Ya entendía la importancia de los finales: en ellos una cosa terminaba para que otra pudiera comenzar, ya sabía leer el reloj… y el año próximo estaría en cuarto grado de primaria… ¡Ya era mayor!
Ella estaba segura de que hoy tendría que comenzar algo extraordinario, ¡para algo era la última noche del año! Podría ser que alguien le regalara unas botas blancas de amazona nomás porque la quería, o ¡un caballo negro!, o siquiera un perro pastor… ¿Pero, cómo llegaría?, ¿a qué hora?
Andaba así, con la sensación de que en cualquier momento aparecería su sorpresa. Su abuela dijo:
–Veme pelando los tejocotes mi’jita.
–Sí, abuelita –mientras, su hermanito se echaba tierra en la cabeza: “qué niñito ¡tonto!” –pensó.
–¿Le muevo al ponche?
–Sssí, pero… ¡no te vayas a quemar!
–¡No, cómo crees!
Cuando trepó al banquito para alcanzar la ollota, escuchó un “toc-toc” en el portón y pensó que estaba llegando aquello desconocido que esperaba.
–¡Yo abro abuelita! –gritó. Bajó del banco y corrió con la emoción al trote y los ojos grandes. ¿Qué tal si fuera un camión con caballos?… ¿O primero llegaría la alfalfa?
–Buenas tardes, niña.
–Buenas tardes, doña Pifania.
–Dile a tu abuela si va a querer quesos.
–’Péreme tantito –dijo, y al tiempo volvió con cinco pesos para dos quesos envueltos en hoja de maíz.
–’Ta bueno niña –dijo la mujer contando las monedas– y ¡Feliz año!
–Feliz año, doña Pifania –susurró defraudada.
Para la merienda hubo chocolate caliente y tamales… hacía rato que se había puesto el sol, pero ella, terca, seguía esperando su sorpresa. ¿Vendrían los primos de Monterrey con regalos?
Cuando llegó la hora de que su mamá la llevara a ella y a su hermanito a dormir a las colchonetas no dijo nada, se hizo la dormida hasta que notó que los adultos ya los habían olvidado, entonces saltó de su lugar y movió a su hermano: –¡Pst! Párate, hay que… ¡Pst!… ¡Chin, está bien dormido!
Miró al reloj: eran las nueve de la noche. Calculó que tendría que descansar mientras no dieran las doce, pero la cortina de muselina bordada –la abuela todo lo bordaba– dejaba entrar demasiada luz amarilla del farol de la calle.
–Esa es una luz triste –pensó y entornó los ojos deslumbrada.
El frío de Toluca, cierta magia nocturna y el haz amarillento que llegaba a su cara en una espiral con mil polvitos la envolvieron, tanto que ella misma se sintió polvitos y así, ligera, aceptó montar a la tortuga dorada que se le acercó, le guiñó un ojo y la invitó a la aventura de su vida: encontrar su nombre oculto, el verdadero; pues sólo sabiéndolo –le explicó la tortuga– recibiría su presente de fin de año.
De común acuerdo, se fueron las dos veloces a lo más hondo del cielo guiadas por la luz, por la luz amarilla, por la cómplice luz…
De repente, la viejísima tortuga –más vieja que su abuela con su millón de arrugas alrededor de los ojos– perdió el equilibrio a causa de un sonido fuerte de campana y huyó despavorida, con lo que ella cayó al vacío; afortunadamente, abrió los ojos a tiempo y tomó aire… Miró alrededor: las colchonetas, la cortina, el reloj, en el que ya eran algo pasadas las doce: todos dormían… ¡pero no el sonido!… El sonido que hizo huir a su cabalgadura aún se escuchaba: venía de la calle, de la calle muy fría. Alguien daba con un palo contra el poste de luz: doce palazos y un silencio… doce palazos más y un silencio, palazos… silencio.
Tenía que ser alguien muy solo. ¡Un niño! Imaginó a un niño como ella, pero no tan “como ella”; él estaba afuera, celebrando el año nuevo solo, pobre, triste como la luz amarilla. ¡Tenía que asomarse y verlo!, hacerle una señal, ¡hablarle!… Brincó veloz a su hermano e intentó saltar a su abuelita, pero esta dio un manotazo sin parar de roncar. Aguantó la respiración, ¡no debía llorar!
Lo intentó de nuevo, su abuela volvió a “gruñi-roncar” y movió los brazos como si se sacudiera un espanto; la niña “grande” tuvo que esconder la cara en la almohada para no ser descubierta.
Otros doce palazos, silencio… nuevos palazos, silencio… silencio… silencio…
Su amigo no la esperó, ni siquiera supo de ella, se había ido con todo y su sombra larga… Ahora sí le brotaron lágrimas: en lugar de un potrillo negro con un lucero en la frente, con el año nuevo le había llegado un sentimiento chato y descolorido: “Nostalgia”, supo años después que se llamaba.