Disney es perverso. En los últimos años, la compañía del ratón ha acumulado poder como ninguna otra en el mundo: como si la base de Disney Studios fuese poco, además controla los derechos de gigantes como Star Wars o Marvel, así como decenas de canales de noticias y deportes en EE. UU. y otras partes del mundo.
Tanto poder en una sola compañía que produce contenido dirigido principalmente a niñxs y jóvenes es cuando menos preocupante. No se trata de un plan para dominar el mundo, a los objetivos empresariales les queda pequeña la política: se trata de la monopolización del entretenimiento, de la revitalización de la hegemonía y lo que sea que venga con eso.
Por decir algo, hace unos días comencé a ver The Mandalorian. La producción más gringa que he visto de Star Wars desde el -horrendo- especial de navidad de 1978; esto porque, en esencia, se trata de un western espacial… lo que quiere decir que, incluso en otras galaxias, la única forma de contar y entender al mundo es la americana.
La realidad es que The Mandalorian toma tantos recursos de series y películas de este tipo que la trama y los personajes pueden volverse predecibles. Pero, ¿qué significa un western para alguien que no sabe qué fue el salvaje oeste? Valdría la pena preguntarse cuál es la experiencia de alguien con menos influencia de lo americano.
El poder de Disney no sólo se expresa mediante la producción de su contenido, sino mediante la distribución y reproducción del mismo; la plataforma Disney+ llegó para cambiar las reglas del juego en Hollywood.
A finales de julio, después del estreno de su última película, Viuda Negra, Scarlett Johansson, una de las actrices mejor pagadas del mundo, decidió emprender acción legal en contra de Disney por incumplimiento del contrato.
El acuerdo original establecía que la cinta sería exhibida únicamente en cines durante el periodo de estreno, y Johansson obtendría un porcentaje de las ganancias de la taquilla, calculado en unos 50 millones de dólares, nada más.
Sin embargo, el ratón cambió el plan en el último momento, estrenando sólo una semana después en su plataforma digital Disney+, perjudicando a miles de personas que dependían de la taquilla, y embolsándose 60 MDD en membresías premier.
Ahora, una de las actrices más famosas de la época se encuentra peleando por “hacer valer su derecho como empresaria” y el castigo por eso es que la compañía ha cancelado todo proyecto a futuro con ella; como seguro lo hará con el siguiente que no se deje.
Este astuto movimiento manda un claro mensaje: Disney es más fuerte que nunca, y no tiene miedo a jugarle sucio a nadie. Con su plataforma de streaming, Disney puede controlar cada paso del proceso de todas sus películas, series, cortos, documentales o shows.
Esta visión fue especialmente clara a finales del año pasado, que la junta ejecutiva de la compañía decidió concentrar su rama de medios y entretenimiento alrededor de una sola prioridad, Disney+. No es para menos, puesto que sólo en 2020 consiguió 60 millones de suscriptores, más los de 2021.
La plataforma de streaming ha demostrado ir a la cabeza en la competencia por el control de cómo se consume, monopolizando cada vez más la producción, distribución, publicidad y reproducción de una buena parte del contenido de moda en el mundo occidental.
Es en sus narrativas que estamos encontrando el esparcimiento y la satisfacción de nuestras necesidades emocionales, siempre al alcance de la mano. ¿Por qué es esto preocupante si el baby Yoda es tan tierno e inofensivo? Porque ningún monopolio ni ninguna hegemonía son buenos para la libertad, mucho menos cuando se trata de consumo cultural y entretenimiento para niñxs.
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