En 1961 The New Yorker envió a Hannah Arendt (1906-1975), filósofa nacida en Alemania de origen judío y nacionalizada estadounidense, a cubrir el juicio a Otto Adolf Eichmann, responsable de trasladar a una cantidad numerosa de judíos europeos a los campos de exterminio. Eichmann fue detenido en una operación clandestina por el servicio secreto israelí, el Mossad, en Argentina, lugar a donde se había ido a refugiar, y fue llevado a Jerusalén en donde se le formó el juicio.
Ante los ojos del mundo, y desde luego mayormente para el pueblo judío, Eichmann era –al igual que Hitler– un asesino en masa, un ente destructor capaz de matar con la naturalidad con la que sólo lo pueden hacer los engendros del mal. ¿Qué otra explicación podría haber para un genocidio de tal naturaleza? ¿Quién podría cometer tales actos de crueldad sin la locura, la maldad, el sinsentido que lleva a odiar a un pueblo? Sólo el odio, nada más que el odio personificado en Adolf Hitler y su delirante discurso nazi, incubando en los suyos ese antisemitismo. El engendro de ese mal, Hitler, ya no estaba; pero frente a ellos tenían a uno de sus discípulos: Otto Adolf Eichmann.
Dueña de una mente profunda y acuciosa intelectual de altos vuelos, estudiosa de la obra de los clásicos como Sócrates, Platón, Aristóteles, y de representantes de la filosofía política como Maquiavelo y Montesquieu, además de autora de obras como La condición Humana y El concepto del amor en San Agustín, Hannah Arendt siguió atenta el juicio.
Brillante conocedora de Kant, Martin Heidegger (de quien fuera alumna y pareja sentimental durante un periodo) y discípula de Karl Jaspers, seguidora también del pensamiento de Albert Camus, Arendt describió el escenario. En sus palabras “aquello parecía más un espectáculo o un mitin donde los testigos eran oradores que hablaban sin interrupción, rara vez contestando preguntas de los abogados”.
A decir de Arendt, Eichmann era un hombre en el que no asomaba rasgo alguno diferente al de cualquier ciudadano. Su figura, su actuar, eran los de cualquier mortal. Durante el interrogatorio, Eichmann no esgrimió razones, porque no las tenía, no como los demás esperaban. Eichmann decía haber hecho sólo un trabajo ordenado por los superiores, punto. No había mucho que explicar. En aquel hombre no había un cuestionamiento a su hacer, no existía un punto de inflexión entre el bien y el mal, sus razones se asentaban en la obediencia.
El análisis del caso por Arendt no quedó allí. Habló también sobre la complicidad de grupos de consejos judíos que, durante la persecución nazi, delataban a otros judíos a sabiendas que serían enviados a los campos de exterminio. Irritados por estos señalamientos, los judíos que enjuiciaban a Eichmann reprocharon que Arendt desviara la atención de los hechos a los que Eichmann debía responder. Pero Hannah Arendt no estaba exonerando a Eichmann de su responsabilidad, lo que ella sostenía era que cualquier ser humano común y corriente es capaz de actuar de la manera que lo hizo Eichmann.
En relación a las conclusiones que Hannah Arendt escribiera sobre el juicio, la investigadora del Colegio de México y profesora de estudios globales en The New School en Nueva York Alexandra Delano concluye: “Según la interpretación de Arendt, las conciencias estaban dormidas frente al espectáculo cotidiano. Las deserciones dentro del partido empezaron hasta que se hizo evidente que perderían la guerra, pero para Eichmann la palabra de Hitler era ley y por lo tanto su lealtad se mantuvo aun en el ocaso de Alemania. El valor que le daba a la obediencia era casi sagrado e incluso lo llevó a confesar que sería capaz de enviar a su padre a la muerte” (Hannah Arendt: cómo enfrentar la banalidad del mal).
Agrega Delano: “En Eichmann en Jerusalén, Arendt muestra las insuficiencias jurídicas y la parcialidad que caracterizaron este polémico proceso. El hecho de haberse llevado a cabo en Israel, frente a un tribunal judío y bajo la presión de miles de familias afectadas por el Holocausto, era suficiente para saber que la sentencia estaba escrita de antemano. Pero, además, hubieron otros elementos que contribuyeron a que la defensa de Eichmann resultara inútil, empezando porque sólo podía haber un abogado encargado de ésta”.
En el seguimiento de Hannah Arendt al caso, documentado en una serie de reportajes, se concluía que Eichmann respondía a un esquema nuevo de la criminalidad cometida bajo circunstancias en las que al individuo le resulta imposible saber que está obrando mal, aspectos que se dan bajo los regímenes totalitarios.
TOTALITARISMO
Sobre ello, el politólogo colombiano Eduardo Jorge Arnoleto señala en un artículo: “Para H. Arendt el totalitarismo es un modo de dominación nuevo, diferente de las antiguas formas de tiranía y despotismo. El totalitarismo moderno no se limita a destruir las capacidades políticas de los hombres; destruye también los grupos e instituciones que entretejen las relaciones privadas de los hombres, enajenándolos del mundo y de su propio yo. Los hombres se convierten así en ‘Ases de reacción intercambiables’, por obra de una dinámica combinación de ideología y terror.
“La ideología totalitaria se presenta a sí misma como una explicación certera y total del curso de la historia y del sentido de la vida. Construye una visión del mundo ficticia pero lógicamente coherente, y deriva de ella directivas de acción cuya legitimidad se fundamenta en esa misma lógica interna. Como esa lógica ideológica coactiva tiene sólo tenues contactos con la realidad, termina dejando en una oscura ambigüedad al contenido ideológico mismo, lo que genera un movimiento arbitrario y permanente de las directivas de acción, de los procedimientos y de las instituciones del régimen totalitario”.
Continúa Arnoleto: “El terror, por su parte, es el instrumento realizador del mundo ficticio de la ideología, y la confirmación de su lógica deformada. En la fase de implantación del régimen, el terror golpea a sus enemigos reales. Luego, ya implantado, golpea a sus enemigos ‘objetivos’, según la orientación político-ideológica del gobierno, aunque no tengan posibilidad alguna de obstaculizar su marcha. En su última fase golpea a víctimas elegidas completamente al azar. Se instaura así el ‘terror total’, convertido en herramienta permanente de gobierno, y en definitiva, en la esencia misma del totalitarismo… La ‘falta de estructura’, la multiplicidad de órganos y superposición de funciones no es casual ni producto de una incapacidad organizativa. Es una situación funcionalmente acorde con la imprevisibilidad, que es un rasgo de dominación del totalitarismo. Esa imprevisibilidad genera el espacio necesario para la voluntad del dictador, cabeza de todo el sistema, que hace fluctuar el centro del poder entre las diversas estructuras jerárquicas. El jefe supremo es el único depositario, el único intérprete de la ideología. Él decide quién es el próximo enemigo ‘objetivo’”, precisa.
LA BANALIZACIÓN PRESENTE EN CUALQUIER INDIVIDUO
A sesenta años del Juicio a Eichmann y de los escritos de Hannah Arendt sobre él, vale la pena acercarse al pensamiento de esta filósofa que dejó en su obra tantas reflexiones sobre las dimensiones de lo humano. Tener presente que la banalización del mal no sólo se manifiesta a través de los aparatos de poder, sino también desde el exterior, en todo lo que nos rodea.
Concluyo con lo que el escritor español Jesús Ferrero escribió hace unos años sobre las ideas de Arendt: “Los que critican a Hannah Arendt por haber catalogado a Eichmann como un individuo normal (normalidad psíquica y física que los médicos y psiquiatras judíos constataron), tienen una idea un tanto tramposa y escamoteadora de la humanidad. La zona gris, esa zona en la que ‘se extingue todo residuo de piedad hacia el otro’, según Primo Lévi, y ‘la figura humana deja de conmover’, según Robert Antelme, no es algo extraordinario que aparezca a veces en el horizonte de la aventura humana, como pensaría el mismo Lévi; muy al contrario, la zona gris es algo que está siempre ahí, más o menos camuflado… Quizá era eso lo que quería decir Hannah Arendt al enjuiciar a Eichmann: no penséis que el mal y su banalidad se ocultan en criaturas extraordinarias: el mal, hasta el mal más inmundo, se puede cobijar en la estructura física y mental de un individuo tan banal y normal como Eichmann, que se limitaba a hacer lo que le ordenaban porque ese mundo rígido, ordenado y cotidiano le daba seguridad: la seguridad de la costumbre, y si la costumbre es deportar y matar da lo mismo. Nadie mejor que los autistas saben que la repetición de un mismo movimiento da seguridad, y nadie mejor que un fumador experimenta a diario la seguridad que le da encender un cigarrillo tras otro. En esa seguridad se apoyaba Eichmann, y en esa banalidad”.