López Obrador no era el mejor candidato del 2018.
Quienes estuvieron cerca de él durante su periodo como jefe de gobierno de la ciudad, sabían que su anuncio de reducción de sueldos a la planta laboral del distrito federal siempre fue una falacia. Lo que en realidad hizo fue reducir la nómina de los trabajadores y, por fuera, mediante honorarios, pagar el complemento de su sueldo.
Incluso, en algunos casos, superaba el sueldo al ingreso anterior. Reporteros de medios que cubrían la fuente de noticias de su gobierno, contaban, con cierta jocosidad, que en sus conferencias diarias gustaba de meter carrilla contra la prensa que no le favorecía. Si alguno de los reporteros hacía una crítica a la jefatura de su gobierno, él lo exponía y sus huestes se encargaban de lanzarle vituperios, o hasta objetos, como cajas vacías de cigarros, u otros objetos menores. Era, y es, la figura que hoy vemos en Palacio Nacional. Misma táctica de echar carrilla a los otros, manipulación de la verdad, disimulo y opacidad.
Por supuesto que quienes le dimos el beneficio de la duda con el voto en 2018,estábamos conscientes de que no era el mejor candidato. Ni el menos peor, pero había ya hartazgo por los innumerables hechos violentos en el país y la escalada de inseguridad. Compartíamos la sensación de enojo hacia una clase política indiferente a las demandas ciudadanas. A esos factores, agreguemos el descontrol por el deficiente liderazgo de los partidos, enfrascados en disputas internas, contribuyendo con eso al deterioro que empezábamos a padecer. Los actores políticos, liados en mutuas e iracundas acusaciones y miserables señalamientos, ofrecían espectáculos denigrantes que terminaron por desmotivar el, de por sí, poco deseo de participación ciudadana en la vida pública del país.
Inmersos en esta vorágine de emociones, el astuto y malicioso López Obrador, hacía lo suyo: capitalizar ese hartazgo, agitar, exacerbar los ánimos. Las palabras “injusticia y corrupción” estaban en boca de todos. Eran (son), y lo sabemos, nuestro talón de Aquiles como sociedad.
Noticias sobre hechos que nos parecían lejanos a nuestro estado, ciudad o punto de residencia, nos estaban cercando. Secuestros, asesinatos, ejecuciones, cierre de negocios a causa de amenazas, inseguridad en carreteras del país, aumentaban. Estados del norte de la república, antes referentes de progreso por estar habitados por gente trabajadora, unida, capaz de producir su tierra, exportar el producto de su trabajo, empezaron a padecer los estragos de la violencia. Desapariciones forzadas, invasión de tierras, despojos de propiedades por parte del crimen organizado se daban a conocer con cierta reserva. Todo se estaba saliendo de control. Norte, sur, este, oeste, centro del país empezó a mostrar lo que por años venía padeciendo a menor escala, pero que gobiernos en turno no reportaban en su verdadera magnitud, porque eso les daba la mala imagen de no saber contener los problemas de su estado.
En la CDMX, bajo la administración de los antes perredistas, hoy morenistas, el ambulantaje crecía. Venta de drogas al menudeo. Pésimo transporte, invasión de espacios de taxis piratas, uso indiscriminado del suelo en cada delegación. Proliferación de inmuebles construidos con baja calidad de material, inseguridad. La precariedad paulatina y normalizada por el gobierno de alternancia, que usaba y usa a favor la pobreza de los demás como botín electorero y aseguramiento de su permanencia en el poder fue avanzando.
Ayotzinapan fue la gota que derramó el vaso. La débil y frívola figura presidencial de Enrique Peña Nieto, ascendido al poder acompañado de un montaje queriendo vender la imagen del PRI respetable y portador de estabilidad familiar, terminó de colapsar. La estrategia coordinada desde las bases morenistas, con temerarios operadores preparando el terreno del ascenso al poder de López Obrador, hacían lo suyo. Capital empresarial en alianza con el hoy presidente, prensa ayudándole a despejar el camino (caso de Carmen Aristegui, entre otros más) hacían lo propio. El gran quemón a Peña Nieto fue rápido: La Casa Blanca.
Enmedio de todo este descontrol de pasiones agitadas y enconos en ascenso, las guerras intestinas en cada partido se intensificaban. Piedra, tierra y fango en el ambiente político. Pocas propuestas en los debates y mutuos señalamientos y acusaciones, competencia sobre quién era peor.
En la contienda por la presidencia del 2018, la figura del joven y frío, mecanizado de Ricardo Anaya por el PAN, no prendía. Pero el arrojo de aquel joven incomodaba a algunos. Había que ensuciar su imagen para terminar de quitar fuerza al PAN quien sostenía también sus disputas internas por el control. A Ricardo Anaya lo calumniaron y consiguieron quemarlo. El ya desgastado y repudiable PRI buscó su salvavidas en la figura de un hombre reconocido por su inteligente mesura, eficacia, José Antonio Meade. Pero no se le perdonaba que contendiera por ese partido. Jaime Rodríguez “el bronco”, el ingrediente de chispa a un ambiente competitivo.
Y alejado de todos, siempre vendiendo la imagen de un luchador social combativo que no daba tregua a los oponentes, Andrés Manuel López Obrador, prometiendo saciar esta sed acumulada de justicia. Su voz nombraba a los pobres y marginados y su mirada los visibilizaba. Subía a las tribunas y arengaba con pasión nombrando los males del país. Siempre solo en escena, usando el lenguaje del pueblo y conectando con una población que había visto desfilar ante sí a candidatos que solamente aparecían en tiempos de elecciones prometiendo lo mismo de siempre, pero que una vez llegando al poder “si te vi no me acuerdo”
López Obrador, allí a la mano, cerca; palmeando espaldas, abrazando, consolando prometiendo aliviar todos los males. Una forma de hacer política que no parecía política y que nos hizo pensar a muchos que caminaría por el lado contrario a lo que criticó con tanta ferocidad. Su presencia brindaba un necesario respiro ante el agobio del olvido y el dolor de la pobreza, miseria y marginación de los más vulnerados.
A TRES AÑOS
El desengaño no tardó en llegar. El azoro y descontrol al ver que, aquel que antes hiciera plantones, denunciara fraude del 88, tenía junto a él, en su gabinete, a uno de los personajes más oscuros de la política mexicana y partícipe del fraude que el propio López Obrador denunciara, Manuel Bartlett Díaz. El otrora idealizado luchador social, cuyos gestos de rebeldía confundimos con arrojo, fue develando el rasgo distintivo de su personalidad: su protagonismo. El gran narciso, el que fustigaba los errores de los hombres en el poder, tenía ahora para si el escenario anhelado para, desde allí, por la gracia de su voluntad, dividir en buenos a los suyos, malos a los de afuera, los otros, los que no están con él o se atreven a criticarle. Empresarios como Ricardo Salinas Pliego, los Hank, y tantos más de dudosa reputación, allí, junto, cercanos o detrás de él.
Desde entonces los adjetivos se han convertido en verbo en la boca del presidente. La historia, que tiene su exigencia en los hechos que suceden, no en la interpretación a modo de cada quien, López Obrador la pretende doblegar a los caprichos de su conveniencia. Su narrativa es la que él quiere que sea. Porque sí, por su voluntad, por su soberbia, por su inmensa egolatría, por su ambición de control y de construir el nombre que quiere se plasme en una historia moldeada por él desde el poder.
Desde su púlpito mañanero se dedica a hablar a su base, a mantener los enconos hacia todos los que señala como enemigos. El poder como amago para acusar a quien sea necesario. Su verdad como dogma y la fe ciega de sus seguidores lo sostienen. No importa que se demuestren y exhiban sus constantes contradicciones. No importa que haya a la mano pruebas de cómo prometió hacer lo contrario a los que estuvieron antes de él en el poder; él hace lo mismo, y de manera más limitada intelectualmente hablando. A rajatabla. A golpes de mentiras. Ya sin pudor ni ocultamiento ha quedado claro el rostro de un hombre resentido, intolerante; pero ignorante de su propio resentimiento y de sus limitaciones. El hombre que se convenció de luchar por la justicia se ha desdibujado ya. Hoy como presidente no tiene voluntad, ni capacidad de escuchar ninguna voz que contradiga sus absolutos. En él no hay separación entre el hombre y el político. Son uno mismo. Mienten día a día y niega hacerlo. Su personalidad manipuladora y de constante victimismo, incapaz de reconocer que se equivoca, están allí. Su sempiterna actitud divisoria, su talante verdadero galopa sin control.
El inaceptable cobijo a los suyos que han cometido actos de corrupción, es indignante. Hay reclamos al respecto; pero no escucha. No le interesa hacerlo. Tiene prisa por consolidar su control total. Violencia en aumento. Casi 90 candidatos del país, de diversos partidos, atacados; unos heridos y otros asesinados frente a testigos y a la luz del día. Todos estos hechos, minimizados por un presidente que antes fustigó en los otros cada acción, o no acción. No le interesa escuchar nada que no esté dentro de su realidad alterna y alterada. Insensibilidad e indiferencia ante una realidad que él niega.
A casi tres años de su gobierno, no solamente hay pobres resultados, sino retrocesos serios en todos los rubros. Preocupa, y con razón, el desmantelamiento de instituciones y organismos que le estorban a él para transitar a la ya clara dictadura que pretende instalar.
Hoy, en el umbral de las próximas elecciones de este domingo 6 de junio, hay un ambiente de malestar e incertidumbre. Los incondicionales del obradorismo y de Morena critican con su acostumbrada virulencia la hoy necesaria coalición entre PRI, PAN, PRD; pero ellos no responden cuando se les cuestiona la alianza de partidos con la que el presidente llegó al poder y con los que hoy camina de la mano para estas elecciones. Ese amasijo confuso y maloliente de partidos nada respetables, son parte de su alianza; pero ellos nada dicen de eso. Callan, ante el cobijo que dan a uno de los partidos más corruptos y, sabemos, tan esquizofrénico como amoral, el PVEM.
Opacidad en todo, permanecen. Cobijo desde el poder a los responsables de una de las tragedias más grandes del transporte público de la ciudad, que él sabe bien están en primera línea de su gabinete. Figuras probadamente corruptas arropadas allí en el centro del poder. Aumento de pobreza que los paliativos de dádivas no solucionan, inseguridad y violencia crecen también. Y para los amigos justicia y gracia, para los enemigos la ley a secas.
El escenario electoral frente a nosotros es difícil. Pero este 6 de junio tenemos la oportunidad de poner contención al desmedido control que el presidente pretende consolidar. Nunca como ahora es fundamental la presencia ciudadana y dar el voto a la alianza de los partidos de oposición. Entender la necesidad y urgencia de ese contrapeso en las cámaras, es importante para recuperar la salud de un país cuyo pretendido remedio aplicado por el presidente y su partido, es peor . Muchísimo peor que la enfermedad.