Cuando se formaron las primeras sociedades científicas en el mundo, los académicos notaron que era necesario plasmar sus estudios para dejar constancia de su trabajo, y para que este pudiera quedar documentado, a fin de que sirviera como el escalón sobre el que otros investigadores se apoyaran para continuar ascendiendo en la construcción del conocimiento. Estos artículos, que se presentaban para escrutinio en las sesiones de las sociedades científicas, luego comenzaron a agruparse en volúmenes de memorias, como los Philosophical Transactions de la Sociedad Real (The Royal Society), o las Memorias de la Sociedad Científica Antonio Alzate, una de las primeras del continente americano.
Esta práctica, a todas luces buena para el avance de la ciencia, derivó muy pronto en un gran negocio para algunas editoriales, que rápidamente instauraron las revistas de ciencia. Algunas sin lugar a duda serias y muy respetadas por sus estrictas reglas de selección y análisis de los trabajos presentados que, como Nature o Science, han logrado mantener sus altos estándares de calidad a pesar de las crecientes presiones comerciales, acentuadas en las últimas décadas; no obstante, cuando instituciones y gobiernos comenzaron a imponerle a sus académicos la obligación de publicar para conservar sus empleos se originó un gran problema, al estimular el surgimiento de un sinnúmero de revistas “científicas”, cuyo rigor deja mucho que desear.
Estas revistas, conocidas en el medio académico como depredadoras, acaparan cada día la atención de más investigadores, al punto de que algunas, como el International Journal of Environmental Research and Public Health, llegó a publicar hasta 17 mil reportes científicos en 2022, lo que representa unas doce veces más respecto de los que aparecieron en sus números del 2016.
En este caso —como sucede casi en cualquier otro ámbito— el surgimiento de estas revistas depredadoras de la ciencia sólo es el síntoma de la enfermedad que ataca a la investigación científica, misma que se ha desarrollado desde adentro de las instituciones de educación superior y de investigación públicas, y que en algunos países, México entre ellos, ha traspasado sus muros para convertirse en un aparentemente buen indicador nacional de medición de la calidad de los académicos: el número de publicaciones que realizan al año. Indicadores como este terminan convirtiéndose en la meta de todos aquellos investigadores que buscan ascender en el escalafón de sus instituciones, o mantener sus empleos.
Programas como el anterior Sistema Nacional de Investigadores promovieron durante décadas el ingreso, la permanencia y la promoción entre sus distintos niveles de aquellos científicos que publicaran más artículos, y con ello terminaron distorsionando los criterios de empleabilidad y mejoras salariales en gran parte de las instituciones académicas del país. Por supuesto, México no es el único país que se dejó llevar por este indicador perverso. En otras naciones se han descubierto casos de investigadores que aparecen como coautores en decenas y hasta más de una centena de artículos al año, lo que, a excepción de los genios, resulta imposible de realizar, pues significa que los involucrados estarían publicando en promedio más de un artículo cada día hábil o, lo que resulta más creíble, dichos estudios carecieron del rigor metodológico que define a la actividad científica.
Adicionalmente, la tendencia de muchos países —el nuestro incluido— por emitir leyes de acceso abierto, supuestamente para con ello garantizar el derecho humano al acceso al conocimiento científico, ha traído como consecuencia que las editoriales cambien su modelo de negocio para ahora cobrarle a los autores por la publicación de sus trabajos, en lugar de hacerlo con los interesados en su lectura, como era antes. Esto ha causado una corrupción del sistema, pues ha terminado por relajar los mecanismos de revisión de las revistas depredadoras: entre más artículos acepten, más dinero ganan. De esta forma, la consigna de publicar o perecer parece estar conduciendo a la ciencia hacia uno de sus peores momentos.
Lo anterior, dicho sin aberraciones.