Autoría de 5:02 pm #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito

¿El manco le ha ordenado deponer las armas? – Víctor Roura

Durante la Revolución Mexicana, una Adelita se acerca al general Villa.

      —Que dicen que el manco le ha ordenado deponer las armas, ¿será? —le susurra, mirando con intensidad sus bigotes (los de Villa, no los de ella, que también los tiene; finos, no tan incordiales como los de Frida Kahlo).

      Villa la mira de arriba abajo.

      —¿El de Lepanto o el de Celaya? —le pregunta, irónicamente culto, tomando con sus manos una larga trenza de la muchacha, que se sonroja.

      —Deje usted ái, que no voy a ser parte de su harén, general, que viejas le han de sobrar reteharto…

      —Pero usted es diferente, cachorra… —dice Villa, subiendo su mano hasta el hombro desnudo de la joven, que, con delicadeza, quita el dedo del duranguense para, de paso, darle un pequeño pellizco, que hace exclamar al revolucionario—: ¡Uuuch! —y dar un brinquillo de conmoción.

      —No sé de qué me habla, que yo soy directa —dice la Adelita.

      Villa no reacciona.

      —¿Quién es el manco de Lepanto, pues? —pregunta la muchacha, viendo el desconcierto del general para volverlo a poner en la tierra—, ¿es otro desgraciado en otra batalla?

      —Escribió El Quijote, que si fuera mexicano estaría con los Centauros —dice Villa—, muchacha inleída, seguramente linda analfabeta. Pero me cae usted bien por su tosca desilustración.

      La muchacha se encorajina.

      —¡Ay, Teo, mira quién lo dice! ¡Un forajido que apenas sabe cómo poner las letras de su falso nombre! —se ríe la Adelita ante la mirada escrutadora del general.

      —¿Me llama Teo por Doroteo? ¿Y de dónde la confiancita, abusadora de cercanías? —le pregunta Villa, luego de lo cual da la vuelta para empezar a retirarse, pero la mano de la muchacha lo detiene, bruscamente.

      —¿A poco me va a dejar con la palabra en la boca? —lo confronta.

      —Que ya nada tengo que decir, mujer de indecisos laureles —contesta Villa, apresurando el paso, pero ella no lo deja avanzar—. No me provoques —de pronto la tutea, próximo a la alteración definitiva—, que al primer hornillo se me cuecen las habas.

      —Que cocidas ya las quisiera ver —responde la Adelita—. ¿Es cierto entonces lo del manco: va usted a dejar las armas por recomendación del leído Obregón?

      —Necesito una buena esposa para no contrariarme la vida —dice Villa, tratando de seguir su camino, esquivando la interrogante.

      —¿Otra? ¿Una más? ¿Pos cuántas quiere usted? ¿Cuarenta? ¿Medio centenar? ¿No se fatiga en las alcobas? ¿Quiere usted proseguir su carrera de galán jolivudense?

      Villa la vuelve a mirar con reconcomio incrédulo.

      —Mira, adelantada feminista —ya olvidado de su cortesía deja atrás para siempre el trato de usted—, que el buen hombre debe reposar en el cuerpo femenino cuantas veces le sea necesario. Y la mujer a callar, que en silencio se aprecian mejor sus cualidades. Y si el de Lepanto o el de Celaya me piden que guarde la paz y a cambio me ofrecen inmunidad, yo a casa me retiro complacido.

      La muchacha lo observa, dudosa.

      —¡Hasta el lenguaje le va cambiando, general! Yo me lo creía más disperso. Seguramente muchos novelistas tratarán de novelizar su vida, y algunos holgazanes periodistas intentarán crear ingeniosos diálogos con sus ocurrencias. Y usted, que de libros no sabe ni pío, aparecerá incluso como ilustrado. Ja. La risa se me brota con naturalidad. Y ya casi leo, porque yo sí puedo leer con soltura, el artículo donde lo mencionan a usted mencionando a su vez a ese manco de Lepanto, que dice usted sí existe…

      —¡Por favor, ningún periodista pondrá en ningún texto suyo esa salvajada de que yo menciono al autor del Quijote! —grita Villa, un poco exaltado.

      —Pero si así comenzamos nuestro diálogo, mi general, no me diga que le empiezan a fallar las neuronitas…

[Gulp.

      [—¡Un momento —intervengo, sonrojándome con lentitud—, que de mí no van a hacer escarnio!

      [Pero Villa me ignora, y la Adelita me mira con desdén.

      [—Usted no tiene por qué entrometerse —me dice, brava—. Si no sabe cómo resolver su torpeza literaria tampoco tiene derecho a cortar mis ilusiones, snif… —y una lágrima se escapa de su ojo derecho.

      [—Bueno —digo, avergonzado—, cualquiera se desquiciaría si ponen en duda sus conocimientos. ¡Y a mí nadie me va a tratar como un inútil, mucho menos en un relato mío! —casi me oigo gritar, mirando a la Adelita con ojos de fuego—. ¡Miren que venir a cuestionarme en mi propio texto!

      [—No se haga al majareta —dice Villa, alisando sus espesos bigotes—, que usted propició todo este borlote por inmiscuir a don Miguel de Cervantes Saavedra en un asunto revolucionario de México. ¡Cabrioladas fuera de contexto, carajo!

      [Me irritan, ambos, por lo que, mejor, vuelvo a iniciar el diálogo, suprimiendo los renglones previos.]

Durante la Revolución Mexicana, una Adelita se acerca al general Villa.

      —Que dicen que el manco le ha ordenado deponer las armas, ¿será? —le susurra, mirando con intensidad sus bigotes (los de Villa, no los de ella, que también los tiene; finos, no tan incordiales como los de Frida Kahlo).

      Villa la mira de arriba abajo.

      —¿Es de su interés o es mera curiosidad política? —le pregunta, tomando con sus manos una larga trenza de la muchacha, que se sonroja.

      —Déjese usted de cuentos largos que lo que me atañe es averiguar si está usted interesado o no en tener una nueva esposa, mujeriego como dicen que es…

[Y la Adelita me mira, adelantada feminista en efecto como es, con ojos briosos de espanto y de injuria enmudecida, ante un desconcertado Villa, que me guiña con complicidad el ojo…]

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Last modified: 28 mayo, 2024
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