuando amainó la zozobra.

Después he buscado, sin encontrarlas, la puerta, la mano, la voz… y me he preguntado mil veces la razón por la cual ese soldado decidió sacarme del cerco en el Zócalo. ¿Le recordaría a su hermana, metida en el movimiento? Me ayudó a vivir sin odiar mi destino, mejor que el suyo. ¡Pobre!, era tan joven como yo, y en su violencia había miedo.

“Eran las 10:00 a.m., a esa hora los soldados hicieron la primera descarga de fusilería y ametralladoras ligeras. El saldo fue de 32 muertos”, Excélsior, 30 de agosto de 1968.

La noticia en el Excélsior, con los horarios precisos, la conocí en un museo años después, pero ya lo sabía: en este país, como en los demás, se siegan vidas cuando estorban a los proyectos del poder; y los luchadores sociales y los pobladores que se quejan son llamados: rebeldes sin causa, homosexuales, comunistas, narcos o drogadictos porque no creen en Dios[5], y según las versiones oficiales se mueren por pendejos, o de gastritis mal atendidas[6].

Pero también, aunque sean invisibles para la clase política, si se pone cuidado, pueden verse otros jugadores; no se han extinguido, tampoco las puertas, las manos, las matatenas, mucho menos las estrellas… ni los rifles.


[1] Nueva antología rota, León Felipe. Finisterre Editores S.A. México, 1974, pp. 232-233.

[2] La respuesta, amigo/se oculta en el viento/la respuesta, oculta en el viento va/ (Traducción de la autora).

[3] Asisten alrededor de 500 mil personas. Exigen solución a seis puntos y diálogo público. Izan una bandera rojinegra en el asta bandera. Los seis puntos eran: Libertad a presos políticos/Destitución de los generales Luis Cueto R. y Raúl Mendiolea, así como del teniente Armando Frías/Disolución del cuerpo de granaderos/Derogación del Art. 145 y 145 bis (Delito de disolución social)/Indemnización a las familias de muertos y heridos/Deslinde de responsabilidades de represión y vandalismo de policía, granaderos y ejército.

[4] El peligro consistía en ser acusados de disolución social. Este delito sirvió de instrumento jurídico para detener y reprimir estudiantes.

[5] “No creer en Dios hace a la juventud esclava de narcos”, señala Calderón, presidente de México. La Jornada, junio 27, 2009.

[6] Sin prueba, Presidencia afirmó que Ascencio Rosario murió de gastritis (Tras una denuncia de violación tumultuaria a manos de elementos del ejército en contra de la indígena de 64 años) La Jornada, julio 5, 2007.

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Last modified: 3 octubre, 2023
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