Ignoraba que su rostro, que su voz, se me hubieran quedado tan grabados en esta memoria y hacía todo lo posible por impedir que aflorara su recuerdo. En un acto reflejo, cambiaba rápidamente el canal de la televisión, o la estación de la radio, y desviaba mi mirada de las notas relacionadas con el tema. En las redes sociales, mayormente Twitter, me salían al paso los nombres de Alejandra, Ana, Isabella, Ricardo, Jade, Toño, Raúl, Lucas, Víctor Manuel, Cristina, Romina, Rebeca, Mariana, Ximena, María Fernanda, René. Cambiaba de tuit evitando ver sus rostros, hasta que tomé consciencia de que ese acto evasivo involuntario escondía el dolor de un recuerdo que surgía a través de los rostros de esos niños.
Todos resumen el de aquella pequeña de apenas 4, 5 años, a la que vi en marzo del 2002 sentada en un sillón recibiendo su quimioterapia al lado de mi hija, una adulta de 26 años, quien recibiría su primera dosis de lo que sería un largo tratamiento. Marina se llamaba la niña.
Antes de continuar con Marina, hago una pausa para dar contexto al tema que trato. Mi relación y experiencia con el cáncer no se remite solamente al 2002. Catorce años atrás, a finales de 1988, a mi madre le sugirieron, en la clínica del IMSS de Zihuatanejo, Guerrero (la más cercana a su pueblo natal), viniera al entonces Distrito Federal a realizarse una serie de estudios para confirmar o descartar un posible cáncer. Con sus hijas viviendo aquí fue relativamente fácil hacer los trámites necesarios para valoración en la noble institución que es el Instituto Nacional de Cancerología (Incan), donde se le abrió expediente y le fue detectado el cáncer de seno.
Mis hermanas y yo estuvimos llevándola y trayéndola a sus consultas. Quimioterapias cada mes, todo el tiempo apoyadas por el personal amable y respetuoso de ese instituto. Recuerdo el apellido de la doctora del área que atendía a mi madre, doctora Ramírez. Nunca olvidé su enorme profesionalismo y calidez con la que trataba a sus pacientes.
En ese entonces nunca tuvimos dificultad alguna con los medicamentos de su tratamiento. Por lo que respecta a los institutos, tanto de Nutrición (donde también acudimos para valoración) como de Cancerología, todo fluyó sin contratiempos; salvo los tiempos de espera en consultas y revisiones, comprensibles si tomamos en cuenta que allí se concentraba la atención de casos severos del país.
En los primeros tratamientos mi madre era internada en el hospital y permitían a una de sus hijas quedarnos con ella al lado, en una silla. Hasta entonces sus visitas a esta ciudad nunca rebasaban la semana de estancia; no le gustaba estar tanto tiempo en este monstruo de cemento.
En noviembre de 1990, luego de su quimioterapia mensual, comentó con la doctora su intención de ir a su casa de Guerrero. Quería un respiro, extrañaba su terruño, su casa, sus espacios. Su próxima quimioterapia había sido programada para la primera semana de diciembre.
La doctora aprobó su viaje. Pero a su cita de aquel diciembre de 1990 mi madre ya no quiso regresar para continuar con el tratamiento, le resultaba demasiado agresivo para su cuerpo que, por otro lado, le decía que no resistiría mucho tiempo más. Al saber que no vendría fui a hablar con la doctora Ramírez, le pedí franqueza sobre el verdadero estado de mi madre: estamos haciendo todo lo posible por salvarle, mientras esté en pie, camine, coma, hay esperanzas; y, por otro lado, las quimioterapias ayudan a sobrellevar los dolores que se puedan presentar, me dijo.
Mi madre apenas comía, pero se mantenía lúcida y serena a pesar de su cuerpo debilitado. Se estaba yendo y había decidido hacerlo en su amado terruño, en su casa, en su cama, recibiendo las visitas de sus familiares más cercanos y amistades; respetamos su decisión. Tres meses después de haber recibido su última quimioterapia, el 8 de febrero de 1991, falleció.
No recuerdo cuánto tiempo después fui a avisarle a la doctora de su deceso, sobre todo a darle las gracias a nombre de todos los hijos. La doctora tenía presente a la paciente de acento costeño, trato afable, que se ganara su simpatía y aprecio.
LA VALENTÍA DE MARINA
Once años después regresaría para vivir otro episodio más. A inicios de febrero del 2002 le fue diagnosticado a mi hija (26 años y soltera aún) linfoma Hodgkin fase III. En ese entonces yo daba clase de lectura y redacción en una universidad privada, a nivel preparatoria.
Lo que vino después fue un largo y penoso periplo en el que conoceríamos a Marina. Fue –como lo cito líneas arriba– en la primera dosis de quimioterapia de nuestra hija. No preguntamos el número de dosis que llevaba la pequeña Marina, pero a juzgar por su cabeza, ya sin pelo y cubierta con un coqueto gorro, no era su primera.
El cuerpo de Marina era el de una niña de su edad, su voz también. Pero la manera de enfrentar la enfermedad era de sorprendente valentía y madurez. Del asombro y dolor pasamos a una profunda admiración: esa criatura hilaba frases con total fluidez, dando muestras de una inteligencia y consciencia sobre la enfermedad que la tenía allí.
A unos pasos de sus padres, jóvenes rebosantes de salud y ocultando la angustia, Marina abría conversación con mi hija, y fue por ella que nos enteramos que existía un producto que ayudaba a llevar de mejor manera el tratamiento del cáncer. “Dile a tu mamá que te compre flor essence, son buenas, ayudan a fortalecer. Es un té que no sabe feo”, sugirió la pequeña. Nunca olvidé el nombre de ese producto que ignoraba existiera.
Tensos como íbamos, aturdidos todavía por lo vertiginoso de los acontecimientos, nos preparábamos para emprender un proceso por los pasillos del dolor e incertidumbres. Confusión primero, consultas, estudios especializados, resultados, diagnóstico final y el primero de lo que fue un largo proceso de tratamientos. Estudios, supervisión, rastreo constante para medir avances y no dar tregua a esa enfermedad. Cada dos semanas, luego cada tres. La aplicación del medicamento a través de un catéter colocado ex profeso para no tener que estar pinchándole las delgadas venas.
Nueve meses de quimioterapias y en medio de eso todas las emociones que se pueden concebir: enojo, reclamo fugaz, dolor, rebeldía, soberbia: “¿por qué a nuestra hija? ¿Por qué a niñas tan pequeñas como Marina?”. Soliloquios silenciosos.
Una vocecita tímidamente regañona: “¿y por qué no? ¿Qué te hace suponer que este, aquel o uno es especial? ¿No junto al cuerpo viene acompañando la enfermedad? ¿No aparejado al ser humano viene también la sombra de la enfermedad o de la muerte?”. Sí. Sí.
Pero es antinatura, los padres no deben ver sufrir así a su hijo, ni verle morir. Es antinatura. Son los hijos los que deben despedirnos. Dolor, zozobra, fe. Dolor zozobra, fe. Dolor, inquietud, fe, esperanza. Esperanza. Diálogos silenciosos con ese misterio divino que ayuda a sostener las batallas del espíritu. Calma. Serenidad. Fortaleza.
LO IMPREDECIBLE
A los ocho meses recibimos el resultado: un punto ubicado en la parte baja de la espina dorsal no cedía.
Hasta entonces el tratamiento de mi hija había sido aplicado en consultorio particular, gracias a la prestación del seguro de gastos médicos mayores con que contaba mi esposo en la empresa donde trabajaba. Pero la cantidad que la cobertura amparaba se estaba agotando ya. A la angustia de la hija enferma se agregaba la preocupación de la económica. Hacer cuentas, ver ahorros y hacer malabarismos con el gasto diario.
Lo que seguía con su tratamiento requería ser internada en el área de especialidades y la Institución adecuada era el Incan. Hicimos los trámites convenientes y fue ingresada en noviembre del 2002. Allí nos esperaba otro tramo del viaje hacia la búsqueda de cura.
Estábamos en buenas manos y lo sabíamos. En la primera semana del mes citado, mi hija fue internada; había que mantenerla en aislamiento absoluto en un cuarto donde médicos y enfermeras se visten como astronautas antes de ingresar a él. Ni la mínima partícula contaminante debe entrar, la paciente está en cero defensas. La carga que recibirá de quimioterapias es decisiva, si su cuerpo responde no habrá necesidad de radiación.
Veíamos a nuestra hija a través de la pequeña ventana de grueso cristal. Seria ella, valiente, serena. Nos sonreíamos con timidez y siempre esperanzadoramente. Estábamos en manos de la ciencia… y de Dios.
Al lado, en otro de los cinco cubículos destinados para esos casos, un joven de 16 años con leucemia, recibiendo su tratamiento. Su madre, igual que yo, desde su ventana. Eran del interior de la república, ya había recibido tratamiento antes. La enfermedad regresó porque, me contó, dejaron de venir a su revisión; y no por negligencia de ella, sino porque era madre abandonada con tres hijos más. El hijo internado era el mayor. No es fácil trasladarse a la ciudad: además de lo que implica en gastos, tener que dejar a los otros hijos encargados por allá con algún familiar; ella se quedaba a dormir afuera, a veces en la sala de espera, para estar cerca de su hijo.
En el pasillo de esa área de especialidades, a unos pasos del cuarto de mi hija, había (ignoro si aún exista) un pequeño altar improvisado que, me contó una de las enfermeras, el familiar de un paciente pidió colocar. Una cruz y flores en la mini repisa de madera. Un lugar aislado, silencioso. Llevaba conmigo a San Agustín y sus Confesiones, pero no podía concentrarme en su lectura, el constante desfilar de familiares parados frente al altar lo impedía. Sus murmullos llegaban, y calaban en lo profundo.
Sus rostros dolientes, cansados, esperanzadores, gastados de noches de insomnio. Nos hermanaba el dolor. Allí vi a aquel conocido actor de televisión de alta figura, orando frente a ese misterio de fe por su esposa internada. Murmullos y el ir y venir incesante del personal de la institución que tanto respeto y de cuya eficacia, entrega y humanismo doy fe.
Mi hija respondió al tratamiento, no fue necesaria la radiación. Su estancia: tres semanas aproximadamente. Siguieron luego estudios especializados de rastreo y seguimiento llamados PET (Positron Emission Tomography) o tomografía por emisión de positrones, que le realizaban en Medicina Nuclear de la UNAM.
Primero cada tres meses, visita al doctor para resultados; continuar con los estudios cada seis meses, luego cada año. Y ocho años después, 2010, fue dada de alta, con la sugerencia de hacerse exámenes normales de laboratorio cada año.
Los medicamentos que ya no fue necesario usar los donamos a una noble Institución que es Casa de la Amistad para Niños con Cáncer. Gran labor humanitaria también de esa institución de asistencia privada que ayuda a los tratamientos de niños de escasos recursos con cáncer.
Hablé en su momento de la fortuna de contar en la familia con un ángel guardián, doctor en alta especialidad, primo de mi esposo, quien nos guio durante el proceso y nos encauzó hacia los especialistas de este tipo de cáncer. Hoy son tema y dolor superados, aquí está nuestra hija. Viva y disfrutando el milagro y dones de la vida.
Lo traigo nuevamente a colación para compartir un testimonio directo de lo que significa estar entre pasillos de los hospitales acudiendo a las citas y tratamientos, pero siempre acompañados por médicos que son verdaderos apóstoles de la medicina y donde nunca tuvimos contratiempo alguno en la atención.
Enfermeras con magros sueldos batallando con la vieja y destartalada cafetera que compartían en sus turnos. Amorosas y profesionales guardianas incansables. Dos etapas vividas adentro, desde sus pasillos. Alguna vez algún medicamento se agotó y hubimos de ir por él a las farmacias o distribuidoras autorizadas, en este caso Maypo. Nunca pasó de un día la espera.
Años más tarde me enteré de otros casos de personas queridas y cercanas que acuden a recibir tratamiento en esa institución. Los testimonios que tengo de manera directa coinciden: nunca tuvieron problemas para sus tratamientos. Es una institución que ha crecido a la par de demandas. Y salvo algunos tropiezos, continuaba con su loable labor.
Los problemas salvables, que se pudieron presentar a lo largo de los últimos años a causa de la saturación y aumento de demanda de atención, a partir de esta administración se han agudizado por ineficiencia, torpeza y mucho de una cruel indiferencia o menosprecio a las necesidades genuinas de atención a los enfermos.
La carencia de tratamientos para el cáncer infantil es real. Hace poco comenté que en días pasados me encontré en el aeropuerto al doctor Alejandro Macías. Un breve intercambio de palabras y una pregunta: ¿es real la carencia de medicamentos para el cáncer, doctor? “Es real. Hay que tener paciencia”, contestó.
Y la falta de medicamentos para tratar cuadros básicos es también absolutamente real. Lo sé porque he platicado con médicos e, incluso, con empleados que se desempeñan en el área de suministros de medicamentos del sector salud. Pero no aceptan dar sus nombres por temor a perder sus empleos.
Y es por la situación actual que traigo a colación mi experiencia vivida en esos periodos. Al ver el angustioso desfile de los padres y de los niños surge el recuerdo de la pequeña Marina. Lo presenciado en ese entonces me llama a cumplir con el deber ético ciudadano de dar testimonio de lo vivido en estos periodos.
Es por la niña Marina y por todos los niños que hoy están esperando sus tratamientos para el cáncer que hablo. Es un testimonio que dedico a los pequeños y a sus padres que hoy están viviendo ese dolor que se acrecienta por la insensibilidad y cruel soberbia de aquellos que están para garantizar las condiciones de salud a sus ciudadanos.
Por ellos. Por los niños con cáncer, por sus padres y por el cuerpo médico de esa y otras instituciones que plantan cara a esta situación. Por ellos y con ellos.