[Tanto en la Cineteca Nacional ubicada en Ciudad de México como dentro del catálogo de una reconocida plataforma de streaming, el documental La memoria infinita ha sido estrenado en días recientes. Dicho filme exhibe los últimos años de vida del comunicador chileno Augusto Góngora quien fue aquejado por los perturbadores síntomas propios del Alzheimer. A nuestros lectores de lalupa.mx les presentamos este texto del periodista Mario Bravo Soria, desde el cual nos invita a conocer tal cinta nominada a los Premios Goya en su edición 2024, la cual figura dentro de la categoría Mejor película Iberoamericana…]
I
¿Somos el cuerpo que se mantiene vivo este día o somos el recuento, el recuerdo y la suma de nuestros ayeres en este mundo?
¿Soy aquello que te relato acerca de mi vida al escribirte un correo electrónico, durante una charla telefónica o en la calma que habita mientras bebemos café? ¿Soy lo que digo, lo que hago y lo que he hecho?
¿El espejo me da certezas sobre mi identidad? Acaso, si pierdo mi memoria, ¿olvidaré entonces que, al otro lado de ese reflejo, alguien lleva mi nombre a cuestas?
¿Soy ese amasijo que mi cerebro retiene a manera de evocaciones?
¿Poseo certezas de mí porque sé quién soy a tu lado?
II
Al mirar La memoria infinita (2023), película dirigida por Maite Alberdi (Santiago de Chile, 1983), uno sospecha que el amor es el único elemento capaz de fungir como cuerda y linterna para acompañarnos, a hombres y mujeres, en el irremediable descenso que hacemos en algún momento de nuestras vidas hacia infiernos como la enfermedad, el olvido, la soledad, el miedo, la desolación, la tristeza y la muerte.
El estupendo documental de la también creadora de cintas memorables como El agente topo (2020) y La Once (2014), nos sitúa frente al proceso de enfermedad del periodista Augusto Góngora (1952-2023) quien, desde el año 2014, se enfrentó ante un diagnóstico y los síntomas propios del penoso Alzheimer. Ese padecimiento trajo consigo distintas etapas de vulnerabilidad y desolación, pero también de cariño, acompañamiento, lealtad y lucha, todo ello protagonizado por el propio Augusto Góngora y quien fue su compañera desde finales de la década de los noventa del siglo XX, la actriz Paulina Urrutia (Santiago de Chile, 1969).
Seguramente La memoria infinita resulta un filme tan intenso, bello y emocionalmente fecundo porque nos permite, nada más ni nada menos, que hurgar en cruciales postales de la vida de un hombre. En ellas, allí, dentro de esos hilos de existencia que se resiste a ser vencida por la Muerte, el espectador puede mirar los desesperados intentos de una pareja por recoger los recuerdos que, casi irremediablemente, se caen al suelo y así fragmentan la psique, la biografía y la identidad del entrañable Augusto Góngora.
III
A veces, pareciera que nuestro estar en el mundo es tan sencillo: luchamos, de una manera u otra, por no olvidar ni olvidarnos. Si la desmemoria gana, entonces, nos convertiremos en seres provenientes de otro planeta… descubriendo todo por vez primera… atónitos ante la eterna novedad que representa el día y la noche, tal como debieron sentirse esa primera mujer y aquel primer hombre en la Tierra cuando ocurrió un inédito anochecer y, horas más tarde, la vida se iluminó nuevamente tras la salida del Sol.
Y así andamos, entre recuerdos y olvidos… sorprendidos como recién nacidos ante los colores del mundo, aunque con la experiencia de quien mucho sabe ya sobre penas y pérdidas. La poetisa Alejandra Pizarnik (1936-1972) algo sabía acerca de estos temas cuando escribió las siguientes líneas:
Memoria iluminada, galería donde vaga la sombra de lo que espero.
No es verdad que vendrá. No es verdad que no vendrá.
IV
La memoria puede ser tan frágil como una hormiguita atravesando la más feroz tormenta. En ocasiones eso, la memoria, es el fuego que debemos cuidar para que nunca se extinga; pero, en otros casos, por sí misma se fisura como un queso gruyere y entonces varios conductos brotan de nuestros aparentemente sólidos recuerdos: olvidamos, deformamos, mezclamos y reescribimos el pasado (no siempre de manera grata).
La situación se complica enormemente si se cuenta con un diagnóstico de Alzheimer, pues allí un olvido ordinario generará una imparable ansiedad o una frustración incesante. Eso lo miramos con ternura y empatía en el caso de Augusto Góngora durante su férreo acto indagatorio implementado para descubrir quién es aquel hombre que le mira en el espejo situado arriba del lavamanos o frente a esa amnesia lacerante desde la cual no reconoce el rostro ni la identidad de su amada mujer.
En La memoria infinita, uno de los aspectos más lastimosos para el espectador es cuando la cámara de cine capta a Augusto con actitud de preocupación y aflicción a causa de los estragos que en él provocan los desaciertos de su memoria. Aunque, casi a manera de antídoto contra el desaliento, en la cinta inmediatamente el amor de Paulina vuelve a poner en pie, escombro sobre escombro y piedra sobre piedra, al edificio que alberga la frágil psique de su compañero, como si él mismo fuese una casa derruida por el devastador soplido de la incertidumbre y ella, con prodigiosa velocidad para burlar al tiempo, a la enfermedad y a la puntual Muerte, echara mano de una tierna y dulce arquitectura de los cuidados.
V
He mirado varias veces el filme de Maite Alberdi y, mientras escribo este texto, decido telefonear al periodista cultural y poeta Víctor Roura. Él es uno de los pocos sabios de la tribu que aún tenemos en estos vericuetos humanos. Le pregunto sobre la importancia de los recuerdos para un hombre como él, próximo a cumplir siete décadas de vida.
Roura responde:
—Un recuerdo es una configuración de conexiones almacenada entre las neuronas del cerebro, precisa el periodista estadounidense Joshua Foer, mas su cuestionamiento básico que disgrega a lo largo de su libro sobre el asunto, editado en 2009, consiste en tratar de averiguar por qué recordamos algunas cosas y dejamos en el olvido otras, acaso de igual modo relevantes. De ahí que el psicólogo, también norteamericano, Daniel Schacter haya denominado al olvido como la contraparte de la memoria, el olvido tan temido por el humano, cuyo rebuscamiento el querido Borges ya había desentrañado en su cuento “Funes el memorioso” donde afirma que es precisamente el olvidar, no el recordar, “la esencia de lo que nos hace humanos”.
“Lo cierto es que uno y otro los desarrollamos a lo largo de nuestra existencia: los recuerdos nos aprisionan mientras los olvidos nos liberan. Recordar es vivir, dice el adagio; olvidar es morir lentamente. Los recuerdos uno los construye acaso para olvidarlos en el futuro, porque la vida es inasible, a diferencia de los recuerdos”.
VI
El espectador de La memoria infinita funge como fiel testigo de los desesperados intentos hechos por Paulina Urrutia para reconstruir, diariamente, la identidad de su compañero.
La memoria se le cae al suelo… hecha trizas… desbalagándosele a Augusto.
Él intenta rehacerla, reacomodarla, remendarla… pero en muchos casos eso es casi imposible. Requiere apoyo y allí miramos a Paulina al recoger los recuerdos, unirlos y situarlos al alcance, otra vez, del hombre que sin freno camina hacia el borramiento de su pasado.
A lo largo de los 84 minutos de duración de este extraordinario documental chileno, uno puede observar a Urrutia quien, con lo que queda en ella tanto de paciencia como de fuerzas, cura las alas rotas de un colibrí extraviado y sin hoja de ruta para retornar a casa.
Nadie se salva solo.
No imagino al hombre primitivo sin una caricia de su compañera, aterrorizado, después de estar debajo —por vez primera— de la lluvia con relámpagos y truenos. Cuidar al otro, a la otra, significa así uno de los escalafones más altos de la humanidad: procuro tu bienestar porque eso garantiza que tú y yo nos mantengamos con vida durante el parpadeo que es nuestra presencia en el mundo.
Cuidamos del prójimo y, no siempre de la mejor manera, de nosotros mismos; pero sobre todo procuramos el bien del ser amado porque entre el caos urbano, la política, el clima frío y el ascenso de la ultraderecha, alcanzamos a comprender que la vida —tuya o mía— es tan débil como un pabilo en medio de la noche.
VII
Con el transcurrir de los años, irremediablemente, hombres y mujeres perdemos la capacidad de asombrarnos.
En la adultez pocas cosas ocurren ya primera ocasión, contrario de lo que en la niñez nos sucede, pues en ella todo el mundo resulta una revelación ante los ojos de la infancia. Es peculiar que, en los casos de adultos mayores con diagnósticos de Alzheimer, una constante sea cierto retorno hacia comportamientos y procesos cognitivos propios de los iniciales años de vida de un ser humano. Eso mismo le ocurrió al entrañable Augusto Góngora: el olvido es una forma de infancia, quizás.
Nuevamente recurro a Víctor Roura para preguntarle lo siguiente: ¿Cuánto afecta a un ser humano el hecho de caer presa de una serie de olvidos?
—Cuando a mi adorada madre le detectaron el síndrome del olvido empezó a tener una regresión en su vida: de persona mayor a adulta a joven a adolescente a niña a recién nacida, a no saber quién era ni quién estaba con ella, a desconocer a todos incluyéndose ella misma. La veía mirándose las manos como preguntándose qué eran, tal como hacen los bebés cuando comienzan a conocerse. El olvido, la vida que uno no ha vivido o que ha vivido sin reconocerla, un pasado que anula su futuro, una vida que fue, que ya no es, que no ha sido: el que padece de Alzheimer no sabe de su padecimiento, de manera que el enfermo, sin saber de sí, sólo se va difuminando de a poco.
“La angustia o el problema de la enfermedad es de quienes contemplan al enfermo, que no sabe qué está ocurriendo en su entorno: la enfermedad del Alzheimer no es de quien la padece, sino de quienes están junto a la persona que quieren, que miran cómo, entonces, los recuerdos se hacen añicos. Para mi madre escribí un libro donde contaba los recuerdos que ella a su vez me contaba a mí, pero cuando le entregué el libro acabado de salir de la imprenta, sólo lo miró sin saber qué era y me dijo, segura de sí: “Ya lo leí”. Quizás era esa la confirmación de la muerte de sus recuerdos o el nacimiento del olvido. No sé”.
VIII
Mi padre, así como el propio Augusto Góngora, comienza a extraviar los recuerdos.
Confunde fechas, eventos y nombres. Inventa otra vida distinta a la suya y con ello borda, entre la verdad y la falsedad, una bufanda que le arropa en la vejez.
Hoy narra sus días en una temporalidad casi ficcional. Las evocaciones se le traspapelan y mezcla verdades con inventos, muertes aún no ocurridas con despedidas atroces que, afortunadamente, ha olvidado. Trozos de realidad no palpable, no escenificada ni reconocida por este mundo. Ese relato habita solamente en su cabeza.
En el caso de Góngora o de mi padre, algo llama mucho mi atención: ese extravío de recuerdos no es absoluto, sino parcial y selectivo. Mi padre ha olvidado la fecha en que contrajo matrimonio o cuáles son los nombres de quienes fueron sus amigos en la juventud; pero recuerda los nombres de sus hijos o el lugar en donde conoció a mi madre y los domingos de su niñez cuando miraba —junto a sus hermanos y mi abuela— dos o tres películas en un cine de permanencia voluntaria.
IX
La querida Rossana Cassigoli, en su libro Morada y Memoria. Antropología y poética del habitar humano (2011), nos dice: La memoria no es recuerdo sistemático de hechos, sino historicidad cotidiana. Una memoria que es praxis no se limita al pasado. Su trabajo no es <<cultivar la recordación>> sino habitar el pasado aquí, en la responsabilidad presente.
Augusto Góngora parecía dar la batalla por algo simple y sencillo, pero heroico: habitar el presente de la manera más digna. La tensión entre recuerdo y olvido, creo, halla su principal motivo de existencia en la urgencia de quien desea estar en el hoy sin dejar en el camino a los hechos del pasado.
El tiempo fidedigno de este día, sin trucos ni mentiras, es lo que se encuentra en la disputa entre evocar o borrar el pasado en el presente. Estar aquí y ahora, no ayer ni mañana: hoy.
El poeta persa Omar Khayyam (1048-1131) lo expresó así, bellamente, hace poco menos de mil años:
Olvida el día que te abandona.
No te inquiete el de mañana que aún no ha venido.
Desdeña lo que ha sido y lo que habrá de ser.
Vive tu instante y no arrojes al viento tu vida.
X
“Mientras estemos aquí hay que jugar, estar con los amigos y conversar… ¡Todas esas cosas!”, enfatiza Augusto Góngora mientras conversa con Paulina acerca de lo que para él significa la vida. En otro conmovedor fragmento de La Memoria Infinita, él sufre un episodio de ansiedad al creer que los libros de su biblioteca le serán arrebatados. Casi abatido por el cansancio psíquico y físico, Augusto llora frente a su amada y le advierte: “Todo lo que yo tengo son mis libros. Para mí, ¡los libros soy yo y los amigos!”
No tengo la menor duda de que los secretos de la vida y del universo se hallan dentro de las páginas de un libro de Borges. Por ello siento empatía con el temor de quien sufre por un posible extravío de su biblioteca. Los vestigios del futuro podemos encontrarlos en esos amados libros que Augusto Góngora atesoró, tal como lo señala el genial Luis Alberto Spinetta en una de sus canciones más hermosas:
El vino entibia sueños al jadear
desde su boca de verdeado dulzor.
Y entre los libros de la buena memoria
se queda oyendo como un ciego frente al mar.
Mi voz le llegará
mi boca también.
Tal vez le confiaré
que eras el vestigio del futuro.
XI
En 1997, Augusto Góngora escribió una dedicatoria a Paulina Urrutia en el libro intitulado Chile. La memoria prohibida, de la autoría del propio periodista. Allí, cariñosamente dijo: “Aquí hay dolor. Está denunciado el espanto, pero también hay mucha nobleza. La memoria sigue prohibida, pero este libro es porfiado. Los que tienen memoria, tienen coraje y son sembradores como tú, que sabes de la memoria y eres sembradora”.
Al finalizar de mirar el documental realizado por Maite Alberdi, quedo con la sensación de aproximarme, poco a poquito, a saber qué significa la vida y por qué insistimos en permanecer aquí, a pesar de tanta estupidez, maldad, sufrimiento y cinismo que impera en nuestros días. Por si acaso y porque uno insiste en aprender de quienes le antecedieron en su llegada al mundo, escribo un correo electrónico a Roura y le pregunto por el sentido de la existencia humana para quien, así como es su caso, está a poco tiempo de cumplir 70 años de edad.
Él responde a las pocas horas y comparte su definición sobre la vida:
—Recuerdos y olvidos, recuerdos placenteros o frustrados, olvidos merecidos e innecesarios, recuerdos amargos o improductivos, olvidos fútiles o sagrados. La vida se va quedando entre los recuerdos y los olvidos. En esta vida, y uno lo sabe a ciencia cierta entrando en el ocaso de ella, lo de menos es la nobleza, porque lo de más es la ambición por estar encima de todos los otros. Facundo Cabral decía que tenía buena educación, pero fue interrumpida cuando entró al colegio, donde las materias de la dignidad, el civismo o la ética fueron anuladas.
“La vida es apenas un suspiro de ella. Y cuando la vas entendiendo, también te percatas de que ya va siendo hora de que te retires de ella, lo que la hace, por sí misma, compleja, inextricable, sin duda inexorable, sin duda bella y paradójica al darte cuenta de que el único asidero de la vida es la vida misma. Decía Alberto Cortez que su madre no tuvo tiempo de ser absorbida por la inteligencia porque la distraía la felicidad.
“La vida quizás es eso: una distracción, una emoción, un suspiro, una mirada, o como dice Silvio Rodríguez en una canción suya, la vida final de un adiós, la vida goteando de un seno, la vida secreta de un Dios, la vida en exceso, la vida de un beso, la de un libro abierto. La vida es sólo un instante que extendemos sin tener la claridad de ese hecho. La vida es sueño, apuntó Calderón de la Barca, y le asistía la razón. Tal vez”.
XII
Quizás seamos invencibles y eternos mientras alguien nos nombre y evoque en su memoria.
Confiemos en que sea verdad lo dicho por John Berger en su hermoso libro De A para X. Una historia en cartas (2008), en el cual lúcidamente asegura: “Lo efímero no es lo contrario de lo eterno. Lo opuesto de lo eterno es el olvido”.
¡Qué hermoso texto el de Mario Bravo!, indudablemente habrá que ver “La memoria infinita” que tantas reflexiones produjo en el autor. Agradezco el contagio.
Excelente Mario, gran análisis literario artístico poético, más allá de lo médico
Es una joya ese documental, Patricia.
Muchas gracias por tu lectura.
Saludos.
Enrique, mil gracias por el tiempo que le dedicaste a la lectura del texto.
Sí, una enorme virtud de “La memoria infinita” es darnos esa mirada bella, ética y amorosa en medio del naufragio que es un padecimiento como el Alzheimer.
Valoro mucho tus palabras.
Saludos afectuosos.