Por más que haya candidatos empeñados en auto-proclamarse de izquierda, progresistas, revolucionarios o antisistémicos (sólo por mencionar algunos adjetivos), en realidad las diferencias se han borrado.
Ya no existe distinción entre izquierda y derecha.
Era diferente cuando en México existía el Partido Comunista Mexicano (PCM) y competía por la presidencia de la república con la candidatura del viejo dirigente ferrocarrilero, Valentín Campa Salazar o cuando compitió el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), en dos ocasiones, con Rosario Ibarra de Piedra como su candidata presidencial.
La ideología era lo que hacía la diferencia y, por ende, quienes llegaron a votar por Campa o por Ibarra de Piedra, lo hicieron convencidos de que sus posturas ideológicas en nada coincidían con las del PRI, del PARM, del PPS o del PAN.
Quizá fueron votos contestatarios, antisistémicos o testimoniales. Lo que más importaba entonces, era mostrar el enojo, la oposición o el rechazo al sistema de partido único.
TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA
Poco a poco, el voto ideológico fue menguando; fue más notorio en la primera elección presidencial ganada por la oposición, cuando el Partido Acción Nacional (PAN) triunfó con la candidatura del guanajuatense Vicente Fox Quesada, en el año 2000.
Para llegar a este punto fue fundamental el largo proceso de transición democrática que México vivió a través de varias reformas constitucionales electorales, que iniciaron en 1977 y prosiguieron en 1986, 1989 – 1990. En 1993, 1994, 1996 y en 2007.
Todas ellas construyeron un nuevo escenario en el país, caracterizado por el mayor respeto al voto ciudadano, la viabilidad de la alternancia en el poder (como sucedió en 2000) y el fin de la época del partido único.
Así, el voto ciudadano tomó relevancia inusitada y uno de sus primeros efectos fue su uso como instrumento de castigo.
La ciudadanía saldó deudas con el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y lo sacó del poder para brindar la oportunidad de gobernar a la hasta entonces “eterna” oposición, el PAN. Lo importante era quitar al tricolor.
Este comportamiento fue profundizándose y abriendo puertas a otros candidatos y a otros partidos políticos. Llegaron los triunfos del Partido de la Revolución Democrática (PRD), de Movimiento Ciudadano, del Partido del Trabajo (PT) y, por supuesto, de los candidatos sin partido.
El ejercicio electoral se fue transformando hasta aterrizar en lo que hoy está vigente: la importancia de la candidata o candidato; su nombre, prestigio, influencia, liderazgo y presencia entre la población.
La gente ahora prefiere votar en función del conocimiento o de la imagen que le proyecta el aspirante o la aspirante a gobernar, por encima del partido político que lo postula e incluso, sin importar —en algunos casos— si tiene o no partido que lo respalde.
POLÍTICOS TRÁNSFUGAS
Hoy, suponer que se puede ganar el voto de la “izquierda” o de la “derecha” resulta ser una falacia pues, dígame usted ¿cómo se distinguen?
Tan ya no es una realidad esta perspectiva que los mismos políticos que tienen “en la sangre” la idea de ejercer el poder, han entendido que liderazgo mata partido político y por eso es que se han convertido en tránsfugas electorales.
La ideología que antes unía a un instituto político hoy no existe ya.
Si un político no es postulado como candidato en elecciones, fácilmente se desprende de las filas partidistas para sumarse a otro instituto que sí le ofrece la postulación.
Hoy, expanistas son candidatos de Morena; expriistas han pasado a las filas del PAN pero también a las de Morena. En Redes Sociales Progresistas hay militantes que hace 15 días formaban parte de otro partido político.
Ya no votaremos por izquierdas o derechas. Votaremos por candidatas y candidatos que nos sean empáticos, nos caigan bien o que tengan propuestas que nos gusten. Votaremos por candidatos que pensemos han hecho bien las cosas.
Así será la elección del 6 de junio.